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En la oficina había una mesa pequeña para reuniones con un florero y cuatro sillas a su alrededor. Al lado del florero un pote de vidrio con caramelos rancios que nadie se atrevía a comer. Luego de sentarnos uno frente al otro mi jefe puso sus brazos sobre la mesa y cruzó sus dedos. Yo tenía que exponer mi situación y justificarme, por lo tanto debía empezar a hablar. Hubo un silencio incómodo, me miró y levantó las cejas y como no dije nada tomó la iniciativa.
— Bien, Fernández, dígame por qué me pidió esta reunión. Lo escucho.
Yo había preparado mi discurso con mucha antelación. Tenía los puntos centrales bien claros y casi aprendidos de memoria. Lo único que no tenía previsto era cómo iba a empezar una petición tan seria e importante. Soy meticuloso, pero se me pasó con qué palabra o frase iniciar mi perorata. Tenía que improvisar una introducción, y rápido, pues mi jefe se estaba impacientando. Uno de mis mayores problemas es que no soy bueno para improvisar. Cada vez que lo hago genero una situación ridícula o tensa. Recuerdo, por ejemplo, la vez que en el colegio me pidieron que contara cualquier cosa sobre mi familia y todos terminaron riéndose y se burlaron hasta el último día de clases por algo que dije ahí. O la vez que esa bonita chica de pelo corto que invité al parque miraba a cada rato su reloj y a la media hora de estar juntos me dijo que se tenía que ir. Por eso es que llevo todo preparado, imagino todas las posibles preguntas que se me harán y armo sendas respuestas. También invento conversaciones que duran dos horas y estudio temas y variantes, lugares comunes y cosas que no se pueden decir. Como se imaginarán siempre hay un momento en que mi interlocutor me sorprende con algo y yo lanzo una estupidez que arruina todo.
— Fernández, no tengo mucho tiempo, hable.
A esta altura mi jefe ya me miraba con enojo e impaciencia. Cambió de posición y se acomodó. Puso una mano debajo de su sobaco y con la otra se acariciaba la barbilla. No me quitaba la vista de encima. Con mucho esfuerzo logré emitir un sonido, entre quejido y carraspera, que se supone era un sí.
— Gghí…
Expulsé aire como preparándome física y mentalmente para subir una montaña. Miré en derredor buscando alguna palabra que me ayudara a salir de ese momento. Había un archivero y un mueble donde él dejaba sus cosas. Mas allá estaban su escritorio y su computador, el teclado y el ratón sobre una lona verde con forma de hoja. El reloj digital de pared con sus números rojos y sus dos puntos palpitantes marcaba las diez treinta y cuatro y una temperatura de veintitrés grados celsius. La ciudad y sus edificios se veían recortados por las persianas de la gran ventana del fondo. Traté de recordar alguna escena de película. Nada. Tenía la mente en blanco.
— Fernández –dijo mi jefe en tono más alto, como cuando sorprende a algún compañero dormitando en su puesto—, su correo decía que tenía que hablar algo importante conmigo. Por eso estamos aquí. No se quede ahí mirando el vacío ¡hable hombre!
Cuando se calló me puse a observar su corbata con pequeñas medias lunas blancas, estaba arrugada, igual que la camisa verde recogida hasta el antebrazo. El reloj en su muñeca era brillante, grande, con muchos marcadores. Tenía una muñeca gruesa y una mano fuerte y peluda. No sería difícil para esa mano apretar un cuello flacucho como el mío. Casi pude sentir sus dedos y me acaricié la garganta. Sentía un opresivo calor en todo el cuerpo y empecé a sudar copiosamente. Saqué el pañuelo, me lo pasé por el cuello y la frente y aproveché el movimiento para quitarme los lentes y limpiarlos. Todo esto mi jefe lo miraba con asombro, como si estuviera frente a un animal que se creía extinto. Me fijé en el bolsillo de su camisa y vi que tenía un lápiz, entonces recordé que yo había garabateado mis ideas principales y tenía el papel en alguna parte. Me tanteé los bolsillos del pantalón y luego el pecho y ¡zas! ahí estaba, en el bolsillo de la camisa.
— ¡Qué bruto! —murmuré.
Mi jefe abrió los ojos y al mismo tiempo que se ponía de pie exclamaba:
— ¡Qué dijo Fernández!
— ¡Noooooo, no, no, no, no jefe, lo digo por mí! ¡Por mí! Cómo se le ocurre. Es que tenía el papel aquí ¿ve? —Introduje la mano por el cuello del chaleco y extraje el papel—. Aquí tengo escrito lo que voy a decirle, no se preocupe. Siéntese, siéntese.
No se quería sentar, estaba tieso y rojo. Podía oír su respiración. Incapaz de mirarlo a los ojos bajé la cabeza, desplegué el papel como pude y lo puse sobre la mesa. Creo que eso le causó cierta curiosidad y se calmó un poco, pero antes de sentarse me dijo:
— Fernández, está usted en el límite. No tiene margen.
Muy angustiado me concentré en la primera frase y leí en voz alta:
— “Habla claro y modula bien”
Era mi primera recomendación para este momento. Se me olvidó ponerlo entre paréntesis y por el apuro lo tomé como parte del inicio. Un error garrafal. Mi jefe me quitó el papel de un tirón, lo arrugó y lo lanzó lejos. Luego puso sus dos fuertes y peludas manos sobre la mesa y casi encima de mí exclamó:
— ¡¿Qué clase de imbécil?! ¿¡Sabes con quién estás hablando!?
Por supuesto que sabía con quién estaba hablando, era evidente que su ira no lo dejaba pensar bien. Incluso me empezó a tutear. La primera pregunta era muy compleja para responderla en pocas palabras, y la segunda era estúpida, pero no se lo dije, no era el momento. Me limité a ofrecerle disculpas mientras iba a buscar el papel.
— Discúlpeme jefe —recogí el papel y mientras lo estiraba le dije—, es que leí en voz alta algo que no debía leer. Déjeme mostrarle y lo entenderá. No se enoje, mil mil perdones. Soy un idiota, es cierto, pero déjeme aclararle las cosas.
Me volví a sentar con sumo cuidado, atento a cualquier movimiento suyo. Mi jefe estaba medio confundido por la cólera y el estupor. Me miraba con una pesada insistencia. Extendí el papel sobre la mesa y le mostré la parte que había leído y todo lo demás.
— Mire, esto que puse aquí era un recordatorio para mí solamente ¿lo ve?, el que tenía que hablar claro y modular bien era yo, debí ponerlo entre paréntesis. Lo que sigue es lo que tengo que decirle a usted. Bueno, sólo los puntos centrales, está resumido.
A medida que le explicaba estos detalles vi que se ablandaba un poco. Por mi parte hacía enormes esfuerzos por contenerme y no salir corriendo de ahí. Lo bueno es que ya se había roto el hielo y podía empezar con lo medular de mi petición. Mi jefe, ahora de pie y con las manos en la cintura, tenía la vista puesta en un punto imaginario allá en la pared y se mordía el labio superior. Boté silenciosamente un poco de aire y empecé a leer con voz trémula.
— “Primero que todo decir que esto es algo muy difícil para mí. Reunir el valor y los argumentos para hacer esta petición ha sido arduo…”
Levanté la vista para observar su reacción. Seguía en la misma postura, imperturbable. Era un ser bastante insensible. Continué.
— “Los puntos que expondré a continuación son frutos de una profunda reflexión…”
Me detuve a propósito de la palabra reflexión y discurrí en voz alta:
— Qué raro, esto era buen inicio. Ahora que lo leo frente a usted, jefe, creo que esto bastaba para iniciar la conversación ¿no cree? Es un párrafo acorde al contexto y crea un clima propicio para…
Mi jefe dio una patada a su silla y se dirigió con largos trancos hacia la puerta, la abrió y me ordenó:
— Retírate. Es suficiente. Luego hablaremos de esto.
Una orden poco amistosa. Su actitud confirmaba mi impresión de que era un sujeto indolente, o quizá sádico. Tenía fama de hombre severo y recuerdo haberlo visto un par de veces increpar a algunos compañeros. Sin embargo, esperaba un poco más de comprensión de su parte. Entiendo que a veces la gente tiene días malos que dificultan las relaciones interpersonales y la comunicación, pero alguien que trabaja con personas no puede dejarse llevar por sus impulsos, un poco de autocontrol es lo mínimo que debe tener. Entonces recordé un taller que hicimos sobre cómo mejorar el ambiente laboral y me propuse aplicar algunas técnicas de comunicación que aprendí. Lo primero era hacerle ver al receptor que los conflictos son inevitables y que se deben afrontar sí o sí.
— Jefe, por favor, cálmese. Vine precisamente para hablar con usted ahora, si lo dejamos para otro día la cosa no se resuelve, sólo se posterga.
— ¡Pero si no has dicho nada en todo este rato! —ni siquiera tuvo el tino de cerrar la puerta para que los demás no oyeran. Actuaba verdaderamente como una bestia— ¡Llevamos media hora aquí y todavía no me has dicho a qué has venido, por la cresta! ¿Crees que tengo tiempo para estas estupideces?
— Llevamos solo siete minutos jefe, no exagere, deme unos minutos más, por favor.
Dejó caer la cabeza y la movió de lado a lado, negando algo que internamente lo conflictuaba. Verlo así me conmovió y casi me hizo olvidar su vileza y falta de empatía. Pero ya me había mostrado su verdadero rostro y no me iba a engañar. En este tipo de situaciones, según los expertos, lo mejor es evitar todo lo posible las subjetividades y ser lo más concreto que se pueda. Así es como se corrige a los niños y a la gente atrabiliaria. Ahora, a mi jefe no le podía tomar la mano y llevarlo a su silla y pedirle que me escuchara, no, pero sí podía calmarlo.
— Jefe, por favor —hay que ser amables hasta la majadería—, sé que no me he expresado bien —también hay que concederles algo— y que me he demorado un poco en empezar a hablar, pero el papel está aquí ¿lo ve? —agité el papel, lo puse sobre la mesa y lo cubrí con ambas manos—, si usted me deja terminamos esto en diez minutos, mas o menos.
Me miró y esbozó una sonrisa. Casi pude ver cómo la dureza de su cuerpo cedía y sus músculos se relajaban. Cerró la puerta y volvió a sentarse.
— Bien, te daré otra oportunidad Fernández. Eres un buen hombre. Habla.
Estábamos de nuevo en el comienzo. ¿Había pasado lo peor? Imposible saberlo, y tenía otra duda, ¿empezaba a leer desde el principio o desde lo último que dije antes de que me invitara a salir? No tenía margen para otro error porque lo próximo era agresión física. Me puse el papel delante de los ojos y vi con horror que, humedecidas por el sudor de mis palmas, las palabras se habían convertido en borrones ilegibles. Al otro lado de la mesa mi jefe esperaba.

Texto agregado el 26-03-2019, y leído por 249 visitantes. (9 votos)


Lectores Opinan
04-10-2020 Pobre tipo, a mí me pasa algo parecido cuando tengo que hablar cosas importantes. Lo describís muy bien, el lector se pone tan nervioso como el personaje. Abrazo. MCavalieri
27-03-2019 Expresarme verbalmente nunca ha sido mi fuerte, como le sucede igualmente a Fernández y en ocasiones me he visto en alguna situación similar a la de tu portentoso personaje. Un relato redondo y muy bien resuelto. Excelente texto, Kroston. Saludos. maparo55
27-03-2019 No le des más vueltas a la petición y dila no más, arriésgate, deja fuera el tonto nerviosismo, ¿nunca has hablado en público? te sugiero lo hagas y pasará ese pánico escénico. Saludos :) spirits
27-03-2019 fe de erratas: "enseñaba" no ensañaba. jdp
27-03-2019 Ayyyy noooo me mueroooo, que manera de sufrir con este hombre. Buenísimo el relato. En cuanto a ser mete pata como decimos en Chile por los desatinos, me siento un poco identificada, mi abuelita me ensañaba que no hay que hablar de la soga en la casa del ahorcado, pero a mi todo parecía hacerme hablar de ello, jajajaj 5* jdp
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