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El hombre abrió la ventana y se dispuso en la estancia recibiendo sobre la cara el aire que es propio de la estación veraniega. Sobre la mesa sólo los útiles propios de la escritura. Solventaba de ese modo- al menos momentáneamente- los problemas de soledad que le acuciaban, pues bien poco se interponía entre él y la calle. A escasos metros tenía una viga quemada, resto de una despedida de soltero, y una serie de cachivaches que mejores los hubiera en cualquier vertedero. Sin embargo, el lugar tenía gran personalidad. Atesoraba elementos muy característicos en una combinación irrepetible que sólo el tiempo y la antigüedad habían ido configurando.
Sólo en ese instante pensaba que nunca sería nada.
Alguien se había dado cuenta que el cerebro humano podía muy bien ser programado. El hombre se resistía sin saberse programado. No sabía si habría algún momento en que se sentiría tal. Siempre había pensado que eran los otros quienes sucumbirían a los cantos de sirena de la religión.

Se volvió loco el hombre majadero y se arrojó por la ventana de su cámara y se mató. Pese a la escasa altura, al caer de cabeza, se rompió la crisma y la muerte fue instantánea.
Se había convertido en un autómata- que es la palabra que designa toda esta suerte de aconteceres.
De haber sabido algo propio de su biografía no habría resultado tal efecto. La población estaba abochornada mayormente, aunque también había quien festejase acontecimiento tan inusual, que ponía emoción entre tan tristes existencias. Había entonces algarabía por el pueblo y los niños iban acompañados por los mayores al lugar de tales aconteceres.
El hombre yacía y entre la cabeza y el suelo se esparcía un charco de sangre.
Pronto acudieron- como las personas- las moscas al cadáver, hasta que, alguien, arrojó una manta sobre el cuerpo inerte.
Ya nadie molestaría al hombre. Sus pasos se dejarán de sentir sobre la tierra. No tragará más aire y se pudrirá, probablemente, en unos meses. Hasta entonces aguardaba la visita del juez. Entre moscas y expectación, su alma, quizá, estaba subiendo al cielo. También es posible que no tuviera alma y que al cielo no subiese nada más que mal olor.
De haber sabido que la muerte era aquello, posiblemente no se hubiera lanzado. La muerte era privación sensorial, pero con una leve sensación claustrofóbica. Lo de la luz blanca y los espacios abiertos era una farsa. Sólo una leve sensación claustrofóbica, previo rugir de bisagras. Eso era todo.
Pensó que, acaso- aun sin sentimiento de culpa- había recalado en el Infierno. Si así fuera- reflexionó-, tampoco era Satán tan fiero como se dijera. Reflexionó para sí que el Universo era regido por un principio de bondad y que el Infierno estaba en la tierra. Y se daba en la situación de enfermedad. De cualquier forma, echaba en falta sus dolencias y sinsabores, pues se veían acompañados, a veces, de ligeras alegrías.

Texto agregado el 03-04-2020, y leído por 76 visitantes. (0 votos)


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