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Aunque usted se lo crea. Historias de la vida irreal.
Por Senenripley.
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El Tai Chi y el racismo.




Hermosa mañana.

Levemente fresca para estar con el equipo de Tai Chi frente a la costa del río, pero tolerable. Además, a poco de comenzar los ejercicios, la concentración total que se adquiere hace que uno extrapole las sensaciones mas mundanas y pase a una etapa más profunda y etérea.

Él era el tercero que llegaba a la reunión cotidiana. A lo lejos venían acercándose otros cinco compañeros, y por las escaleras del club de Pesca que les permitía hacer los ejercicios en sus instalaciones, bajaban el profesor junto con otros dos alumnos, seguidos a corta distancia por el anciano Sensei de la Academia, Maestro de su Maestro, que ni siquiera hablaba español.

El sol asomaba por el este, enrojeciendo el horizonte.

Ese día el río estaba calmo, como un espejo.

Estas son las cosas que hacen valer la pena, cada mañana, superar ese deseo de quedarse calentito en la cama, y tener la constancia de levantarse, darse un baño de purificación - que así lo encara esta filosofía, no es cualquier duchazo - y luego vestirse especialmente para ir a la reunión, cuando todavía no amanece.

Por eso, ver ese disco amarillo-anaranjado surgir del agua y elevarse... compensaba todo.

Era extraño, pero él estaba en ese grupo por indicaciones de su psicoterapeuta, ya que sufría de una paranoia obsesiva contra toda la raza "amarilla", por culpa de la educación e influencia de su padre. Era un rechazo visceral, muy difícil de gobernar. Pero gracias al Tai Chi lo estaba logrando.

Su padre tenía motivos para ser como era. Veterano combatiente de la segunda guerra mundial, había sufrido muchísimo en los enfrentamientos con los japoneses, cuando era un muchacho jovencito, casi un niño, y hacia el fin de la guerra cayó prisionero de las fuerzas imperiales siendo sometido a tantos maltratos que quedó con secuelas, no solo psíquicas, sino también físicas. La falta de movilidad completa de uno de sus brazos era una prueba de los apremios. Luego dos bombas atómicas terminaron la guerra y los prisioneros fueron rescatados, pero todos los ex-combatientes quedaron con distintos daños.

El padre les tenía un odio impresionante, que no disminuyó pese a los esfuerzos del equipo de psicólogos del Hospital de Veteranos de las FFAA de los EEUU. Por eso, con el correr de los años, en la convivencia normal con su hijo, le trasmitió a este - seguramente sin intención - ese rechazo patológico.

Él buscaba quitarse ese prejuicio racista adquirido pasivamente, y seguía al pie de la letra las indicaciones de su psicoterapeuta. Una de ellas era profundizar en las costumbres de esas lejanas tierras, "conocerlos" mas, para descubrir por fin la otra cara, la que a él le ocultaron, de esas civilizaciones, desactivando así ese rechazo trasmitido por su padre.

Por eso ingresó a la escuela de Tai Chi.

Pues bien, esa mañana cada alumno rutinariamente ocupó su espacio preferido. A él le gustaba el círculo externo de la pequeña explanada, en el borde donde comenzaba el césped, a medio camino entre los árboles y la orilla. Comenzaron a efectuar ejercicios de relajación y estiramiento.

El Profesor hizo la señal de comienzo y todos correspondieron. Comenzaron con suaves ejercicios de calentamiento muscular y pocos minutos después ya estaban prontos para la serie del día.

La iniciaron con una postura "de grulla", a la que se llega - según las reglas de esta especialidad - con movimientos muy pausados y gran concentración mental. Una especie de "cámara lenta" para quien esta observando las secuencias.

Aplicó toda la gravedad de su cuerpo en la planta del pie izquierdo, luego curvó ligeramente la rodilla del mismo lado y elevó lentamente la pierna derecha, mientras elevaba los brazos y mantenía hiperextendida la cabeza.

Era hermoso ver de lejos la clase, ya que los movimientos perfectamente coordinados del grupo generaban imágenes interesantes, y trasmisoras de una extraña sensación de paz interior. Él ya venía notando un cambio en su actitud para los nipones, y estaba seguro que era porque los estaba comprendiendo. No todo era como se lo habían dicho.

En el momento que había adoptado la posición de máximo estiramiento, fue que vio con el rabillo del ojo una mancha marrón que apareció de entre el pasto del borde de la explanada, y a gran velocidad desapareció de su alcance visual cerca de su pie de apoyo.

De inicio no pudo determinar de que pequeño bichito se trataba, ya que la visión lateral no definía colores, solo alertaba por el movimiento. Quizás una cucaracha voladora, de esas que hay muchas en la zona. Todos estos pensamientos los efectuó en base a la información lograda por el rabillo del ojo, sin dejar de seguir las secuencias que el ejercicio indicaba. Pronto quedaría mirando hacia abajo, siempre manteniendo el equilibrio con su pie izquierdo.

Cuando llegó a esta posición, nuevamente vio la mancha junto al borde de su pié. No era una cucaracha, era una maldita araña de mediano tamaño, ¡justo a él que le tenía fobia a los arácnidos!. Y el bicho parecía que lo sabía, porque cuando la pudo visualizar correctamente, con un movimiento rápido se le metió por debajo del pantalón. Sentía perfectamente las patas frías subiendo y enredándose con los pelos de su pantorrilla izquierda. Logró controlarse. Lo tomo como una prueba que Dios le ponía para ver cuan importantes habían sido sus avances de concentración e inserción en el Yo Total. Estaba sereno, las enseñanzas de los Sensei estaban dando resultado. Se sentía agradecido hacia ellos.

Todo el tiempo siguió los ejercicios imperturbable, mientras sentía como el bichito le caminaba por el hueco de la rodilla y se detenía a medio camino de su muslo posterior. Allí quedo quietita. Él continuó los movimientos pausados, sostenidos, y lentos, pensando: "¡Por fin se queda quieta esta miserable hija de puta". Quizás tuviesen algún tipo de comunicación, porque fue terminar la puteada y el arácnido comenzó una carrera loca hacia la pelvis, pasando entre las piernas, deslizándose por la nalga derecha hacia adelante y deteniéndose en las bolsas, quieta entre el protector testicular y el pantalón del equipo.

Allí él comenzó a sudar, pero logró - casi - mantenerse concentrado, aunque la mitad de su cerebro prestaba atención al ejercicio y la otra tenía las alarmas en rojo, lo que le generó una hipersensibilidad impresionante. Cada patita que movía la araña, él la sentía como una pisada de elefante.

Por la combinación del ejercicio y los nervios, estaba traspirando copiosamente. Varias gotas de sudor - él las sentía perfectamente, tal el estado de sobre excitación que tenía - comenzaron a juntarse por debajo del ombligo y luego emprendieron descenso hacia la pelvis.

Deben haber mojado o pasado cerca de la intrusa, porque esta siguió su ascenso por debajo del cinto y luego de generarle unas cosquillas impresionantes al recorrer en forma alocada su barriga, quizás escapándose de los torrentes de transpiración que aumentaban, terminó momentáneamente alojada en su ombligo, ya que los quilitos de más que tenía le daban al huequito una profundidad muy aceptable para una araña mediana, no muy desarrollada.

Podía sentirla, acomodada en su ombligo. Pese a todo logró controlarse y seguir imperturbable con el ejercicio. "¿Y todavía pensás hacer nido en mi ombligo?...¡la reputísima madre que te parió, bicho de mierda!" - pensaba sin dejar entrever en sus facciones ningún tipo de sentimientos que no fueran de placer y serenidad -

Consumada la posición de grulla, retomaron los movimientos inversos hasta que llegó a tocar el piso con el pie derecho, descansando. Allí su primer impulso fue salir a los gritos sacándose la ropa, desalojar la maldita cabrona del ombligo y pisarla unas cuarenta veces para sacarse la calentura.

Pero no.

Eso estaba en contra de la filosofía de respeto a todo tipo de vida que trataba de aceptar, algo básico en esas civilizaciones y que además elevaría su nivel conciente y astral. Borró de su cabeza dicho impulso. Pensó: "Estos japoneses están haciendo un excelente trabajo conmigo."

Se dispuso a comenzar el segundo ejercicio, en búsqueda de la paz interior, y en el momento que arqueaba su cuerpo y elevaba los brazos, sintió como la condenada polizona retomaba su carrera loca en dirección ascendente, pasando por sobre su tetilla derecha generándole una picazón casi insoportable, subiendo por el brazo hasta el codo. Estudiando esos movimientos, ya había calculado que en cuanto la bicha llegara a su muñeca derecha, con un sacudón brusco la tiraba al pasto, pero la condenada volvió sobre sus pasos - siempre con carreras alocadas haciéndole cosquillas con sus patitas frías - y pasando sobre la axila empapada siguió por el cuello y quedo quieta sobre la cinta anti-sudor que tenía en su frente. Ya no la sentía sobre su piel. Comenzó a relajarse, y se sintió muy feliz, porque, pese al sufrimiento, él logró hacerlo.

Logró mantener la calma ante todas las carreras de la araña. Logró superar el miedo que le tenía a esos bichos, y la ansiedad que le producía pensar en la posibilidad de que lo picara. Logró controlar los reflejos y las ganas de rascarse. Logró continuar inmutable los ejercicios. Logró manejar su fobia - que no es poca cosa, ni fácil de lograr - y por fin logró sentir que había dado un inmenso salto hacia adelante en su relación con el Todo, dejando de ver a los de tez amarilla con ese odio heredado, sentimiento irracional que tanto le molestaba.

Eso si, no logró ver el manaso que le pegó el alumno que tenía a su derecha cuando vio la araña en su cabeza.

El otro animal no controló ninguno de sus reflejos y del golpazo lo dejó casi inconsciente en el piso. Mientras trataba de no desmayarse alcanzó a ver que la patona había evitado el golpe y se perdía velozmente entre el pasto.

Él sentía que la cabeza le daba vueltas y todavía tenía que aguantar al otro imbécil pidiéndole disculpas, explicándole que era muy nervioso, y que cuando vio esa bruta araña no pensó en otra cosa que matarla, y que por eso le pegó semejante golpe, y que no sabia como lo sentía, que por favor lo disculpara, que... Pero ya ni lo escuchaba.

El Profesor le puso una bolsa de hielo en el chichón que comenzaba a aparecer en su costado y dolía una barbaridad. Aprovechando entonces que lo tenía cerca y estaban solos, le contó lo sucedido con lujo de detalles hasta que el otro bestia le reventó la cabeza de un piñazo.

El Profesor quedó muy serio. Luego dio un paso atrás y ceremoniosamente, juntando las manos, le hizo una reverencia. Comentó algo en japonés con el anciano instructor, su propio Sensei, quien inmediatamente hizo los mismos gestos de respeto hacia él, y pronunció una larga e inentendible perorata en su idioma natal. Aquí el más joven le tradujo que el anciano había dicho que el respeto a un ser vivo, cualquiera sea, aún a costa de su propia seguridad, le estaba demostrando - en ese juego divino que solo los iniciados pueden entender - que su nivel espiritual se había elevado muchísimo y eso era motivo de gozo, por lo que lo celebraban respetuosamente.

Pese al rechazo a los "amarillos" mamado desde la cuna, estas actitudes de los instructores lo llenaron de orgullo, y valoró que tenía razón su psicoterapeuta, ya que estaba superando sus traumas y recelos, y comenzaba a sentir un respeto especial por esas antiquísimas civilizaciones y sus costumbres ancestrales, sugerentes de una inteligencia más allá de los milenios.

Como broche de oro, el Sensei lo invitó a acercarse a su auto, de donde el anciano japonés sacó una caja pequeña de madera tallada - típicamente oriental - donde tenía unas pequeñas copitas de fina cerámica, las que llenó con un líquido transparente servido de una botella pequeña, de forma cúbica y delicadamente decorada.

El instructor explicó que el anciano le había trasmitido que debían festejar esa elevación de su nivel espiritual brindando con sake, que esa era la bebida que tenía la botellita extraña esa. Era un honor muy especial, pocas veces brindado a los alumnos.

Un poco ruborizado por tanto elogio, agradeció la deferencia, y luego de sendas reverencias tomaron de un solo trago el contenido de los pequeños cuencos. Era un líquido fuerte, que sintió claramente al bajar por su esófago y cuando comenzó a calentar su estómago. Nunca lo había tomado. Le explicaron que el sake era alcohol de arroz, típica bebida japonesa. Mientras agradecía por la especial atención que habían tenido con él, sintió que se mareaba.

Despertó a los tres días, en la sala de terapia intensiva donde estaba internado por un edema de glotis fulminante que casi lo mata asfixiado, pero del que estaba recuperándose. Allí vino a enterarse que había sufrido un shock anafiláctico pues era sumamente alérgico al alcohol de arroz. El desconocía eso, pero intuía que esos amarillos seguramente lo sabían.

No podía hablar por la cánula del respirador artificial que tenía metida en la tráquea, pero allí si supo que no era en vano su oculto odio a esos miserables nipones y sus costumbres traicioneras.

¡Como pudo confiar en esos ojos rasgados!.

¡¡¡Como pudo olvidarse de Pearl Harbor!!!.

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Costa de oro, julio 2004

Texto agregado el 30-09-2004, y leído por 211 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
23-10-2004 El eterno problema de los cuentos largos, muchos lo empiezan y no lo terminan y se pierden textos excelentes.Van mis estrellas.Saludos ollitsak
 
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