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Inicio / Cuenteros Locales / Alek_Estrellas / Cantos yacentes de una sirena rota I

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Danzando en círculos alrededor de mí. Desperté, cubierto por la sabana azul, y lo vi, desnudo, sudado, moreno, bello, y loco. Danzaba en círculos alrededor de mí: yo acostado en la cama con cabecera de hierro, como la base, en el centro de un cuarto completamente oscuro, solo iluminado por una lámpara que colgaba del techo y producía un circulo más o menos grande en el piso. En los bordes del círculo de la luz amarillenta él danzaba. Me miraba mientras bailaba, con odio, con repulsión, pero a la vez con amor. Un amor profundo. Yo sabía que me amaba porque su pecho desnudo estaba cortado en el lado del corazón: ahí estaba un hueco oscuro, chorreante de sangre, y dentro del hoyo yo veía su corazón en llamas, con dos dagas de oro clavadas en él. Sus ojos, negros como la profundidad de la oscuridad del cuarto, nunca dejaban de verme, y mientras me veían lloraban lágrimas de sangre: rojas y espesas.
Aparte las sabanas livianas de mi cuerpo y me puse en pie sobre la cama. El colchón estaba duro, y podía sentir los resortes clavarse sin piedad sobre las plantas de mis pies. Yo iba enfundado en un pijama raro: una camisa de rayas verticales amarillas y azules, un pantalón de cuadros rojos y negros. Sobre mi pecho llevaba el collar con la piedra de colores (un ópalo) que mi madre me había regalado el día de mi primera comunión. Lo mire, a él, que bailaba desde la noche anterior. Por su torso, sus piernas, sus brazos y piernas, sobre su sexo yacente corría el sudor caliente que lo empapaba, que le daba una nueva imagen. Su cabello largo, hasta el hombro, tan negro que parecía azulado, estaba abultado en gordos mechones a causa del sudor. Solo su rostro no sudaba, porque este lloraba sangre, a gotas pequeñas. Su boca, un poco abierta, lanzaba pequeños gemidos de dolor, de cansancio, de amor. Lo vi, y de mi pecho ascendió un grito que se acabó de formar en mi boca y que, al abrirla, salió:
- ¡Detente!
Se detuvo.
Me miro.
Gritó.
Sus brazos se convirtieron en ramas, ramas largas y con largos dedos que eran como ramas crecidas de la rama origin al. Y seguía gritando mientras el cabello se le caía a mechones y en su lugar crecían plumas grises y blancas; y su boca se alargó hasta convertirse en un pico naranja, y la parte blanca del ojo fue invadida por la eterna oscuridad de la pupila. Pero su pecho seguía siendo su pecho, con el corazón sangrante atravesado por dos dagas de oro. Y sus piernas las del humano. Y sobre la cabeza, vuelta ave, descendió un ángel con alas negras, con expresión de dolor, y corono al hombre ave con una corona de oro, con forma de astas de venado, largas, grandes, y enredadas. Y el hombre ave abrió el pico y en vez de una dulce canción broto el decreto de vida:
- Yo, el rey Hombre Ave, decreto que desde el día de hoy el amor está prohibido.
Y su corazón se estrujo, y sangro más, y lloró, mientras me miraba, me miraba con dolor: yo era el causante de ese decreto, yo que había rechazado su amor aquel día que caminábamos tomados de la mano por el campo de cadáveres de dinosaurios. Él me miraba con ternura, con amor, con cariño, y yo solo tenía ojos para un atardecer del otro lado de la tierra. Su mano, aún la de un humano, subió a mi hombro y me giro hasta que quedamos frente a frente. Me miro, y me dijo:
- Te amo…
Lo miré, metí la mano en mis bolsillos y saque de estos dos cadáveres de mariposas amarillas que se volvieron negras con el tiempo. Sus ojos se llenaron de lágrimas, entendía pero necesitaba que yo lo confirmara con mi voz, mi viva voz que él decía “es como los cantos yacentes de una sirena rota”.
- Lo siento… En verdad lo siento Román.

Texto agregado el 02-04-2020, y leído por 49 visitantes. (0 votos)


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