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La muerte no es la nada, sino que la nada es.
No hay lo contrario a la vida, su contrario no hay.
(Macedonio Fernández)

I

La barcaza cazonera cabecea cercana a la costa y en la distancia parece no moverse dibujada más allá de la línea de espuma que marca la barra. Espera la marea alta dormida sobre el filo del horizonte.

Dormida brilla bajo el sol y sobre el agua parda, luego aparece el rumor de un motor, un zumbido y la embarcación se desplaza, busca entrar lentamente al río ayudada por la fuerza del mar, de la fuerza furiosa del mar subiendo y del viento sudeste, que sopla desde mar adentro y encrespa las olas antes que rompan, las hace volar, las transforma en lluvia cuando ya blanquean rompiendo y sobre ellas se junta espuma gruesa que vuela, que salpica sucia en la lisura de la playa.
Espuma gruesa, pesada, que rueda en la arena y flota en copos como algodón mugriento, vuela, vuela y sigue, y se gasta entre los médanos hasta volverse solo sal, solo nada.

El Haroldo vacila, se escora, se clava en las aguas, da pelea. Lo maltratan olas furiosas de viento y sale.
Emerge la proa sobre la línea blanca de la rompiente, muestra las letras oscuras su nombre y se hunde. Se clava en las aguas, y vuelve a salir y se pierde. Y el viento lo barre, lo apura.
Y en el esfuerzo del balandro y el viento, crujen los palos y cruza rozando, lijando con su panza los bancos traicioneros de arena que amontona el río. Los bancos que acechan y que forman la barra endiablada de la desembocadura del Negro.

El Patrón desde la timonera mira desmañado hacia atrás y suspira aliviado, respira con la boca abierta el olor a quemado de la máquina exigida y ahora si, afloja las manos que siguen apretadas al mando.
La botavara es solo un palo flaco sujeta por los cabos a la borda que cruje, que grita y el barquito restalla, y sale del oleaje del mar. Los cabos zumban agarrados, ajustando los nudos.
Ya en el canal, en la fisura profunda del río, el viento del sudeste empuja violento contra la vela mayor y el foque. Orza el casco y la quilla afilada se sumerge y sale a la superficie y corta salpicando el agua verdosa.
El agua que ahí se mezcla del mar y el río.

Se escora hacia la borda de estribor, la que da a una barranca pelada que las mareas fueron desmoronando, tallándola desde abajo hasta hacerla caer.
La barranca norte río, la que da a Patagones.
Salado el soplido marino lo empuja en la transparencia dulce del Curruleuvú, que en la subientes inunda rápido los sauces de la ribera y les desnuda de tierra las raíces dejándolas peladas, al aire.
El Patrón en su refugio de la timonera se afirma en el moler del mando, enciende un tabaco, sopla el humo y no pierde de vista a Perromalo que va apoyado en la proa, cual mascarón.
Con la plomada atada a un cabo en la mano, siguiendo el rumbo del canal, busca lo profundo -entre la restinga que junta la corriente- por donde avanzar.
El joven con la boina calzada hasta las orejas permanece allí de pie, sin moverse. Le parece que viaja suspendido sobre el agua, como un ave. Sin tocarla.
Levanta la cabeza y pasea los ojos en redondo por esa franja gris que es el país del desierto a ras del agua, lo distrae el moverse de unos pájaros, unos puntos negros que vuelan en la costa.
Enrosca en un brazo la amarra al extraerla de las profundidades, respira el olor del río, ese olor que le gusta y se cubre del brillo furioso del sol en el agua con el codo libre, se cubre del sol que en la tarde le pega a las aguas hiriendo en reflejos, en dagas punzantes a quien las mire.

El Haroldo, la pequeña cazonera de un palo sube el río Negro. Ahora en singlar seguro, siguiendo el canal. Acomete hacia el oeste por la boa de agua, por el reptar del cause majestuoso que lo resiste amurallado de sauzales.
La cubierta es un caos de bolsas vacías, de madres de pesca con brazoladas de alambre y anzuelos pelados, de carnada podrida, cabos, y cajones con la cosecha mezclada de cazones y corvinas. Un tiburón de buen porte cuelga sangrando en la popa, sobre un charco coagulado, con el bichero clavado, tieso, en un ojo.
En la banda sur, una veintena de flamencos chapotea despreocupada entre cangrejales. El grupo de aves brilla como brasas que arden bajo el sol. Agachados, sin moverse casi, picotean entre el barro y miran, alertas. Sumergen el largo pico y la cabeza.
Y miran nuevamente, buscando.
El paso del barquito los alarma, levantan los cuellos, se infla el plumaje y se mueven todos juntos para iniciar vuelo tras una corta carrera.
El grupo se eleva en silente torbellino de plumas y en el aire giran, cambian el rumbo.
Ahora van hacia la otra costa y pasan majestuosos, planean, con las alas abiertas de fuego, con las alas expuestas sobre la barcaza y cubren de tonos rosados el cielo azul del verano.

El muchacho busca con los ojos entre los árboles, entre el ramaje que toca el espejo de la corriente en movimiento. Se escuchan voces de niños o mujeres excitadas por el goce del río. Hay chapoteos y el sonido del agua que estalla, del agua que salpica.
Al moverse la embarcación los descubre en un claro, son cuerpos desnudos que saludan, gritan. Otros observan escondidos en las sombras, habitan cuevas que han cavado en la barranca.
El Patrón saca la cabeza por el ventanuco esforzándose en descubrir las siluetas disimuladas entre la vegetación y las lomadas, pero el reflejo del río lo deja ciego, y vuelve la cabeza, y se acomoda la gorra.
Sabe que está cerca el puerto.

Tras varios recodos el viento fue amainando por el reparo de las bardas y la arboleda. De a ratos las velas sin la brisa cuelgan dormidas y deriva lento, lo empuja a dura penas el ronroneo del motor.
El río en la pleamar se parece a un lago alargado. A un espejo que refleja el cielo del verde al verde de los sauces en las orillas que agitan sus labios de hojas.
Perromalo sigue en la proa con la mirada fija, imagina el destino. Sueña la llegada.
Se saca la gorra, y le pasa la mano al pelo húmedo. Se rasca y le arde el sol en la cara. Le arde el sol y el viento de la travesía en la piel de la cara. Y le duelen los ojos de mirar sobre el brillo.
En el pasar del barquito el río se hace cada vez más ancho y en un descuido, al cambiar el rumbo, al voltear la botavara, frente a la proa aparece lentamente saliendo de la maraña de sauces un muelle de madera.
Una punta que avanza como una daga, una daga oscura que corta con su filo la superficie del agua. Como hecho de sombras se destaca el atracadero que rebasa entre las aguas quietas.
Y tras la arboleda tupida de la costa norte, impenetrable a los ojos, en la barranca empinada se derrama un caserío, coronado en la parte más alta por las paredes y la torre de piedra del fuerte.
Ranchos blanqueados con cal resaltan entre calles en bajada y yuyales. Es el Fuerte del Carmen, imponente cuando se lo ve de lejos.

En ese paisaje se dibuja la figura de un vapor de gran porte fondeado entre las sombras del poniente, cercano al muelle.
Al pibe no le dan los ojos, trata de ver en la distancia, de descubrir movimientos. Se seca los pies descalzos con las manos, se raspa la mugre de la cubierta pegada entre los dedos con las uñas y se calza las botas sin dejar de mirar el poblado que se agranda.
Distingue un bote a remo saliendo de la orilla sur. El agua que rompe la quilla en su derrota salpica transparente. Lo mira al Patrón que sigue en el mando en silencio. Gira la cabeza, apoya el pie contra la borda y tira la cuerda que fija la botavara. El cabo chilla en el tirón.
Lleva un cuchillo pequeño escondido en la caña de la bota.

Texto agregado el 22-10-2018, y leído por 80 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
23-10-2018 Necesito un diccionario para poder comprender las minuciosas y magistrales descripciones que haces. Solo entiendo una embarcación deportiva que desde la mar, entra en la boa del río. llega al embarcadero, ranchos, fuerte. Volveré a leerlo. Abrazo. sendero
22-10-2018 Excelente relato con impactantes imágenes. Saludos. Magda gmmagdalena
 
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