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18 Llorar juntos por primera vez

—Vamos a la sierra, finiquitemos los pendientes e intentemos construir un futuro aquí, en la capital, allá no hay nada que hacer —le repitió el jovencito a su Madre.

La Madre sólo asintió con la cabeza, pagó la cuenta y salieron del restaurante en silencio. Regresaron al hotel y empacaron sus escasas pertenencias, luego se trasladaron a casa de la media hermana para despedirse; esperaron a que Fernando volviera de trabajar y los llevara a la central camionera. Se despidieron y abordaron el autobús con la esperanza de retornar para construir su porvenir. Viajaron toda la noche, y pudo más la pena y el cansancio que las inquietudes que los atormentaban, durmieron todo el trayecto. El camión llegó retrasado, y aunque corrieron, perdieron el tren en el cual harían la segunda parte del recorrido. Decidieron aprovechar para visitar a las hermanas del Padre; las tías con quienes el adolescente había vivido hasta hacía poco tiempo. La tarde transcurrió entre recuerdos, anécdotas, suspiros, vasos de agua y una sola pregunta:

—¿Y qué van a hacer?

La Madre miró al jovencito y éste automáticamente contestó:

—Nos vamos a la capital, a México —la respuesta generó nuevas preguntas de las tías inquisidoras:

—¿Y qué van a hacer allá? —la Madre dirigió nuevamente la vista a su Hijo, quien respondió:

—¿Allá, no sé?, pero aquí no hay nada que hacer
—la contundencia del muchachito atajó más cuestionamientos.

A la mañana siguiente, muy temprano, tomaron el tren en el cual harían otras doce horas de viaje y los llevaría al pie de las montañas. En el trascurso del recorrido, el jovencito se dio cuenta que es más largo el camino para el que va que para quien regresa. Desplazarse a un destino genera emoción, inquietud o esperanza, y el tiempo parece transcurrir más lento. Retornar se relaciona con un objetivo cumplido o una misión terminada, de la cual se puede volver con éxito o fracaso, pero sin emoción o prisa. Por eso, de regreso, el tiempo y la distancia parecen deslizarse con mayor rapidez.

Pasar la noche en el hotel de doña Margarita (aquel en el cual se hospedó por primera vez el jovencito cuando regresó a su casa en las montañas después de estudiar la primaria en la capital del estado) representó una interminable serie de preguntas incómodas de la dueña:

—¿Y el ingeniero? ¿Cómo murió? ¿Y ahora, qué van a hacer?

Al otro día prosiguieron su camino. Por suerte, el único transporte que todavía se aventuraba por esas veredas difíciles era el camión de Salomón, el cual estaba cargado de mercancía y listo para recorrer la sierra. Muy de madrugada se internaron en el laberinto de cañadas y barrancas que ascendían a las montañas. La Madre viajaba en la cabina del vehículo con Salomón, el eterno expedicionario de aquellas rutas. En la caja de redilas, sobre la mercancía cubierta por una lona, viajaban un par de mujeres y el jovencito montañés. Se acomodaron de la mejor manera posible para evitar las aristas de las cajas, las cuales conformaban una superficie irregular y las convertían en instrumentos punzocortantes en cada salto del camión. Se acurrucaron uno contra las otras para amainar el frío. Allí el muchachito aprendió que la cercanía de otro cuerpo proporciona más calor que cualquier cobija. En el futuro, esa enseñanza la aplicaría cada vez que hubiese la ocasión.

Después de cinco días de viaje desde la ciudad de México llegaron a su casa, donde quince años antes la Madre, sola, sin auxilio de ningún médico y sin poder llegar a la cama, arrodillada sobre una piel de cabra dio a luz al niño montañés. Esa casa donde los padres del jovencito vivieron una inimaginable historia de amor. Esa casa donde el muchachito pasó los momentos más felices de su vida. Esa casa que alguna vez tuvo esplendor y ahora era sólo un monumento a la desolación.

Al llegar los recibió el perro, el gato y Pedro Luna, el velador a quien la Madre había confiado el cuidado de la casa cuando decidió, contra la voluntad de su esposo, viajar para acompañarlo en el hospital. Al ver solamente a la Madre y al jovencito, preguntó por el ingeniero y antes de que le respondieran, mencionó:

—Hace ocho días, a las seis de la tarde, me despertó el sonido del andar pausado y la tos del ingeniero, conociéndolo, pensé que me iba a regañar por haberme dormido y no cuidar bien —la Madre y su Hijo sólo intercambiaron miradas, pues el momento descrito coincidía con la muerte del Padre.

Ya instalados, se dieron cuenta que la leña que mantenía el fuego permanente en la estufa se había agotado, la casa se enfrió; se respiraba la humedad propia de la época acentuada por el encierro. El silencio se adueñó del lugar. Los días de viaje y las incomodidades y dificultades del trayecto los agotaron. El cansancio y el dolor parecía haberles quitado la voluntad, sin cruzar palabra se dirigieron a sus camas y se quedaron dormidos en seguida.

Cuando el Padre construyó la casa jamás pensó en tener hijos, por eso sólo contaba con una recámara, la de la pareja. Cuando el niño irrumpió en sus vidas, el Padre adaptó en el estudio un dormitorio para él, colocó frente a su escritorio metálico, dejando un estrecho pasillo y pegado a la pared, un catre, una estructura tubular con colchoneta que se plegaba hasta formar un pequeño mueble capaz de ser almacenado en cualquier lugar. Desde que se instaló “su cama”, la Madre insistió en que se mantuviese aun durante las prolongadas ausencias cuando acudía a la escuela en la capital del estado. El Padre se refería a ese espacio como su oficina y la Madre como la recámara “de su Hijo”.

Al día siguiente, casi de madrugada, la Madre se afanó en la cocina tratando de iniciar un fuego nuevo que volviera a brindar calor a la casa y permitiera preparar el desayuno. Aun cuando la despensa estaba prácticamente vacía, la Madre hizo gala de su enorme capacidad de improvisación y preparó un almuerzo decente. Más tarde, Madre e Hijo urdieron un plan para liquidar los activos con los que contaban.

La casa y el terreno no tenían un valor real y estaban lejos del pueblo. La mayoría de los habitantes comenzaba a emigrar, las minas ya no daban trabajo, por esa razón no había quién se interesara en la propiedad. Además, la Madre y el jovencito se negaban a deshacerse de ella, pues era el ancla sentimental que les permitiría conservar su origen y su identidad. Les serviría de protección para que no los deslumbraran las luces del mundo y no olvidar la raíz de la tierra ni quiénes eran. (Más de cuarenta y cinco años después, Padre sigue luchando por conservar la propiedad)

Fue muy complicado vender el equipo de perforación, pues no era comercial. El Padre, en un acto patrocinado por la Secretaría de Recursos Naturales No Renovables (como se llamaba entonces la oficina de gobierno que, entre otras cosas, se ocupaba de la minería), escuchó el canto de las sirenas. En esa ocasión, unos italianos lo convencieron de invertir en un novedoso equipo que en vez de ser neumático, como el estándar mundial, era eléctrico. Sonaba práctico, sin embargo, resultó como casi toda la maquinaria italiana: bonita pero frágil. Madre e Hijo la ofrecieron a todos los mineros de la zona, quienes vieron con escepticismo la maquinaria. Finalmente encontraron a un ofertante que, por un precio ínfimo y a doce meses sin intereses, aceptó comprarla. Pagó puntualmente su compromiso.

El jovencito vendió las herramientas pequeñas recorriendo todos los días el pueblo, de casa en casa, con un morral al hombro buscando quién le ofreciera algo de dinero por ellas. El adolescente no tenía idea del valor de las piezas y aceptaba la primera oferta que recibía. Nunca supo si le compraban por debajo de su precio o por simpatía y apoyo a él y a su Madre.

Un día se presentó en su casa un arriero de un poblado lejano, quien ofreció comprar la mula:

—Mamá, nuestra mula no es de carga, siempre fue de silla, sólo imaginarla cargando pesos descomunales y maltratada, me parte el corazón —dijo el jovencito.

—Es cierto Hijo, pero a donde vamos no podemos llevarla —respondió la Madre.

—Entonces, liberémosla en el bosque —pidió el muchachito emocionado.


—Ay Hijo, si hacemos eso, un día después de nuestra partida van a ir por ella y nosotros no vamos a recibir nada —le contestó.

Esa tarde, la Madre y el jovencito se abrazaron y lloraron juntos por primera vez hasta que el anochecer los sorprendió. El valor sentimental de las cosas y los animales les quebraba el corazón.

Texto agregado el 25-06-2019, y leído por 147 visitantes. (1 voto)


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