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Inicio / Cuenteros Locales / Vaya_vaya_las_palabras / Yo era un payaso que creía en el arte

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Al instalarme en la capital, lo primero que sentí fue que la cosa no iba a ser tan fácil como yo pensaba. No por la capital en sí misma, sino por ese cambio rotundo de ambiente que revolucionó mis pensamientos más morales y decentes, según me habían inculcado mis padres. Descubrí que a mi edad, engañarse a uno mismo suele ser bastante más frecuente de lo que se suponía. Eso tendría sus propias consecuencias, un impacto nefasto en mi vida cotidiana; y aunque no pude identificar a la persona que me delató con mis padres, lo cierto fue que ellos se enteraron de mi tropiezo con bastante rapidez. Me lo dijeron a su estilo durante una de nuestras charlas teléfonicas. A papá le bastó oir mi tono de voz para comprender que el rumor había sido cierto. Por algún motivo yo había reprobado dos veces consecutivas la misma materia en mi primer año de universidad. ¡Consecutivamente! Ay, Dios. Era evidente que algo andaba mal y mis padres se vieron en la obligación de intervenir con sus métodos tan prudentes y sofisticados.

Promediando el otoño tuve que confesarles que asistía a las fiestas en la casa del Sapo ("Mmmm...", dijo mi padre, "tenés un amigo que se llama el Sapo"). Mi padre estaba escandalizado de que alguien pudiera llamarse así. Allá en el vecindario nunca le dijeron a nadie de esa manera, "Sapo". Le aclaré lo obvio, que "Sapo" era solamente un sobrenombre inofensivo, a lo que mi padre quiso saber el verdadero nombre de mi amigo, pero sintió que yo titubeaba, cosa que le bastó para lanzar un suspiro (yo me lo imaginaba mirando a mi madre con ese gesto que, decodificado, significaba danger-danger) Entonces papá me soltó su pregunta, si el Sapo me había dado a probar también alguna droga, cosa que me tenía estrictamente prohibida ¡No, papá, eso nunca! le dije. Papá me creyó a duras penas y después me lo imaginé alzando la mirada hacia mamá de nuevo, pero esta vez con un gesto más suave de absolución. Breve silencio en el teléfono. Buena señal, que al parecer significaba que mis planes de estudio continuarían pero bajo una más estricta supervisión. Yo tenía que seguir adelante para convertirme en alguien en la vida. Pero ahora había una condición para eso, una "recomendación" que puso punto final a nuestra charla semanal con mis padres. Me dijeron que era mi obligación tomar clases de apoyo. Ufff.

Esa noche le dije no a las fiestas del Sapo. Me quedé en casa y reflexioné un poco enojado por el hecho de que mis padres tuvieran la razón siempre, aunque al mismo tiempo estuve de acuerdo con ellos, porque la manera que tenían de decirme las cosas me daba cierto margen de libertad para tomar mis propias decisiones. Los privilegios del hijo único. Al día siguiente me puse a buscar a alguien que me diera clases de apoyo. Por esas casualidades, le pregunté al Sapo y su respuesta fue que "sí, a la mejor". Según él, conocía a la mejor profesora particular que existía. Yo dudé. Después el Sapo agregó que sus honorarios eran accesibles y su pedagogía excelente. Entonces, sin saber muy bien por qué, me pareció que podía creerle.

La semana siguiente, con mis padres volvimos a hablar sobre los problemas más cotidianos e insignificantes de mi vida en la capital. También me contaron cosas del pueblo, de mis parientes y amigos de allá. Yo lo tomé como un voto de confianza. Y la verdad que sí, durante todos esos días casi no volví a pensar en las fiestas del Sapo. Solamente en los libros, sobre todo en los de matemática I, materia que había reprobado dos veces consecutivas. No me hizo falta decirles eso a mis padres. Y como ellos se anticipaban a todo con increíble facilidad, imaginé que también adivinarían mi pronto regreso al ruedo de las fiestas, aunque de una forma más moderada, claro.

El Sapo organizó de nuevo una fiesta en su casa, esta vez en mi honor. Con el tácito y obvio beneplácito de mis padres, era obvio que yo sería su primer invitado. Pero por desconocer todavía quién me había delatado, entre otras cosas me vestí con bastante discresión: camisa gris, pantalón negro, cinturón y zapatos haciendo juego. El Sapo me vio y me preguntó riéndose dónde era el velorio. Después me dio una palmadita en la espalda y me dijo que siempre sería bienvenido a su casa, a pesar de vestirme como un monaguillo.

Además de chicos comunes y corrientes, esa noche también había gente extraordinaria en la casa del Sapo. De repente, un pibe pasó haciendo piruetas de equilibrista sobre un monopatín. Tenía una gran galera fluorescente y una enorme sonrisa contagiosa, que era lo que más llamaba la atención. También había una chica con una serpiente amarilla enroscada en el cuello. Cuando la vi casi doy un salto atrás pero me di cuenta de que nadie le tenía miedo. La serpiente se comportaba como una invitada más y todos querían acariciarla. Después pensé que, tal vez, fuera el ser vivo más amigable que había esa noche.

Hasta que salí al patio para estar un rato solo y, sin quererlo, tuve como una especie de visión. Ahí estaba ella, una chica solitaria observando el cielo nublado. Me llamó la atención que lo hiciera con tan peculiar mezcla de elegancia y de ternura. Me pareció estar mirando una fotografía romántica. Cuando me oyó y se dio vuelta para mirarme, sentí que de repente mis piés caminaban a diez centímetros del suelo. Ella tenía el pelo negro con un mechón plateado que le iluminaba la mejilla. Vestía de negro y de gris igual que yo, y tal vez por esa coincidencia nos quedamos mirando con más detenimiento. Fue un flash. Y aunque tuviera como fondo ese cielo plomizo, ella estaba tan hermosa, que le sonreí, tal vez tontamente. Se acarició el cuello de la camisa negra con suavidad y después el mechón de pelo plateado. Entonces empezó a lloviznar.

Nos seguimos mirando, hasta que las nubes grises se iluminaron con el primer relámpago. Fue, entonces, como si me despertaran de un sueño. Por pensar en mis padres y en su mandato de ser alguien en la vida, mis piés bajaron hasta tocar otra vez el suelo. Pero me pregunté si yo estaba preparado para hacer ese sacrificio. Dí dos pasos atrás como queriendo alejarme ?pero contra mi voluntad? de la chica bajo la llovizna, salir del patio, ahora un poco más resbaladizo. Estaba a punto de dar un tercer paso atrás, cuando un trueno fortísimo me hizo temblar el cuerpo y creo que también el patio, la casa y el mundo entero. La chica seguía ahí, mirándome bajo la llovizna, inmóvil, como si esperara algo de mí. Con cierta incomododidad miré al suelo. A ella no le molestaba que se estuviera mojando tanto, ya que el pelo se le achataba bajo una llovizna que ahora se había convertido en lluvia copiosa. La miré de nuevo y me pareció que se había vuelto más linda. Un poco de maquillaje oscuro le caía como una lágrima por la mejilla iluminada con el mechón plateado. Me pregunté qué hacíamos los dos ahí, solos en el patio, empapándonos. Inevitablemente nos mojaríamos hasta el apellido. Pero creo que me gustó esa idea. Justo a mí, que solamente prefería la lluvia cuando la veía a través de la ventana, mojando a las personas que corrían por la calle buscando refugio. Me encantaba la lluvia de esa noche, sentir su fuerte golpeteo sobre la piel. Desde la ventana, algunos invitados nos miraban con curiosidad, como a dos niños o a dos locos a punto de hacer una travesura.

Al segundo relámpago la chica de la lluvia todavía seguía mojándose. Pero a mí, una mano me agarró por el hombro y me jaló hacia adentro. Era el Sapo que me sonreía. Me dijo: "¡ya la conociste! Ella también te estuvo observando. Y le caíste bastante bien".

Le di la espaldas al Sapo para poder mirar hacia afuera, al patio, donde probablemente me estaba esperando la chica más linda de la fiesta. Entonces el Sapo me dijo algo que apenas pude creer: Ella es la chica que te va a dar las clases de apoyo, ¿qué te parece? Me di la vuelta para mirarlo de frente, con los ojos bien abiertos, y le dije que eso no podía ser, que teníamos que conseguir a otra persona para que me diera esas benditas clases de apoyo, a lo que el Sapo me preguntó por qué. A lo que yo titubée "porque... porque...". Pero el Sapo sentenció "porque te gusta, ¿no?".

El Sapo se sorprendió de que yo abandonara la fiesta antes de tiempo; pero no me arrepentí, porque fue un sacrificio necesario, por motivo de mí mismo, de mi familia, y de su sueño de que yo fuera alguien en la vida. Por este último más que nada. Yo me conocía, y si me hubiera quedado en la fiesta entonces hubiera hechado todo a perder. Caminé apresuradamente rumbo a casa bajo la lluvia, que de repente empezó a caer con más intensidad y por alguna razón mi recuerdo de la chica de la lluvia también se hizo más patente, a pesar de que ni siquiera sabía su nombre, solemente que me había parecido la chica más linda de la fiesta, y que estaba dispuesta a quedarse mirándome todo el tiempo que fuera necesario bajo la lluvia. Que no era poca cosa.

El Sapo me recomendó otra señora para que me diera clases de apoyo, la señora Krueger. Al principio ella parecía la ideal, la maestra ciruela que yo andaba necesitando. Tenía canas, bastón, píldoras para la presión sanguínea. Salvo por la poca paciencia que me tuvo desde la primera clase (después de haberle abonado sus honorarios) era perfecta. Era lo más anti amor juvenil que podía cruzarse en mi camino. También era la antítesis de la chica de la lluvia. Y padecía de un humor de perros. Ella misma me dijo que su curriculum vitae era terrorífico. No lo dijo con esas palabras, pero era lo mismo que confesar que durante varias décadas había sido la contadora de la mafia y de sus cómplices los políticos. Y al parecer seguía teniendo contactos algo espurios porque de vez en cuando recibía llamadas telefónicos bastante turbias. Eso me intimidaba un poco. Acostumbrada a tratar con gente de esa calaña, sus métodos pedagógicos me sobrepasaban y, la verdad, dejaban mucho que desear, a pesar de sus grandes conocimientos. Cada vez que no sabía responderle alguna pregunta o le llevaba los deberes sin hacer me pegaba con una regla en la cabeza. A veces me gruñía. Para colmo tenía de mascota un pequinés tan malhumorado como ella, que quería morderme los tobillos cuando me encontraba distraído.

Fue un fiasco la sra. Kruger. El Sapo opinó que mi única salida era perseverar. Yo le dije entonces andá vos a perseverar. Me respondió que el asunto no era tan terrible y que podía acostumbrarme a los antiquísimos métodos pedagógicos de la señora Krueger. Yo no. Con alguien así, que incluso despotricaba contra la lluvia de aquel otoño, me sentía incapaz de perseverar. Por eso abandoné sus clases, le dije adiós a ella y a su antipático perro pequinés. Después se lo conté a mis padres durante una de nuestras charlas semanales. Aunque ellos se dieron cuenta de mi sinceridad y preocupación, igual me dieron leña. Si para esa semana no conseguía alguien que me diera clases de apoyo, entonces tenía que recordar que mi carrera universitaria seguía bajo una férrea supervisión. Tuve que hacerles caso, y seguir buscando clases de apoyo de manera urgente. Solamente faltaba un mes para rendir la matemática I otra vez. Por eso, de vuelta hablé con el Sapo y me dijo que mi única salida era hablar con ella, con...

?¿Con la chica de la lluvia? —, le pregunté.
?Sí.

No podía ser de otra manera. A pesar de habitar en una ciudad de rascacielos gigantes e insípidos, alguien como la chica de la lluvia tenía que vivir en un lugar diferente, en lo más alto de un altillo de un edificio antiguo, bajo un tejado inclinado y detrás de una pequeña y pintoresca ventana hacia la calle. Entre mis nervios al tocar el timbre y el aplomo de su voz al atenderme por el portero, mis pensamientos eran "no debo enamorarme, no debo enamorarme". Había empezado a lloviznar otra vez cuando la chica de la lluvia me abrió desde arriba. Había que tomar un ascensor hasta el úlimo piso y de ahí subir una escalera. Ella me estaba esperando con la puerta abierta. La saludé con un beso en la mejilla. Me dijo "hola, creo que ya nos conocíamos". "Sí", le respondí, "en la casa del Sapo". La chica de la lluvia dijo "sí, creo que sí", tímidamente.

Yo sentí que era un honor entrar en su casa. Imaginé que muchos otros estudiantes hubieran querido estar en mi lugar, mirar las cosas que yo estaba mirando, sintir las cosas que yo estaba sintiendo. Pero sabía que mi propósito ahí era solamente el de estudiar, así que intenté no conmoverme demasiado con todo eso. De repente la vi estirar su dedo índice, hermoso, blanco y largo para indicarme la silla donde tenía que sentarme. Me embargó una especie de felicidad al comprender eso, porque yo ocuparía esa misma silla durante un mes, más o menos. Mirara donde mirara, era todo tan acogedor. Dejé mi mochila en el suelo y saqué mis carpetas. La chica de la lluvia me observaba mientras yo esperaba que los nervios no se me notaran tanto. Sentí su voz preguntándome en qué materia necesitaba ayuda, le dije en matemática I. Entonces tuve, por primera vez, esa sensación rara de oir mi propia voz como desde lejos o como en el fondo del agua. A veces también a la chica de la lluvia, sobre todo en esos momentos en que todo me parecía tan novedoso. Porque lo era. Ella me dijo "sí, suele pasar" y yo le pregunté "qué". Ella me respondió "ésta materia, matemática I, es la más difícil del primer año". "Ah sí", le dije. Después le sonreí y entonces no pude resistir la tentación de mirarla fijamente. Ella también me sonrió, pero agachó la mirada de golpe, como si hubiera recordado la manera en que nos habíamos conocido en la casa del Sapo, bajo aquella lluvia torrencial.

A veces, al recibirme en su casa, la chica de la lluvia se lucía con una minifalda negra y acampanada que le quedaba preciosa. Cuando la veía así, mi corazón latía pum pum pum... Algo me estallaba por dentro. Ella se sentaba en la silla de al lado, bastante cerca mío. Era inevitable respirar el perfume de su aliento y de su piel. Así era difícil conentrarme, ja. Solamente en ese sentido me hubiera gustado que la chica de la lluvia fuera igual a la sra. Krueger, que se sentaba a la cabecera de una mesa larguísima, como a dos metros de distancia. También me distraía oir la lluvia en el tejado y el agua goteando en las canillas de la cocina y del baño. Era habitual que la chica de la lluvia se acordara de regar las plantas mientras yo me demoraba en resolver algún ejercicio difícil. Tenía las macetas bien cuidadas con nenúfares, papiros, helechos, malvones y un largo etc. Nunca había visto tantas macetas con plantas de interiores. Ni siquiera mi mamá tenía tantas, y eso que le encantaban. La chica de la lluvia las tenía sobre los alfeízar que daban hacia la calle, el lateral y el contra frente, lo mismo que sobre una repisa de la sala. Cuando iba a regar estas últimas, yo levantaba la vista de mi cuaderno involuntariamente para verla subirse con una regaderita en la mano a una pequeña escalera plegable. Era una ceremonia encantadora, sobre todo si la chica de la lluvia lucía su minifalda acampanada.

Ella era tan diferente a la sra. Krueger. Con el correr de los días yo me sentí estupendo en compañía suya, tanto que la percibía casi como exclusivamente mía. Se levantaba de la silla solo para ir a regar las plantas o quedarse mirando la lluvia un rato a través de la ventana. Eran escenas tan románticas. También se levantaba para prepararme una riquísima merienda con té y galletitas. Yo había conseguido unas clases de apoyo perfectas. Pero una tarde sonó el timbre y la armonía de las clases se rompió para siempre. La chica de la lluvia se levantó y dijo "debe ser Javi, el chico nuevo, ahora vas a tener un compañero, sabés". Entonces atendió por el portero y dijo: "pasá, Javi". Yo estaba en silencio, esperando a que ese tal Javi llamara a la puerta. Al rato apareció y la chica de la lluvia le sonrió de una manera que me pareció hermosa y desconocida. Javi también era re fachero, un adonis alto, rubio y atlético, con una trencita de cabello que le asomaba a la altura del cuello. Para colmo también traía un estuche de guitarra colgada al hombro. Él tenía ese aspecto del bohemio que hizo muchos viajes interesantes y vuelve locas a todas las chicas.

Cartón lleno, pensé; porque claro, yo lo conocía a Javi de algunas fiestas. Seguramente se enteró de la chica de la lluvia y sus clases de apoyo por medio del Sapo. Me enojé tanto con el Sapo, por haberme mandado a alguien contra quien yo no podía competir. Qué maravillosa idea, Sapo. Nada de mandarme a Emanuel o a Esteban o a Gerard, chicos más bien normales, como yo, que también andaban necesitando ayuda en sus estudios. Pero, no. Me tenías que mandar a Javi justamente, el chico con más levante de toda la ciudad. Tenía planeado decirle de todo al Sapo cuando lo viera en la próxima fiesta aunque eso significara reconocer que me gustaba la chica de la lluvia. Pero después lo pensé mejor y supuse que el Sapo jamás se hubiera imaginado que Javi y yo coincidiríamos en día y horario en las clases de apoyo. Pero bueno, coincidimos. El destino no estaba de mi lado. Y el Sapo no tenía tanta culpa después de todo.

Si mis clases de apoyo hubieran empezado media hora más tarde o media hora más temprano, yo no hubiera sabido nada de Javi, ni él de mí. Media hora por día, dos veces a la semana era tiempo suficiente para ver cambiar el humor de la chica de la lluvia, en ese preciso instante en que Javi entraba por la puerta. Ella se ruborizaba y se ponía más contenta. Seguramente le gustaba Javi. Pero eso no era posible, pensaba yo, porque ella gustaba de mí. Hasta hace unos días atrás eso estaba claro. ¿Estaba claro? Desde la llegada de Javi, en la ventana ya no se veía llover, si no un hermoso rayo de sol. Más evidencia que esa, imposible. Entonces ahora le gustaba Javi. La chica de la lluvia lo había sentado en frente mío, y ella se había ido a sentar al lado de él. No se movían de ahí. Además, en lugar de té y galletitas, a él le servía algo diferente, una latita de bebida energizante, al parecer. ¿Qué, acaso lo consideraba más hombre que a mí? Y en presencia de Javi, ella se olvidaba de regar las plantas o de asomarse a la ventana para ver llover. Mas evidencia que esa, imposible. Le gustaba Javi. Para colmo, cuando yo me iba, ellos se quedaban solos.

La ciudad me resultó más difícil de lo que pensaba. Estas cosas dolorosas relacionadas con el amor casi nunca me habían ocurrido en mi pueblo, donde los asuntos del corazón merecían un respeto. Eso de andar cambiando sobre la marcha al chico o a la chica que te gustaba estaba bastante mal visto. En mi pueblo habré conocido el dolor, a lo sumo, dos veces en veinte años. Poquísimo. Acá, en cambio, la chica de la lluvia ya me quería romper el corazón y todavía no había transcurrido ni siquiera un año de mi llegada. Me hubiera gustado decírselo todo en la cara. A Javi no tanto, porque él había llegado a lo último y no tenía mucho que ver en el asunto, aunque podría haberse imaginado que entre la chica de la lluvia y yo podían haber ocurrido "cosas". Pero preferí guardar silencio en ambos casos, aguantármelas como todo un caballero. Entonces una tarde, disimulando mi enojo más que nunca, espere al final de la clase y me despedí. Los dejé solos y no volví jamás a la casa de la chica de la lluvia.

Ella me mandó varios mensajitos preguntándome qué me ocurría, por qué razón no había vuelto a las clases de apoyo. Yo disfruté contestándole vagamente que por "asuntos personales". La situación se pareció a un panqueque que volaba, caía y se daba la vuelta. A la que le tocaba sufrir ahora era a ella, ja. Por alguna razón yo esperaba de su parte algún mensajito que más o menos me denigrara, o algo así, una de esas típicas palabras donde las chicas te muestran las uñas y te escriben "sos un chiquilín", "madurá" o algo por el estilo. Pero ese mensajito nunca llegó.

Y claro, sin la chica de la lluvia me quedé sin clases de apoyo, por lo que tuve que regresar con la sra. Krueguer, ese castigo necesario. Todavía faltaba una semana para rendir matemáticas. Yo tenía el tiempo suficiente para prepararme a conciencia y reivindicarme con mis padres. Hice de tripas corazón y me apliqué a fondo en el estudio, aprovechando que la sra. Krueguer me recibió con una cordialidad inesperada. Al parecer, muy necesitada de cobrar sus honorarios.

Cuando llegó el último sábado antes de rendir matemática I, ya la sra. Krueguer me había enseñado casi todos los secretos de la materia. Me hubiera gustado que la chica de la lluvia supiera eso, ja. Me sentía confiado y se lo dije por teléfono con mucho orgullo a mis padres, quienes se quedaron muy complacidos. También me sentí con el derecho de aceptar la invitación del Sapo a una de sus fiestas, con el único propósito de aliviar la tensión de la espera. Fue ahí que vi a la chica de la lluvia por última vez. Ella estaba tan preciosa, más que nunca. Pero yo no quería dar el brazo a torcer y la evité a toda costa. Ni siquiera me molesté en saludarla. Hice de la siguiente manera: cada vez que la veía acercarse con una copa en la mano, yo me alejaba decididamente en otra dirección. Así hice varias veces en la noche. Hasta que se cansó.

Después de todo, no era la única mujer que había en la ciudad, ni siquiera en la fiesta. Y las había muy lindas. Ahí estaba, por ejemplo, Verónica, esa chica deshinibida que se interesó en mí desde el primer día en que me vio. Justamente pensando en ella se me ocurrió una idea que me pareció brillante. Me pregunté qué pasaría si por medio de Verónica le pagaba a la chica de la lluvia con su misma moneda. De repente deseé tanto que me viera flirteando, feliz y contento, con otra chica. Así le demostraría que su felicidad con Javi (o con culaquier otro chico) no me hacía ni una pizca de daño. ¿Y Javi? ¿Dónde estaba él? Era raro que faltara a la fiesta, más teniendo en cuenta que su chica estaba presente. Pero mejor que no estuviera. De esa manera la chica de la lluvia estaría más atenta en mí, en todo lo que yo hiciera o dejara de hacer frente a sus ojos. Seguí adelante con mi plan. Esperé el momento oportuno, en el que la chica de la lluvia y Verónica estuvieran módicamente cerca. Entonces salí al patio y me acerqué a Verónica para empezar a flirtearle de una manera descarada, casi sintiendo repugnancia de mí mismo. Mi estrategia enseguida surtió efecto, la chica de la lluvia cambió de humor de inmediato. De repente la cara se le transformó. Su enojo la hizo, oh, todavía más hermosa. Y contraatacó.

Era increíble, pero su mechón de pelo plateado también había adquirido un brillo inusitado. La chica de la lluvia, furiosa, entró en el casa. El cielo se nubló de repente. Todos los que estábamos en el balcón nos quedamos sorprendidos, aunque yo no tanto. Entonces se largó a llover como nunca había visto en mi vida, y eso que en mi pueblo había presenciado lluvias violentas, más que con rayos y centellas. Corrimos hacia adentro pero en el momento que Verónica y yo estábamos por hace el último esfuerzo para entrar, la puerta-ventana se cerró sin que nadie la tocara. La chica de la lluvia nos miraba desde el otro lado del vidrio, mientras Verónica y yo nos empapábamos hasta la médula.

Por supuesto que me tuve que cambiar de ropa. El Sapo me prestó un pantalón, una camisa y un calzoncillos por lo menos dos talles más grandes que el mío. Contra lo que yo suponía, la ropa holgada me ayudó a conservar cierta dignidad y hasta una extraña elegancia, ja. Pero ni siquiera eso alcanzó para que Verónica se quedara toda la noche conmigo. Se fue hecha una sopa, pobre. Ella no tenía a nadie que le prestara ropa seca. Mientras tanto la chica de la lluvia me miraba satisfecha a través de la gente. Le había salido bien la jugada. Ahora me tenía donde quería. En cambio a mí el tiro me había salido por la culata.

Cuando se largó la tormenta tuvimos que encerrarnos en la casa. Para algunos fue un aburrimiento. Otros se entretuvieron mirando por la ventana, pero muchas chicas tenían miedo de los relámpagos. Se sentía que podía haber un repentino corte de energía eléctrica. Lluvia y viento, parecía que el clima se estaba yendo de control. El Sapo salió al rescate con una de sus propuestas tan típicas, jugar a algo, jugar a un juego. Y bueno, la idea era distraernos de alguna manera, que pasaran los minutos hasta que la tormenta se calmara un poco. El juego tenía lo suyo, consistía en que el Sapo elegiría al azar a una chica y a un chico, los colocaría en medio de los invitados y entonces apagaría todas las luces. En la oscuridad la chica y el chico podían hacer lo que se les antojara, que nadie los iba a ver. Además estaba prohibido encender el flash de los teléfonos celulares aunque siempre había un imbécil que desobedecía. Después el Sapo encendería las luces de repente y ualáa, podía haber sorpresa. Pero el Sapo era arbitrario. Elegía a dedo a la chica y al chico, según su corazonada del momento. A la tercera o cuarta vez, eligió a la chica de la lluvia, entonces yo lo miré fuerte como rogándole con los ojos que ¡no me eligiera a mí! ¡Por favor, a mí no, Sapo! Se lo decía una y otra vez solamente con la mirada pero el Sapo se me rió prácticamente en la cara, me señaló con el dedo y me dijo el elegido sos... ¡Vos!. Yo lo quería matar. Se merecía como mínimo una trompada o una gran patada en el culo.

La chica de la lluvia ya estaba en medio de los invitados. En cambio yo sentí brazos que me empujaban y me acercaban hacia ella. Entonces se hizo un extraño silencio a mi alrededor. Lo único que yo escuchaba era la insistencia de la tormenta en las ventanas. Todos parecían ansiosos de que el Sapo apagara las luces. Cuando las apagó, yo me quedé con el recuerdo inmediatamente anterior, el de la belleza de la chica de la lluvia mirándome de frente con un gesto indescifrable. Pensé que a lo mejor en la oscuridad ella me iba a dar una cachetada o un punta pié en la entrepierna o algo así. Pero no. Me ocurrió lo inesperado.

Sentí que alguien se me acercaba por delante, se apoyaba contra mí y me daba un beso suave, tierno, lento; un beso que de a poco fue humedeciéndose, llenándose de suspiros, abrazos y caricias. A pesar de no ver nada, cerré los ojos y no me quedó más alternativa que dejar mi deseo de venganza de lado, mi orgullo de lado, el mundo de lado. Me dejé llevar por ese beso que fue como navegar en el espacio sideral, y un poco más lejos que eso. No la podía ver a la chica de la lluvia, sólo a ráfagas cuando un relámpago veloz iluminaba mis ansias desde las ventanas. La rodeé con los brazos, después hundí mis dedos en su pelo, suspiré hondo, y ella también. Cuando intuímos que el Sapo estaba por encender de nuevo las luces, nos separamos. Mientras tenía los ojos cerrados escuché el click, pero al abrirlos, esperando ver a la chica de la lluvia, ya no estaba. Miré en todas direcciones pero no la encontré. Sentí un gran desconcierto. ¿Dónde estaba ella? Le pregunté con vehemencia a algunos invitados pero nadie supo responderme. La chica de la lluvia sencilammente había ¿desaparecido?. Le quise preguntar también al Sapo pero lo vi cruzado de brazos y sonriendo. Solamente me dijo sorpresa. Y, de repente, dejó de llover.

Después de algunos días no podía dejar de pensar en ella, pero un llamado teléfonico de mis padres me recordó que tenía que rendir matemática I el siguiente lunes. Cuando por fin llegó el día y me senté frente a la profesora en el pupitre, mirando la hoja con los ejercicios todavía a medio resolver, me acordé de ella de repente. Mordí la lapicera, seguro de que jamás regresaría a su altillo, porque tenía la intención de aprobar Matemática I y seguir adelante con mi vida, pero con la secreta esperanza de volver a cualquier fiesta, a cualquier lluvia, igual o parecida a esa lluvia que ahora empezaba a golpear con insistencia contra las ventanas, y me distraía.

FIN.

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Mi novia pronunciaba palabras que me hacían sentir muy apoyado y comprendido. Después de un mes sin actuar, sin ese contacto tan necesario con el público, mi espíritu comenzaba a sufrir en un estado de cierta desorientación y perplejidad. Recordaba los rostros de aquellos niños, sus gestos de felicidad, y hubiera dado cualquier cosa para estar nuevamente a su lado.

Nunca lo hice por dinero, en ese sentido mi conciencia estaba más limpia que la de algunos otros. De cualquier manera, aceptaba los billetes y monedas que la generosidad de los niños y sus padres introducía en mi sombrero de paño verde. Pero pronto descubrí que ser un payaso independiente también tenía sus contras. Me resultaba horrendo —y mi novia sintió lo mismo— comprender que la sonrisa de aquellos niños era considerada por algunos inescrupulosos como una mera mercancía. Al pricipio intenté ignorarlos, ser indiferente ante sus continuas y crecientes muestras de hostilidad. Me preocupaba, por sobre todas las cosas, la inocencia de los niños. Ellos no tenían la culpa de nada y no se merecían quedar en medio de una contienda silenciosa entre aquellos que supuestamente deseaban su felicidad.

Los «mimos» eran seis, y yo un simple y solitario payaso, que cada tarde comenzaba su show con entusiasmo, hasta que veía llegar a mis adversarios con sus maquiavélicos rostros empolvados. Al principio sus armas eran solamente artísticas, casi dignas y legítimas. Jamás los hubiera mirado con recelo si los niños hubieran permanecido conmigo. Hubiera dado hasta lo que no tengo, hubiera hecho hasta lo imposible para conservarlos en número completo. Mi querida novia me hizo ver el lado positivo de la situación, la necesidad de evolucionar artísticamente. Pronto fui capaz de perfeccionarme en el canto y en la ejecución de la guitarra y el pintoresco ukelele, también inflar globos más grandes y coloridos, incluso aparecer palomas en mi mano. Pero la perjuria de los seis «mimos» se desató en seguida. No podían tolerar que los niños regresaran a mí con sonrisas, dejando atras aquellas tontas mímicas de camisetas rayadas y guantes blancos. Volvía yo a ser feliz.

Sin embargo, con mi novia comprendimos la necesidad de ser más agresivos con la competencia. Era seguro que ellos no se quedarían de brazos cruzados. Aún así, durante algún tiempo les llevamos la delantera. Mi gorro de paño verde repleto de monedas y billetes los enfurecía, motivándolos a mirarnos de costado y a veces mostrarnos los dientes. La tarde en que mi novia tuvo la brillante idea de disfrazarse también de payaso, la mirada de los niños fue solamente nuestra, y de mi gorro de paño.

Creímos que habíamos triunfado. Pero no consideramos que los «mimos» serían capaces de ganar terreno con otros métodos que no fueran artísticos. Cuando de pronto los vimos llegar en camioneta, sonriendo con malicia mientras bajaban con grandes paquetes, comprendimos hasta dónde eran capaces de llegar. Me dio bronca —nos dio bronca— porque habían caído tan bajo, porque lisa y llanamente se dedicaban a sobornar a nuestro público. Y eso también era una manera de subestimarlos, los niños ahora nos abandonaban a cambio de un simple juguete que el día de mañana, más pronto que tarde, estaría descompuesto u olvidado en el rincón de un patio. En cambio nuestras canciones, nuestro arte...

Por eso mi novia lloraba encima del maquillaje.

Texto agregado el 05-11-2019, y leído por 270 visitantes. (11 votos)


Lectores Opinan
28-01-2020 Somos muchos los que pensamos como vos, amigo mío. Por eso supongo escribimos por simple gusto. Algunos, además tienen verdadero talento, como tu payaso, y vos. IGnus
16-12-2019 Siempre el más pudiente pasa a llevar al que tiene menos solvencia. Y en este mundo de payasos y rostros enharinados, la guerra estaba declarada. Esos papá Noel de rostros blancos sólo querían ganarse el podio de la popularidad a costa de unas calillas que ni te cuento. Un abrazo grande, amigo. guidos
14-11-2019 Si tenían dinero para juguetes no necesitaban las monedas que los niños regalaban. Solo intentaban molestarte a a ti y tu novia. Hay que buscar otro lugar para ofrecer tu arte. *5 giovana22
13-11-2019 Uy.. sentí tristeza por el.payasito y su novia. Yo si los veré a ustedes !!! Cinco aullidos festivos Steve
11-11-2019 Pero hay cosas que no se pueden cambiar. Las personas tampoco cambian y así seguimos viviendo y muchas veces aceptando lo inaceptable. Me dio pena;peto me gustó mucho. Es una realidad. Un abrazo fuerte***** Victoria 6236013
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