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El gato corrió y el cielo se estabilizo. Ya no era una gran colcha morada, volvía a ser un hermoso cielo del color azul más claro, con nubes suaves a la vista. Pero ahora Isabel no podía sacarse de la cabeza la imagen de aquel gato: largo, morado, con ojos amarillos y una cola esponjosa como un gran plumero. El gato la miró largamente durante horas, con el cielo morado sobre ellos, el aire olor a estiércol y con sabor a caramelo de fresa. Ahora ya todo era simple, de nuevo. Carajo, simplicidad. Ella no amaba la simplicidad, la odiaba, a muerte. Puta simplicidad estúpida. Se sentó en el pasto verdoso y respiro. Estaba concentrada en respirar, sintiendo el aire entrar en sus pulmones y acariciarlos, cuando llego David cargado con una gran cesta repleta de rosas rojas. Se sentó a su lado y la miro largamente. Ella lo vio al poco rato de que llego, y le sonrió desde el otro lado de su abatimiento.
- Hola, David –y volvió a concentrarse en su respiración. A los minutos volvió a la realidad-. ¿Qué haces?
David sonrió más y sus dientes blancos asomaron. La luz del sol se reflejó en ellos y le quemo las retinas a Isabel.
- Por Dios, David, deja de sonreír, me quemas los ojos.
Él dejo de sonreír. Volvió a quedarse serio, mirándola, con una gran pregunta en los ojos y las manos llenas de hormiguitas rojas que se le subían. No lo mordían, eran sus amigas.
- Lo siento, Isabel –dijo con su voz sin voz. De su boca solo salían palabras, no sentimientos, no intenciones. Solo palabras huecas, robotizadas-. No quería dañar tu retina.
- No te preocupes, David –y se perdió en sus pensamientos. Desde hacía algunos años en todo Tixtle se preguntaban si David no sería marica. Nunca se le había conocido novia, y era bien sabido que cuando se fugó de casa y se perdió en Santa Ángeles y Alfaro había vivido con un chico que conoció en cuanto llego. Se llamaba Fernando Fernández, y era solo un año mayor que él.
- David, ¿te puedo preguntar algo?
- Claro que puedes, Isabel –contestó David con la mirada perdida en el horizonte verde.
Isabel tragó saliva y la sintió recorrerle el camino hasta el estómago. Se agarró a sus faldas blancas, se balanceo hacía adelante y volcó todo el peso de su pregunta tonta.
- ¿Te gustan los hombres?
David dejo de ver más allá de la vida para verla a ella e Isabel sintió que con aquella mirada le deseaba la muerte. Pero David sonrió sin mostrar los dientes y hablo con su voz más suave, aunque no dejaba de sonar metálica.
- ¿Te gustan las rosas?
Isabel se quedó callada. Le gustaban las rosas.
Cuando la tarde empezó a caer ambos seguían ahí, sentados en la orilla del mundo. No intercambiaron palabra desde la última vez que hablo David, e Isabel no tenía ganas de hablar, solo de disfrutar del atardecer color malva de aquel día. Isabel se recostó en el pasto, con los brazos cruzados tras la cabeza, y comenzó a cantar una canción de su infancia. David se acostó a su lado.
- Hoy vi un gato –dijo Isabel luego de acabar la canción.
- ¿De qué color? –preguntó David, mirando concentrado las nubes en el cielo.
- Morado –contestó Isabel, y luego de un momento volvió a hablar:- Me miro por un largo rato y luego se fue.
David la miró, de nuevo, y le tomó la mano. Se la apretó y le dijo:
- Mi más sentido pésame. Los gatos morados llaman a la muerte.
Isabel se quedó pensando en quién podía morir, y luego de pensarlo tanto llego a la conclusión de que era solo un misterio más. Se acostó de lado, mirando a David, y suspiró. Estaba feliz, ya no quedaban dudas alrededor de David. Ella sacó una rosa del gran canasto que estaba sobre sus cabezas, y la olió. Luego le paso la flor a David y este comenzó a arrancar los pétalos y a comérselos. Tenían un sabor agrio, pero dulce al mismo tiempo. El tiempo en Tixtle era demasiado bueno. Ni frío ni calor. Ellos, acostados en la llanura, podían ver el pueblo entero a sus pies. Era hermoso con sus casas de colores, su alto templo en el centro, sus doce jardines regados por el lugar. Una bandada de golondrinas paso muy bajo, cerca de ellos, y pudieron oler sus plumas cargadas de recuerdos y sueños.
- ¿Sabes? Creo que puedo quitarte esa enfermedad –dijo Isabel, sintiéndose orgullosa.
- ¿Qué enfermedad? –preguntó él.
- Esa rara que tienes, de que te gustan los hombres.
Él comenzó a reír. Se rio tanto que tuvo que sentarse y apretarse el estómago para que le dejará de doler. Lágrimas saltaron de sus ojos y se las limpió con manotazos. Cuando logró calmarse se volvió a recostar.
- No se cura.
Isabel se sintió tonta. Creía que con un beso le haría ver que las mujeres si valían la pena. Aunque si lo pensaba bien, no tenía nada de malo que le gustaran los hombres. Era solo amor, y para el amor no existen reglas válidas. Al menos no cuando se trata de amor de verdad, porque el amor es amor, y nada debe interferir con el amor de verdad si no se quiere provocar un problema mayor. Isabel se sumergió en ella, y cuando volvió a flote era otra.
- ¿Te puedo preguntar algo más, David? –preguntó ella.
- Claro que puedes, Isa.
La noche ya los abrazaba. Todo el pueblo estaba en silencio, pues era la hora de la misa nocturna.
- ¿Qué paso con Fernando Fernández?
David la miró, y en sus ojos había lágrimas.
- No le gustaban las rosas.

Texto agregado el 08-03-2020, y leído por 102 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
28-11-2021 es maravilloso q no lo vea erre q se morira de envidia como siempre Aaavedemetal
 
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