Parte I

Sentado en la silla, observando a través
de la reja inmutable.
Eludiendo los ruidos callejeros, los ecos
que fracturan
la paz requerida; sonidos que
estremecen cada fibra.
Un perro felpudo se cuela entre los
barrotes, como el agua entre los dedos.
Este le mira sin mover su corta cola,
como si ya no percibiera ningún atisbo
de alegría
en ese cuerpo inmóvil y gelatinoso,
pletórico de pasividad.
Atento a mi presencia, su inexpresiva
faz refleja la oquedad reseca y pasmada
en la pupila, como boca en piedra lumbre.
Vuelve al cuadrúpedo que se entretiene
con el viento en sus orejas; gira de nuevo
hacia mí, me deja avanzar en el bus de la
tarde que transmite lejanos aullidos,
de unos pasos advertidos y sin regreso.
Solo queda una ira empuñada que lucha
contra un estado que, en mis mejores años,
nunca logre concebir.