Cuando vine a vivir a cincuenta kilómetros de la capital, nunca imagine como seria el paraje donde nos asentaríamos.
Al atravesar los campos mi mente divagaba acerca de otros menesteres.
Habia quedado embarazada, sin quererlo, aunque yo quería ser madre, ese no era el momento oportuno. Solo yo lo sabía. Tenía que ser un secreto, porque mi suegra no concebiría que su hijo y yo hubiésemos tenido sexo, del carnal antes de casarnos. Estaría muy mal visto, en los años setenta.
Así que nos mudamos primero, y luego nos casamos en el pueblito de La Loma.
No había nada, solo una calle semi asfaltado y lo demás de ripio.
El ferrocarril pasaba una vez por día. Aquellos fueron tiempos difíciles. Aunque yo quisiera ser madre por sobre todas las nimiedades de este mundo, me preguntaba si habría los suficientes elementos constructivos para que nacieran en ese lugar tan agreste.
Mis tres hijos fueron al jardín que fue inaugurado el año que inicio su salita de tres añitos.
Y así siguieron aumentando la salitas, para los años posteriores.
Mi marido, en esa época me había prometido que cuando mi hija mayor tuviera seis años, ya estaríamos en la capital. Recuerdo que asistí a un asado, y que la carne tenía pelos. Todos se reían de mi atuendo citadino. Yo no tenía idea que el asado venía con los pelos del animal incluidos.
Los hijos ya crecieron, algunos se fueron, otros quedaron. Hay nietos que corretean por todo el esplendor verde de los alrededores.
Ya han pasado los años, y estoy segura que éste, es mi lugar en el mundo.