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16 Padre y verano se van de la mano

A las puertas de la universidad, bajo los rayos inclementes del sol, el jovencito montañés esperaba ansioso el autobús suburbano que lo llevaría a Monterrey, de allí viajaría a la ciudad de México donde su Padre agonizaba. Tristeza y preocupación eran su equipaje y compañía; antes de que llegara el camión, una lágrima rodó por su rostro pero el calor la evaporó, y como esperaba en solitario, nadie se enteró de la pesadumbre que lo embargaba.

Un rechinar de frenos y un chofer que a gritos anunciaba el destino a Monterrey y puntos intermedios le indicaron al muchachito que ése era el autobús que esperaba. El transporte venía a su máxima capacidad, la mayoría de pasajeros viajaban de pie meciéndose al compás del zangoloteo del destartalado camión. Sudores y humores se mezclaban produciendo una atmósfera irrespirable, el jovencito se sentía morir por el calor y el aire viciado. Luego de un sinnúmero de paradas arribó a la terminal, desde allí debería trasladarse a la central de autobuses foráneos.

—¿Cuándo es la próxima salida a la ciudad de México? —preguntaba el adolescente en todas las líneas de autobuses, quería salir de inmediato, sin imaginar que no necesariamente el primero en partir es el primero en llegar, dependía si el viaje era directo o con escalas.

Ya en el autobús, su vista se perdía en el horizonte, enmarcada por la ventanilla del transporte. Recordó que hacía tiempo, cuando cursaba los últimos grados de primaria en su pueblo, en la escuela “Independencia y Libertad”, su Padre se ausentó un par de años, pues se dedicó a recorrer la montaña y valles en busca de yacimientos minerales. Un día llegó una carta donde comunicaba que no había encontrado nada y pronto regresaría. A partir de ese anuncio, todas las tardes la Madre y el jovencito se sentaban en una esquina de la casa desde donde se apreciaba el camino que descendía de la montaña, con la esperanza de verlo llegar para reencontrarse con ellos.

En esas tardes de esperanza y frustración, transcurrieron varias semanas sin que tuvieran noticias de su Padre. La Madre y el adolescente sabían que era peligroso viajar por esas montañas; sin confesar- lo, temían que algo le hubiera sucedido. Una tarde, inexplicablemente, el niño le dijo a su Madre:

—¡Qué Dios no permita que le pase algo a mi papá antes de que yo cumpla quince años!

Ese recuerdo lo atormentaba, pues acababa de cumplir quince años y su Padre se estaba muriendo.
¿Por qué no dijo veinte, treinta, cuarenta o cincuenta? ¿Por qué la vida se apresuraba a cumplir con tal diligencia un deseo que, de hecho, no lo era? Trataba de justificarse y descargarse de culpa pensando que para el estilo de vida de su pueblo, los niños a los doce años, después de terminar la escuela primaria, trabajaban y se volvían independientes, él se había dado tres años de margen.

Al llegar a la Central Camionera del Norte de la ciudad de México, en una oficina de información turística preguntó cómo trasladarse a la dirección consignada en el telegrama, le dijeron que se encontraba al otro extremo de la urbe. Sin embargo, era relativamente fácil llegar, las rutas del transporte público de aquella época estaban diseñadas para satisfacer los traslados de los pasajeros.

Desde el camión vio un letrero en un poste que indicaba “Unidad Independencia”, el jovencito se bajó del transporte y se encontró con un asentamiento habitacional muy grande, nada comparado con lo que él conocía hasta entonces. Los autos no circulaban en su interior y a través de pasadizos y escalinatas de piedra se accedía a las calles. Las casas eran uniformes, construidas de ladrillo, y frente a una de ellas, la marcada con el número diecisiete de la calle “Poemas rústicos” (mera coincidencia con el origen del muchachito), tocó el timbre. Al abrirse la puerta, apareció su media hermana.

—¿Cómo está mi papá? —preguntó el jovencito antes de saludar.

La mujer rompió en llanto y no pudo articular una palabra, solamente sollozaba; se acercó a ellos Fernando, su esposo. En su estilo pausado, casi somnífero, le explicó que los médicos intentaron una cirugía pero fue un fracaso; su Padre se debatía entre la vida y la muerte. Le informó que su Madre había llegado unos días antes y estaba en el hospital con él. El jovencito no quiso oír más explicaciones, y menos tan lentas, así que le suplicó a Fernando le dijera cómo trasladarse al nosocomio, quería ver a su Padre de inmediato. Fernando le respondió que no era posible, pues había horarios y protocolos, pero le prometió llevarlo al día siguiente a primera hora.

Instalado en el sofá de la sala, esa noche el adolescente tampoco pudo dormir, trataba de imaginar cómo estaría su Padre, cómo luciría y qué le diría cuando lo viera. Por la mañana, tal y como Fernando lo había ofrecido, se trasladaron hasta el hospital central militar, un edificio imponente donde reinaba el orden. En una habitación individual estaba el Padre conectado a tubos y aparatos. En un pequeño sillón la Madre se peinaba el cabello, mientras el Padre, siempre celoso, le preguntaba para quién se arregla la mujer del ciego.

El Padre había sido un hombre alto y muy fuerte, por su profesión realizaba gran actividad física, la cual le había desarrollado una musculatura envidiable. Cuando era pequeño, al jovencito montañés le encantaba pedirle que le enseñara sus “conejos” (bíceps). Por eso, cuando entró al cuarto y vio a su Padre nuevamente, le impactó su apariencia, le fue difícil relacionarlo con la imagen del hombre pode- roso con el que estaba postrado en ese lecho de dolor, una osamenta cubierta de piel, con una enorme herida en el tórax por donde unos tubos drenaban coágulos de sangre y otros adheridos a sus brazos suministraban más sangre para contrarrestar la hemorragia interna.

La imagen dantesca, el dolor callado del Padre, la tristeza de la Madre y la muerte rondando entre ellos, asfixiaban al jovencito, como si le apretaran el cuello. Le fue imposible pronunciar todas las palabras de aliento y amor que había preparado la noche anterior. Mudo e inmóvil, a los pies de la cama, recordó cuando frente a su casa en las montañas, un rayo abatió un árbol frondoso reduciéndolo a cenizas. Lo mismo hacía el cáncer con su Padre.

Por la tarde, Fernando regresó al hospital para llevar al muchachito a su casa, pues la única autorizada a permanecer en el cuarto era la Madre. En el camino repararon en que la única vestimenta del jovencito era la que traía puesta. Fernando se detuvo en una tienda de autoservicio y le compró algo de ropa.

En la noche, a solas, recordó las palabras del director de La Carlota y haciendo acopio de una fe de la cual carecía, el muchachito le pidió a Dios que pusiera fin al sufrimiento de su Padre. Al día siguiente, Fernando lo llevó nuevamente al hospital, al despedirse se ofreció regresar por él después del trabajo.

Cuando la tarde empezaba a morir, el Padre, haciendo un esfuerzo sobre humano, les pidió a la Madre y al Hijo que se acercaran a él, los tomó del brazo, la vida se le estaba yendo pero tuvo fuerza suficiente para apretar sus extremidades hasta dejarles marcada la piel y con voz grave les dijo:

—¡Hijo, me estoy muriendo, ahora tú eres el hombre de la familia, prométeme que cuidarás a tu Madre y te asegurarás de que nunca le falte nada!

—Se lo prometo papá —musitó intimidado el jovencito.

—¡No te oigo, dilo como hombre! —exigió el Padre, mientras apretaba más el brazo de su Hijo, como si recuperara su fuerza y autoridad.

—¡Se lo prometo papá! —dijo enérgico el adolescente.

Cuando creció el jovencito montañés, y durante veintisiete años, cumplió su promesa, se ocupó de darle a su Madre las satisfacciones materiales a su alcance. Hasta que un día, cuando ella estaba muy enferma y cercana a la muerte, la enfermera que la cuidaba se acercó y le dijo:

—Señor, perdón por decírselo, pero su Madre necesita mucho cariño. ¡Abrácela!

Las palabras de su Padre resonaron muy fuerte en su conciencia: “¡Qué nunca le falte nada!”. ¿Por qué debieron pasar tantos años para que entendiera que la única manera de que alguien no carezca de nada es dándole amor? El jovencito montañés vivía intensamente el amor pero jamás aprendió a demostrarlo. Todas las personas que alguna vez lo rodearon siempre le preguntaron: “¿De verdad me quieres?” Su carácter introvertido les generaba dudas a quienes lo amaban y amaba.

Después de una larga agonía, su Padre murió el 25 de septiembre de 1966. El Padre y el verano se fueron de la mano.

Texto agregado el 15-03-2019, y leído por 173 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
18-03-2019 El Padre y el verano se fueron de la mano...Me quedo con esto. MujerDiosa
 
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