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2 Un nacimiento tormentoso

“¡Dios mío, ayúdame! — Imploraba, ¡Dios mío, permítele vivir!” —gritaba con dolor y repetía la mujer constantemente como una oración. Interrumpía su ruego únicamente por la falta de aliento cada vez que se presentaban las contracciones. Nadie la asistía en el parto. En la cabaña asentada en la montaña estaban solamente ella y su dolor.

Esa tarde se adelantó el alumbramiento, después de embarazos fallidos y abortos provocados nacía un varón. El egoísmo del esposo, que la quería solamente para él se negaba a compartir el amor y la atención de su esposa con un hijo. Fue medio siglo más tarde, cuando el niño montañés, ya hecho un hombre, encontraría en una caja de cartón un texto que su madre escribió antes de que él naciera. Los meses de soledad en la sierra, por las prolongadas ausencias de su esposo en la mina, le dejaban a la mujer tiempo de sobra para leer y redactar. Esto fue lo que encontró:

“Pues quien no duda cuando nada se tiene asegurado para el mañana, cuando se nos niega el Hijo que ha sido el anhelo supremo de nuestra existencia, si, ésta es mi pena; no tener algo mío, un pedazo de mi vida y de mi carne, un hijo que alegre mi existencia y que sea el porqué de mi paso en este mundo. —¿Porque, qué mujer no sueña con un hijo? —Desde que chiquitina, cuando ya puede mecer en sus brazos una muñeca, se siente un poco madre; cuando tiene entre sus manos un pajarito herido, cuando una mariposa se rompe una alita y la niña la toma con dulzura entre sus manos desbordando ya la ternura que lleva en el alma para un Hijo. Y ya ves, yo no lo tengo porque tú no has querido y, esto me hace dudar de la verdad de tu cariño.

“Él me quiere quizá, pero me quiere a su manera, escondida entre unas montañas, cuyas cimas parecen anhelar esconderse en las alturas y que me aprisionan. Alejada de los míos me quiere íntegra, en renunciación completa de todos los afectos que, aunque rígidos, fueron mi ayer y forman parte de mi pasado. Ni una palabra, ni una carta, ni un recuerdo llega a mi vida de mis hermanas, de mis parientes, de mis amigas.

¿Habré muerto para ellos?

“En vano espero que la vida dé un viraje y que se realice el milagro de darme lo que he soñado, el hijo amado, un lugar en la vida de él, donde no me encuentre yo al margen, mientras otra es la verdadera, la única, que posee derechos y todo aquello que el mundo brinda a la esposa.”

Los obstáculos se sucedían como una maldición, pues cuando por fin logró convencerlo y le permitió embarazarse, el parto se adelantó un mes. Mientras, la mujer de treinta y nueve años hacía un recuento de las oportunidades desperdiciadas, y volvía a implorar:

—¡Dios mío, ayúdame! ¡Dios mío, permítele vivir!

Era un miércoles y el esposo trabajaba en la mina, eran las 14:45 horas y la fuerte tormenta en la montaña no cesaba. En medio de la naturaleza, el líquido de la fuente rota, la sangre, las lágrimas y la lluvia fluían en armonía. El vendaval compensaba la soledad de la futura Madre, la acompañaba en su solitario parto.

La tormenta era una bendición, pues era portadora de vida; hinchaba los arroyuelos que bajaban de la montaña, daba de beber a los árboles, arbustos, plantas, helechos, hongos y musgo; reabastecía los manantiales y calmaba la sed de los animales, y como evento extraordinario actuaría como partera.

Cuando las contracciones aumentaron su frecuencia, que parecieron competir con el acelerado ritmo del ruido que producía la lluvia sobre las láminas de zinc que formaban la techumbre de la casa de adobe, la mujer caminó pausadamente de la cocina a la recámara, mientras con ambas manos sostenía su vientre y el fruto que nacía. No llegó hasta la cama, se hincó sobre una piel de cabra que cubría las rústicas tablas del piso de madera haciendo las veces de tapete y depositó sobre éste, con el mayor de los cuidados, al hijo que durante toda su vida había anhelado y que su esposo durante más de quince años le había negado. Lo tomó entre sus manos, lo miró con infinita ternura, con unas tijeras cortó el cordón umbilical y llorando de alegría repetía sin cesar:

—¡Mi Hijo, mi Hijito, mi niño!

Ese día por primera vez el niño montañés vio la luz de los relámpagos y del día, escuchó truenos en el cielo y palabras amorosas de bienvenida, aspiró el olor de la tierra mojada, sintió en su cuerpo cómo su Madre lo acicalaba, y probó el dulce sabor de la leche materna.

Era el verano de 1951. Ese niño, un universo de materia y amor, había despertado en un solitario paraje, ubicado cerca de un hermoso pueblo enclavado en lo alto de la Sierra Madre Occidental, cuyo nombre el progreso sumió en el olvido, hoy es un pueblo fantasma y donde, por su actividad profesional, un ingeniero minero fincó su hogar. Allí ese nuevo ser iniciaba su paso por el mundo.

Texto agregado el 19-03-2019, y leído por 117 visitantes. (5 votos)


Lectores Opinan
21-03-2019 Buen texto, me gustó. 5* jdp
20-03-2019 Excelente. Pato-Guacalas
19-03-2019 Me gustó mucho. Marcelo_Arrizabalaga
 
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