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III
(El Sur)


Mirando en la distancia se pregunta quien es y que hace ahí solo, desafía la ventolera y sueña con volar sobre la nada. Como el viento Norte.
Siempre algo se espera, por eso se vive. Siempre se espera más. Mira hacia el territorio indio y siente que la soledad lo protege. Y lo protege el silencio. El silencio y la soledad lo emancipan, lo liberan.

Y ahí está, solo y desnudo y no necesita de nadie. Mirando el inmenso país ondulante que pardo se recuesta de este lado del confín del horizonte.
Hasta donde dan los ojos.

Como un dardo lanzado de la nada un súbito punto cruza distancias azules. En el grandioso mar de arriba. Una sombrita que vuela. Aletea y sube. Y el viento lo ayuda.

Un halcón lanzado en caza, remonta hasta tan alto en la tarde que cuesta verlo. Que se pierde en la distancia vertical, desaparece.

El muchacho abre los brazos imitando las alas del carroñero cuando planea y cierra los ojos. Y luego baja hasta la costa dando grandes saltos, que arrancan nubes de tierra en las frenadas de sus botas.
Arrastra con las manos y clava los tacos que impiden que caiga. Que ruede en el declive.
Por fin se detiene delante del derrumbe junto a una barranca donde crece el pasto tierno.

El agua del río se encrespa, se pica, oscurece al peinarla la brisa. Un telón de álamos plateados se ilumina y se apaga por los golpes del viento.
Se ilumina y se apaga.

En la otra ribera. Enfrente. En la distancia. Una tropilla ruidosa de matungos flacos se acerca al río, buscan beber. Se abren paso al topar el ramaje que los hacia invisibles y se descubren al retumbar los cascos.

Las patas en el aire.
En la atropellada ingresan a la corriente rompiendo el espejo que corre, forman espuma, salpican, chapotean sedientos, resoplan, hasta que les llega a la panza. Ahí se frenan y beben.

Los acompaña un joven aborigen, bien montado. En pelo. Con un arreador en la mano, que no usa. El indio y su tropilla despedazan la nada. Como un aparecido.

Perromalo los observa en silencio. En ese silencio que es su soledad y se inclina sobre la transparencia del río que corre.
Bebe, bebe hasta saciarse y se moja el rostro, sumerge la cabeza, la cabeza y las manos, aliviándose del largo día.

De pronto algo cambia en las aguas, la calma se vuelve opaca y densa. El río descansa en todo el ancho del atardecer y el viento se vuelve de su único color, el invisible.

Camina hacia el poblado, río abajo esquiva los arbustos enmarañados que le crecen en la costa. Escucha en el andar solo su aliento, jadea y las ramas que lo raspan.
Se pierde entre la vegetación que crece entre el barro. Lo cubre el verde completamente.

Hasta que aparece en un claro ante dos mujeres que desnudas se bañan, escondidas en aguas poco profundas. Furtivas.
Al verlo, chillan como bandurrias asustadas. Chillan molestas y juntan piedras del lecho. Belicosas. Alborotadas.

El muchacho se sorprende y huye, corre entre los yuyales de los alaridos y las piedras. Al alejarse escucha los insultos, los gritos y sin buscar camina sobre una huella de animales que lo lleva al caserío. Nuevamente lo rodea el silencio. Y el jadeo. Ahora agitado.

No le falta mucho al día para morir. El atardecer trajo la calma y apago el viento. Entonces la noche desde el oeste, vino untando de sombras lo que toca. Apagando lo que brilla. Y el hambre grita. El hambre le grita en las tripas como una espina clavada.

Decide pasar por el saladero a buscar su paga de cazón salado. Su paga prometida. No encuentra a nadie que responda sus golpes contra los portones. Da unas vueltas al galpón, espía entre las rendijas. Del interior sale el olor intenso del pescado. Salándose.
No espera más. Se marcha ya entre sombras, sin rumbo, con el hambre intacto.

De un rancho vecino sale una joven. Casi de su edad. Lo mira pasar, fijamente. Altanera. Se chocan los ojos rapaces, salvajes, ariscos. Buscones.
Hay dos niños con ella, a uno lo tiene en brazos. Al otro, al que le tira de las ropas, le brilla la cara embadurnada en mocos. Detrás el tizne del humo saliendo se marca en la puerta de la guarida. Como dientes.

Perromalo vuelve a mirar ya alejándose hacia los ojos arrogantes, pero la puerta se traga a las tres figuras entre los resplandores de una fogata secreta.

Texto agregado el 23-12-2018, y leído por 77 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
24-12-2018 hermoso relato.. Felicitaciones! sheisan
23-12-2018 Me pareciò excelente. edu485
 
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