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Inicio / Cuenteros Locales / Marcelo_Arrizabalaga / El niño y Juan

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Tres de la tarde. El sol calienta con fuerza de este lado de la calle. Un calor sofocante. Diría hasta irritante.
En el medio de la cuadra, un bar. Refugio de acalorados caminantes, hombres solitarios, viajantes de comercio, turistas de paso.
Alguna que otra familia haciendo tiempo antes de abordar el transporte que los llevara de vuelta a destino.

A media cuadra, la estación de ómnibus de larga distancia.

En la vereda del bar, un lustra botas con una vieja sombrilla se resguarda del sol, y espera sentado su próximo cliente.
La gente va y viene. Él no se inmuta. Su próximo cliente ya llegará. Aprovecha los tiempos libres para observar.
Es su pasatiempo favorito.
Se sabe pobre, medio inculto. No tiene grandes habilidades en nada, a no ser por su trabajo.
Pero sí sabe, que sabe observar. Ningún detalle se le escapa así no más.
¿Para qué le serviría ser agudo observador? Nunca se sabe. La vida es impredecible.

En la vereda de enfrente, un mercado de frutas. Con numerosa clientela.
Gente conocida del barrio se mezclan en esta calle, con los foráneos que deambulan sin cesar. Y que traen buenas ganancias. Y tal vez fastidian un poco.

Juan, el lustrabotas, no es de hablar mucho. Un poco sí con sus clientes. Alguna pregunta, o un comentario. Solo para agregar un toque a su oficio. Pero a él, le gusta observar.

En la vereda de enfrente, a un costado del mercado, un niño sentado en un cajón mira la gente pasar.
Juan lo ha visto desde hace meses. Sabe que no puede hablar. Su madre, que es dueña del mercado de frutas le ha contado. Una deficiencia en sus cuerdas vocales le impide decir palabra.
En compensación, Dios le ha dado una inteligencia notable. En la escuela supera a sus compañeros en casi todo.
No necesita enseñanza especial. Oye bien. Y es muy pero muy perspicaz. Solo tiene 6 años.
Algunos amigos. Algunos juegos a veces. Pero gusta sentarse en su cajón al lado de los cajones de frutas. Contra la pared, en la vereda. Y muy tranquilo, ve la gente pasar.

De más está decir que a Juan no se le ha escapado nada.

Lustrando zapatos o esperando clientes, le ha seguido en cada movimiento. Cada detalle.
Pero nunca se animó a hablarle. Y lo desea. Pero no sabe cómo abordarlo.
Lo cohíben su mudez y sobre todo su inteligencia. Hasta diría que lo admira profundamente por esto último
Y que no hable no le molesta. Después de todo él tampoco gusta mucho de hablar.





Ha pasado otro día.
Mucho calor otra vez. Sin nubes en el horizonte. La gente va y viene. Los ómnibus que llegan.
Algunos compran en el mercado. Otros parroquianos beben algo fresco en el bar.
En la vereda, Juan. Tiene un plan. Lo ha pensado toda la noche.

A las 4 de la tarde, luego de tomar la leche, el niño saldrá a sentarse en su cajón. Hasta ahora solo se han cruzado miradas por unos segundos. Los dos saben muy bien que están allí. Y flota en el aire, como una especie de complicidad.
Ninguno de los dos podría decir que el paisaje está completo, si el otro faltara.
Pero nunca se han comunicado. Para eso es el plan de Juan.

A las 16.05 PM, todos los miércoles, Uribe, el relojero, llega de su viaje de la gran ciudad trayendo repuestos para sus reparaciones. Y es muy rutinario. Siempre que baja del ómnibus, se dirige al bar a tomar algo.
Invariablemente, trae consigo, un portafolio en su mano izquierda, y una bolsa de tejido de mimbre en la derecha.
Papeles en el maletín, y repuestos en la bolsa. Siempre al salir del bar se lustra sus zapatos con Juan.
Y a continuación como en un ritual, cruza la calle a comprar frutas. Pero antes de entrar al mercado, se detiene frente al niño, le sonríe y acaricia su cabeza.

Hoy luego que el niño se sentara, su mirada y la de Juan se encontraron por vez primera . Y al guiñarle Juan un ojo, el niño sonrió cómplice.





A las 16.07 PM los pasos de Uribe se acercan al bar. Saluda de pasada a Juan, y entra a refrescarse.
Al salir, cumple su rito semanal, y deja que Juan le lustre sus zapatos. Apoya en el suelo el maletín, y la bolsa de mimbre.
Juan, que tiene todo planeado, en un alarde de movimientos de brazos, cepillos que van y vienen y simulando seguir la charla de Uribe, deja caer en la bolsa de mimbre un papel, hecho un bollito. Simulando que acordaba con lo que Uribe dice, mira al niño y le señala fugazmente la bolsa.

A todo esto, al niño no se le había escapado nada. Ni un movimiento. Y antes de que Juan le señalara la bolsa, ya sabía que había puesto algo en ella. Es más: intuía que era para él.

Uribe refrescado por su bebida, habiendo contado su periplo por la ciudad y con los zapatos lustrados, saluda a Juan, y da la vuelta rumbo al mercado.

Las miradas del niño y la de Juan se unieron otra vez. Ahora la sonrisa fue más amplia.

El relojero cruzó la calle con la precaución que tienen las personas mayores, y al llegar a donde estaba el niño, le saludó sonriendo y mientras le ofrecía un caramelo, le acarició su cabeza. Luego entro al mercado en busca de sus frutas.

El niño, con sonrisa pícara, mira a Juan. En sus manos el papel, hecho un bollito. Al abrirlo lee:

- ¿Te llamas Paco, verdad?

Paco levanta sus ojos, y asiente con la cabeza.

- ¿Te gustaría que seamos socios?

Ahora Paquito asiente mirando a Juan con una sonrisa muy amplia.
El papel no aclaraba nada más. Y ni falta que hacía. Ambos sabían que desde ese momento serían socios. Para observar. ¿Observar qué? Pues todo.
Según ellos era necesario. Y algo que muy bien sabían hacer.





A partir de esa tarde, todo fue distinto entre ellos.
En realidad nunca se encontraban. Ni se visitaban. Y a pesar de que Juan compraba frutas en lo de la madre de Paquín, solo se miraban al pasar.
De igual manera cuando Paco jugaba con sus amigos, en algún momento se detenían a ver cómo Juan lustraba los zapatos de la gente. Solo a eso, sin hablar.
Pero la verdadera comunicación, venía luego. Las horas en las que coincidían ambos, en sus puestos de vigilancia.
Los códigos eran escasos pero precisos. Algunos gestos. Agudas miradas. Y todo estaba dicho.
Como un juego infantil. Como un capricho de locos. Para ellos, era algo importante.





Pasado un mes, llega de la gran ciudad un hombre distinto. Un personaje raro. Ni parroquiano, ni turista.
Lo raro es que venía de lejos, pero era de este pueblo.
Hacía años que había decidido marcharse. Supo ser un prestamista en la zona. Un cruel usurero.
Cuando tuvo suficiente dinero, optó por la gran ciudad. Este pueblo ya le quedaba chico.

Y sabiendo cómo era, verlo por aquí, era señal de mal agüero.
Luego de tomar una ginebra en el bar, se cruzó enfrente a hablar con la dueña del mercado.

Momentos de tensión.
Se escuchó gritar a Doña Eulogia. La mamá de Paco.
Juan solo lograba ver al usurero desde su estratégica posición. Y se lo veía imperturbable.
Doña Eulogia seguía gritando. Muy indignada.

El prestamista saludó y partió rumbo a la estación de ómnibus que estaba a media cuadra.
Minutos después, volvía a la ciudad.

A todo esto, Paquito, que se había mantenido quieto en el cajón, intercambiaba miradas preocupantes con Juan.
Doña Eulogia salió a la vereda, y llamando a Paco con lágrimas en sus ojos, lo estrechó en un abrazo diciendo:

- Aaaayyy mi niño, mi niño…

Bastó para que Doña Mercedes, la mujer del dueño del bar, regresara con la bolsa de frutas para que en media hora todo el mundo supiera sobre lo ocurrido.

Parece ser que tiempo atrás, Doña Eulogia, que había pedido dinero al prestamista para pagar la compra de su local y su vivienda, nunca terminó de pagar una muy pequeña cantidad, pues el usurero, se fue del pueblo sin saludar ni avisar sobre nada. Y seis años después, regresaba a cobrar los intereses, de lo que pudo ser poco dinero, y según él, representaban ahora una cuantiosa suma.
Y traía consigo un contrato usurero, alguna vez firmado por Doña Eulogia, quien solo entendía de trabajo y no de letra chica en los papeles.

El papel, legalmente hablando, permitía al despiadado sujeto rematar la casa y el local, si en veinticuatro horas, no recuperaba lo que a su cruel entender era suyo. ¡Veinticuatro horas!

En lo que quedaba del día, Juan y Paco, cada uno en su puesto vieron a unos cuantos conocidos ir de acá para allá. Reuniones, charlas, y consultas con el mejor abogado del pueblo.
Dicho letrado, después de mucho insistir, logró que Doña Eulogia encontrara en un cajón de su pieza la copia de dicho contrato.

Lo estudió en silencio, mientras los demás callaban. Se agarraba la cabeza, su frente transpiraba, y a pesar de que tenía una jarra de agua fresca a su lado, no quitaba los ojos del papel.
Los presentes (entre ellos la mamá de Paco), seguían las expresiones de su cara con angustiosa atención.

Por fin…, luego de unos 20 larguísimos minutos, Don Ismael Fernández Villaverde, el más prestigioso abogado del pueblo, abogado de vastísima experiencia, levantó sus ojos y mirando con sus pupilas humedecidas a Doña Eulogia, expresó:

- Mí querida…, te tiene atrapada. Lo lamento. Mientras el tenga el papel en su poder, podrá rematar la casa y el local.

- A menos de que juntemos el dinero dijo Doña Mercedes, esposa del dueño del bar y amiga de la infancia de Doña Eulogia.

Pero la suma era cuantiosa. Ni pidiendo un préstamo podrían juntarla. No en tan poco tiempo.
Como si todo se hubiese confabulado en contra, Raúl Alcibíades, quien fuera fundador y gerente del banco local, había fallecido hacía cuatro meses, para ser reemplazado por un joven venido de la ciudad, que los desconocía y exigiría todos los plazos que estipulaba la normativa del banco, para entregar el préstamo.
Imposible conseguir ese dinero en tan breve plazo.

Todos se fueron a dormir llenos de angustia.





El día siguiente fue uno de esos que uno quisiera olvidar. A nadie le gusta recordar momentos de zozobra.
Y quien lo hace luego de muchos años quizás sonríe, al saberse sobreviviente.

Ya era mediodía.
El prestamista llegaría a las quince horas, en pleno calor.
Parecía que a esta bestia, el olor del dinero le hacía olvidar su sed y su transpiración.

Doña Eulogia estaba demacrada. A su expresión de angustia se sumaba el hecho de no haber pegado un ojo en toda la noche.

Paquito, a pesar de vivir en un mundo acorde a su edad, mitad verdad mitad fantasía, sabía que algo muy malo estaba pasando y no quería ver así a su madre.

El niño tenía un cachorro. Un hermoso gran danés, que a pesar de tener apenas cinco meses tenía el porte de un perro adulto. Extremadamente juguetón, saltaba alrededor de Paco, y mordía y destrozaba todo objeto que pudiese atrapar con sus filosos dientes. Y se cruzaba a saludar a Juan, le saltaba haciendo fiesta, y cruzaba de regreso con su dueño.

Tanta fiesta no lograba borrar por completo la preocupación de Paquito. Y mucho menos de Juan.
Este día sus miradas habían sido intensas. Cómo buscando la salida de algo que no sabían muy bien cómo resolver.

Por la mañana, Juan no habló con ninguno de sus clientes. Éstos terminaron hablando solos pues él les lustraba con la mirada perdida sin parar de pensar.
Finalmente , cinco minutos antes de las quince horas, Juan tuvo una idea.

Paquito no había ido al colegio ese día. Su madre quiso tenerlo cerca. Quizás temía perderlo todo. Hasta su niño.
El niño notó el semblante cambiado de Juan, y se mantuvo expectante.

Juan le hizo la seña precisa. Paquito entendió y le envió al cachorro, que llegó juguetón a su encuentro.

Juan terminaba de escribir las instrucciones. Enrolló el papel y lo introdujo debajo del collar del animal.
El cachorro intentó alcanzarlo con sus patas delanteras pero no pudo, y ante el primer llamado de Paco fue rápido a su encuentro.

Mientras Paquito toleraba los lengüetazos en su cara abrió el rollo y comenzó a leer. Guardó silencio unos momentos como repasando todo en el papel, y mirando a Juan sentado en la vereda de enfrente, le guiño el ojo izquierdo.
Juan respiró profundo. Todo estaba acordado.

Cinco minutos después, entraba en la terminal el ómnibus esperado. El usurero, apareció caminando, con aire de orgullo y mirada de malicia.
Su avidez por el dinero era mucha pero quizás este día era muy caluroso. Antes de visitar el mercado fue a refrescarse.
Al pasar rumbo al lustrabotas, Juan pudo observarlo de pies a cabeza.
Además de notar la expresión de hombre desalmado, pudo ver asomando por el bolsillo del pantalón, lo que esperaba.

Saliendo del bar ya con un litro de cerveza fresca en su estómago, es llamado por Juan. Le solicita al usurero, si puede alcanzarle al niño de enfrente un caramelo que él le daría.
Esta bestia materialista rió a carcajadas diciendo que no estaba para pequeñeces.
Juan insistió con expresión lastimosa diciendo que era paralítico y por eso no podría acercarse al niño.
La carcajada fue aún mayor.

Pero Juan tenía todo planeado. Cuando el hombre cerraba los ojos por segunda vez para reírse burlonamente, con hábil movimiento le quitó el papel de su bolsillo.
El hombre le hecho a Juan una mirada de desprecio. Cosa que Juan aceptó con expresión falsa de humillado.
Mientras el hombre se dirigía al mercado, le llamó una vez más. Y éste, envilecido en su orgullo ni volteó a mirar.
Era exactamente lo que Juan esperaba.

El niño, que esperaba cumplir su parte, en ese preciso instante suelta el cachorro y se lo envía a Juan.
Con el hombre casi llegando al mercado, el lustrabotas muestra juguetonamente al cachorro el contrato. Y demás está decir que el pequeño gran danés, que todo el santo día había estado padeciendo la falta de juegos, lo tomó con sus filosos dientes y comenzó a saltar y saltar, y dar cabriolas, y gruñendo lo sacudía y lo llenaba de tierra.
Lo sujetaba con sus patas y tironeaba con sus dientes.
Saltó por el agua de el borde de la vereda, y se sentó a jugar con lo que quedaba de él en el medio de la calle.

Cómo cuarenta personas se encontraban expectantes en la puerta del mercado esperando lo peor.
El viejo abogado era quien peor se sentía. Y soltaba una lágrima de impotencia al saber que la ley que él tanto había querido defender durante toda su vida, estaba a punto de permitir tamaña injusticia.

Pero el prestamista no pudo ni comenzar su sabrosa charla.
Al meter su mano en el bolsillo, notó que algo importante le faltaba. Revisó en toda su ropa. Miró tenso a Doña Eulogia que estaba a punto de un paro cardíaco.
El aire en ese momento se podía cortar con un cuchillo…Y el silencio era doloroso.

De pronto, el usurero recuerda y sale en busca de Juan. Al llegar a la mitad de la calle, reconoce el contrato
partido en muchos pedacitos de papel sucio con olor a podrido y llenos de baba del perro.
Como si eso fuera poco, el felicísimo can, conservaba entre sus dientes el pedacito mayor, que solo medía dos centímetros y nada de él podía leerse.

Al ver a este hombre parado frente a sí creyendo que quería jugar comenzó a saltarle y a lamerle su cara hasta llenársela de baba y barro.

Enfurecido y lleno de odio, completó los pasos que quedaban hasta encararlo al lustrabotas.
Juan con cara de preocupación, y una actuación digna del Oscar le dijo:

- Usted sabe que yo lo llame cuando iba a mitad de la calle para avisarle que su papel se había caído.
Pero es muy orgulloso señor y no quiso escucharme. De todas formas lo perdono.
Espero que el papel no sea muy importante. ¿No lo es, verdad ?

En lo que dura una fracción de segundo, el prestamista escudriño con su mirada de tipo policial bien en detalle la expresión de Juan.
El lustrabotas tenía su corazón latiendo con fuerzas y en el momento que creyó no aguantar más su actuación, el usurero expiró y rojo de bronca comenzó a retirarse.

Intentó patear al perro quien con la agilidad de un cachorro saltó por encima del zapato y le lamió la cara una vez más.
A punto de reventar de bronca, miró fijo a todos los presentes y dijo:

- No será aquí. Pero sé hacer nuevos y buenos negocios. De algún culo haré salir sangre.

Y se retiró.

Todo el pueblo estalló en un grito de júbilo.

Las mujeres abrazaban a Doña Eulogia quién todavía no lograba entender el milagro.




Y en la historia del pueblo, Chulo, el gran danés ya adulto en nuestros días, se ha transformado en leyenda.
Nunca nadie supo de nuestros héroes anónimos.
Paco y Juan, guardan para sí, el sabor dulce de saber que en la vida se puede ser importante aunque uno esté en la vereda, sentado en un cajón.



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Marcelo Arrizabalaga.

Buenos Aires, 19/7/2010.



https://youtu.be/2IIt36cJa44?si=uD21Opbtq9vGsVfH

Texto agregado el 09-10-2018, y leído por 207 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
09-10-2018 Qué hermosa historia Marcelo! pensé muchos desenlaces pero no el que tan originalmente le diste. Me encantó. Felicitaciones. Magda gmmagdalena
09-10-2018 Historia conmovedora por ese contenido humano que se te pega en las fibras; hermosa por la manera hasta ingenua de contarla; y aleccionadora porque el orgullo tonto quedó cual papel arrugado. Sobresaliente ese sabor dulce que deja la amistad de Paco y Juan. Me dejaste también un sabor dulce y exquisito en el corazón. Escribes hermoso y muy bien, gran señor Marcelo. Full abrazo de agradecimiento porque vibré con tus letras. SOFIAMA
09-10-2018 Me generan expectativas grandes leerte, fui compensado con creces. Que buen texto. Cinco aullidos contentos yar-
09-10-2018 interesante y hermosa historia donde se resalta la amistad. 5´+ yosoyasi
09-10-2018 Hermosa historia llena de esperanza, amistad y valor carmen-valdes
 
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