Así rezaba aquel cartel misterioso. De consuno era la tienda de novelas del señor Amador. Así se la conocía, pero al parecer ocultaba un "negro" dentro- valgan la redundancia o el pleonasmo- de la literatura. El señor Amador nos pagaba con novelas del oeste de Marcial Lafuente Estefanía, tebeos de los más varios contenidos: hazañas bélicas, el tbo, el gato Pumby. Sólo teníamos que acudir a su casa con alguna idea.
A tal efecto nos reuníamos en el banco de la vieja pista multiusos de deporte, a hora fija, y, también invariablemente, a lomos de nuestros veloces ciclos. Sobre aquel banco se disponía la ventana- abierta en el buen tiempo- de la señora portera- no de fútbol, que de finca urbana.
La señora portera- por el buen tiempo, al tener abierta la ventana- dejaba oír toda la programación radiofónica que tuviera puesta aquella tarde. Como quiera que la pista- por vetusta y agrietada- no conocía balón desde hacía algún tiempo; bastaba con aguzar un poco el oído para perfilar algo de enjundia con que sufragar nuestras aficiones lectivas. Completando de esta forma un círculo vicioso; pero del que sacábamos rentas. Tampoco había que fusilar las ideas literalmente. Las cambiábamos, adornándolas. No nos resultaba difícil en aquella edad dorada de ocurrencias que era, y es, generalmente, la infancia.
Al parecer la imaginación sí ocupa lugar, como dicen que no el saber, y el señor Amador la gratificaba. Nosotros surtíamos al librero y ya él se encargaba de la segunda parte del plan. Al parecer, el señor Amador, era un intermediario de Sautier Casaseca, que a su vez era el autor de los seriales de la radio que la señora portera ponía. El caso es que no hubo queja, y de aquella colaboración espontánea se sacaban réditos y prebendas.
No sé si ocurría en muchas ciudades. De ser así teníamos al país entero con las mismas ideas dando una y otra vez vueltas.