La velada se presentaba interminable, no por trabajo o estudio, ni por una larga espera, sino por el locuaz recién llegado. No cesaba de hablar el visitante. Cada uno de los familiares fingía escucharlo con sumo agrado.

La abuela, con su mano fría, dio un golpe seco y penetrante en la mesa. El silencio se hizo.

Ningún criterio, ni de cortesía, ni de manual de anfitrión, pudo evitar ya la desbandada de todos los presentes hacia sus cuartos respectivos.
Acostados todos, en sus camas, solo se oía la lluvia y el visitante, que seguía hablando solo, el primo lejano, con su voz lejana, lejana…, pero constante.