Es la edad media, donde la verdadera religión impera. Nuestra narración sucede en un episodio de las cruzadas.

El conde Wendolyn enseñoreaba el condado más grande del país, el arzobispo lo convenció que debía ir a tierra santa a recuperar los lugares sagrados de los infieles.

Convencido de tan sacro destino al frente de un numeroso ejército se prepara para guerrear contra los islámicos. Fue un descanso despedirse de lady Genoviva, su consorte, pues ya lo tenía harto de sus requerimientos carnales. Ella, al despedirse cariñosamente de su marido, pensó: “qué bueno que se va este cabrón, así podré dar rienda suelta a mis rijos sensuales con mis criados”.

El contraste de su verde condado con el cruel desierto de Palestina fue el primer anticipo de lo que le esperaba. Pero confiando en el dicho “ayúdate qué yo te ayudaré” emprendió su cometido confiado en la divinidad.

Después de un día de lucha, el conde se vio sólo en un monte. Enfrente de él, un fiero moro con su alfanje lo amenazó. Razonó: “ya me cargó la chingada”. Sin embargo, volteó al cielo suplicando su intervención. Se oyó una poderosa voz que dijo:
“échale tierra en los ojos, quítale el alfanje y atraviésalo con él”. Con facilidad procedió a seguir estas indicaciones.
Pero, en medio de su alegría se dio cuenta de repente que lo rodeaban más de cien infieles. Se volvió a oír la poderosa voz:
“¡Uta! Parece que ahora sí, ya te cargó la chingada”.