Atravesar mi pueblo con cuatro años, sólo podía ser una ocurrencia de mi abuela. Además, debería cuidar de mi hermana de tres y portar un obsequio para mamá; que siempre era una de dos cosas: un ramo de rosas o una mini tasa cafetera. Dependiendo del móvil de la visita. Pero lo invariable en el fondo, era que íbamos a ver a nuestra madre.

Estoy obligado a aclarar que lo de -primer- no es cierto. Porque el primero y el último son de contabilidad divina. Sin embargo, lo que intento contar pasó un día de reyes: específicamente después de torcer a la derecha, para entrar en el tramo final del recorrido. Porque mi madre vivía en un anexo a la casa, que sí, estaba ubicada en la intersección. Pero, lógicamente, no visible antes del cruce.

Y lo que ví después de cruzar fue de única edición: élla danzaba alrededor de varios juguetes puestos sobre la acera, pero lo hacía con saltitos rítmicos que seguían sonidos bocales, para mí, indefinidos por la distancia. Y nuestra contínua aproximación no modificó su actitud, salvo cuándo fue avisada por álguien. Entonces hubo besos y elogios, más, ningún cambio anímico.

Luego mi madre se inclinó para sortear entre los regalos. Y tomó el que menos me atrajo; lo sostuvo un momento, mientras hurgaba en el interior de mi mirada, sin tal vez, descubrir que por allí pasaba un torrente de preguntas. Preguntas que no son las que podría formularme ahora: ¿porqué tántos juegos en el suelo, sí sólo éramos tres hijos; nosotros y el que estaría en su cuna?.

También: ¿tendría élla tántos ahijados o vendía táles objetos?. Finalmente, mamá levantó una avioneta que podía volar un par de metros(lo cuál para aquél tiempo estaba muy avanzado)y la puso en mis manos. Pero llevármela fue cómo caer en la trampa que se opuso a que los otros juguetes fueran míos. Y, por supuesto, núnca supe qué cosa mamá le dio a mi hermana.