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LA CASUALIDAD.


“Es bien sabido que los sabores y los olores nos llevan a los mas recónditos lugares de la memoria”.
Naira, nombre que en idioma quechua significa “de ojos grandes”, hija de Killari “luz de Luna” y Yupanqui “con honra” se había despertado temprano, antes del amanecer para preparar los enormes paquetes con mercadería para vender en su puesto de especias aromáticas ubicado en las calle Ibarrola haciendo esquina con José León Suarez en el barrio de Liniers.
Vivía hace mas de treinta años junto a su madre en un departamento de planta baja y contaban con un pequeño patio donde convivían una docena de pájaros en una extraña libertad, una libertad de jaulas con puertas abiertas, lo único que los retenía era la seguridad de la provisión de agua y alimento que los hacía volver cada día a su vida de barrotes. En ese patio crecían a rienda suelta una variada colección de cactus, y siempre y cuando el clima lo permitiera por las tardes se sentaba junto a su madre a tejer en el telar . La vivienda estaba ubicada sobre la calle Zelada a media cuadra de Lisandro de La Torre, barrio de Mataderos. Unas pocas cuadras, no mas de veinte la separaban de su lugar de trabajo.
A las seis y media de la mañana debía estar en la parada del 80 para llegar a tiempo y poder así tomar el interno 14 o el 35, ambos conducidos por rostros familiares de tantos años, es en esa familiaridad que se le permitía amablemente subir al colectivo a pesar de que lo hacía cargada de bolsones sin que le hicieran problemas, haciendo estos caso omiso a las quejas por las molestias que le ocasionara a algunos pasajeros.
Si bien su rostro no dejaba traslucir emociones no podía evitar que se le notara la bondad infinita que se había apoderado de ella desde su mas temprana edad.
Su destino sin descendencia debido a una infección urinaria atendida a destiempo por falta de atención médica cercana a su pueblo natal la había condenado a cierto estado de soledad, mitigada únicamente por la compañía de su madre, de la que nunca se separó hasta el día de hoy. Killari fue toda la familia que Dios puso en su camino, su padre Yupanki había fallecido muchos años atrás cuando ella entraba a la adolescencia, categoría etaria que en la puna se traducía en el mejor de los casos en temprana juventud, es que allí no había espacio para dudas existenciales, se era niño o se era adulto.

Era media mañana cuando el frío que la acechaba a ella y a sus compañeros de feria hizo que una fuerte contractura en el cuello le impidiera atender de buen modo a su clientela, estaba molesta e incómoda. El dueño de una pequeña cadena de restaurantes étnicos de la capital quien conocía hacía tres años a Naira notó la dolencia y ofreció ayudarla, fue hasta el quiosco ubicado en la calle Montiel y Rivadavia y le compró tres barritas de azufre para calmarle la tortícolis, Naira agradeció el gesto a Don Carlos y en compensación le obsequió una bolsita de chuño (papa deshidratada), sabía ella que era para su uso personal, de esa manera el favor estaba pagado y no debía nada mas que la amable actitud y el buen gesto del hombre. Soportó el dolor hasta que aflojaron las ventas, se sentó en un cajón jaula de verduras que generosamente le provee a diario don Quispe el verdulero de la feria, y se frotó a modo de masaje el cuello con la barrita. Como es sabido o al menos así lo afirma la creencia popular ésta se parte cuando deshace la burbuja de aire alojado entre los huesos y el tejido muscular, no sé, lo cierto es que cuando sucede se tiene la extraña sensación de que algo está pasando dentro del cuello, justo en el lugar del dolor. Dudo internamente que tenga asidero científico, siempre pensé que es una creencia alojada en lo profundo del imaginario popular, pero parece que a muchos les da resultado, será quizá una cuestión de fe, de esa fe que carezco.

Conocí a Naira en una de esas incursiones turísticas que recomienda la oficina de turismo de la ciudad de Buenos Aires, fui con un bagaje de prejuicios, las fotos que pude ver en mi computadora me ofrecían en apariencia y solo en apariencia un paisaje de pobreza, suciedad y de un contacto físico casi obligatorio dado por el amontonamiento de personas que en su afán de mirar y comprar se agolpaban sobre las mesas que exhibían la mercadería. Vencida esa primer barrera de la primera impresión me dediqué a formar parte de la masa y me dejé llevar. Cuando llego a una esquina aprovecho para salirme un poco de esa marea humana y encender el tercer cigarrillo de la mañana, pero no logro que la chispa del encendedor produzca la magia de la llama. Después de varios intentos fallidos miro a mi alrededor en busca de la asistencia de algún fumador ocasional y veo a quien con el tiempo llegaría ser mi mejor amiga. Ella fumaba un grueso cigarro que intuyo había sido bien largo solo por una cuestión de relación, de equilibrio de las formas, y que luego de varios minutos de estar encendido aún rozaba los diez centímetros. Desconocer los usos y costumbres de los pueblos andinos y su manera de relacionarse hizo que me acerqué a ella con exagerado respeto,
acción que transformó su seriedad de piedra en una abierta sonrisa y me devuelva en simbólico abrazo las fraternales cuatro palabras cómplices, “pues señor, échele braza”. Le agradecí y seguí adentrándome en este misterioso mundo de olores, colores, de palabras extrañas y desconocidas de la lengua quechua que flotaban en el aire que me hicieron sentir extranjero en mi país, sin pretenderlo terminó siendo un viaje a un mundo misterioso y desconocido. Me volví a casa munido de unas cuantas bolsas con productos casi desconocidos para mi, salvo algunas excepciones de las que tenía noticias pero que nunca había probado, compré un surtido de variadas papas, maracuyás, papayas, habas, jengibres, limas y ajíes de todo gusto y tamaño. De regreso a casa me felicité por haber tomado la sabia decisión de dejarme llevar y meterme en ese misterioso mundo, por un momento me sentí atormentado preguntándome cuantas cosas me había perdido al haberme dejado seducir por los prejuicios, pero esta vez gané, me gané.

Naira frotó la barrita de azufre por la parte de atrás de su cuello, justo por donde mas le dolía y en cuestión de unos pocos segundos sintió un cric interno y el crac de la barra, de golpe y como por arte de magia giró de un lado al otro su cabeza, el dolor había desaparecido. Pero un impulso la llevó a oler profundamente el azufre y lloró. La niñez se le vino encima, el pasado abrió las compuertas y una catarata de bellos recuerdos la inundó, se sintió reclamada por ellos y se sumergió casi sin poder respirar pero con la confianza de sentirse en casa, con los suyos, en su Caipe amado de la puna salteña que la cobijó hasta que llegó el destierro.

Emprendimientos mineros crecieron en la cordillera andina a merced de la inauguración del ferrocarril llamado Ramal C-14, que unía Salta capital con Socompa en en límite con Chile como última parada del lado argentino con un recorrido de 570 km, y de allí recorre del lado chileno varios parajes y poblados hasta llegar a Antofagasta, ciudad portuaria que se recuesta sobre las aguas del Pacífico. Esto permitía que todos los productos del noroeste argentino alcanzaran las orillas del Pacífico prescindiendo del Atlántico como ruta de comercialización a los países asiáticos, evitando los puertos de Rosario o Buenos Aires abaratando sensiblemente los gastos de fletes, sellados e impuestos. El Ramal C-14 daría un enorme impulso a la región. Fue inaugurado en el año 1948 durante la primera presidencia de Juan Domingo Perón. Como dato de color el Ramal C-14 forma parte del recorrido del románticamente llamado Tren a las nubes. Retomando la historia quiero contarles que Caipe hoy sigue existiendo solo como estación ferroviaria, un pequeño paraje en el medio de la nada, y cuando digo nada quiero decir literalmente nada. Es que Caipe solía ser una pequeña pero pujante ciudad que creció de la mano de la mina de azufre “La Casualidad “que se ubicaba en un cerro emplazado justo en el límite con Chile. Desde la bocamina llamada “La Julia” se transportaba por un cable carril de quince km de recorrido en vagonetas colmadas del mineral hasta el campamento minero, y de allí en camiones hasta Caipe, donde lo esperaba el ferrocarril General Belgrano. El pueblo fue fundado en 1951 y poblado casi de inmediato por peones, ingenieros , expertos en minas, mujeres y niños. De la nada la prosperidad había llegado levantando un refinado hotel para los ingenieros y funcionarios, confitería, escuela primaria y secundaria, iglesia, cine, teatro, cancha de futbol y de básquet, oficina postal, luz, gas teléfono, agua corriente, cloacas y acceso por ruta. Eso fue Caipe, allí nacieron, crecieron, se educaron y trabajaron casi tres mil personas hasta su prematuro cierre definitivo en el año 1979. Un pueblo fundado en la confianza de mirarle día a día la cara al progreso, de crecer exponencialmente ante la bonanza del mineral, hasta que un nefasto día se firmó en las oficinas del ministro Martínez de Oz su certificado de defunción sobre el fundamento de que era mas barato importar el azufre al Japón que extraerlo. El nuevo proyecto de país impuesto por la dictadura militar con el general Videla a la cabeza había dejado fuera de juego estas incursiones mineras y tantas otras cosas que hacían al desarrollo de la economía, al desarrollo de la industria y al bienestar de su pueblo. Era mas barato importar que producir, esta entre otras estrategias funestas hicieron que fuera el final para Caipe y para toda su población. Los habitantes fueron obligados con la prepotencia de las armas a subirse a camiones del ejercito para lograr el total desalojo, y fue así que en horas fueron trasladados hasta la ciudad de Salta capital. Despojados de toda pertenencia, solo lo puesto, se encontraron de un momento a otro sin vivienda, sin hogar, sin muebles, sin amistades, sin trabajo, sin nada, el pueblo quedó absolutamente vacío, desalojado y nadie se atrevíó a reclamar, los sacaron a punta de fusil y fueron abandonados a su suerte. Muchos se esparcieron por los alrededores intentando el trabajo golondrina en las fincas de la región y en provincias aledañas, pero despojados de toda dignidad.
Otros se establecieron en pequeñísimos poblados perdidos en los cerros de cuarenta a cincuenta habitantes, construyeron pequeñas chozas en las laderas y se dedicaron a la cría de guanacos y vicuñas que los proveían de lana para el abrigo, leche y carne acompañado de algunos sembrados para balancear la dieta alimentaria, y muchos años después con la llegada del turismo y Tren a las Nubes mediante, se dedicaron luego de enormes sacrificios y desventuras a la venta de artesanías, tejidos hechos con las lanas de sus animales, alfarería y diversos recursos apreciados por los visitantes. No obstante la mayoría partió con destino incierto a Buenos Aires a colaborar con el crecimiento poblacional de las villas miserias.
Naira y su madre formaron parte de este desgraciado grupo de migrantes.




Es curioso como los caminos de las personas se cruzan misteriosamente, y a los ojos del desprevenido “caprichosamente”.
Trabajo en el rubro del transporte escolar desde hace muchos años, estoy establecido en el barrio de La Boca, un poco por azar y otro poco por cuestiones laborales. Ingresé como voluntario al cuerpo de bomberos de Burzaco, y a pesar de tener mi lugar de residencia familiar allí fui destinado junto a otros compañeros a la ribera para cubrir vacantes causadas producto del fallecimiento de siete voluntarios en un siniestro ocasionado en un depósito de maderas sobre la calle Magallanes en el año setenta y ocho.
Pues mientras transitaba mi segundo semestre de voluntariado y harto de viajar a La Boca todos los días me terminé mudando a una habitación compartida con un compañero en una pensión que disponía el cuartel fruto de una donación hecha por el artista Benito Quinquela Martín. Al tiempo y después de haber hecho amistad con mi camarada recibí el ofrecimiento de su padre para cubrir un puesto como chofer de uno de sus micros escolares, y dado que al momento estaba viviendo de changas acepté el trabajo sin dudarlo un instante. Pasaron los años y como ya sabemos una cosa lleva a la otra y terminé siendo propietario de una unidad, y luego una segunda. Hoy sigue siendo mi oficio, mantengo mi pequeña empresa pero asociado con mi hijo Ramón quien le ha traído aire fresco a la firma y me permite gozar de ciertas libertades que me liberan de algunas responsabilidades y me permite disponer a mi gusto de horarios y días libre para enriquecer mi pasar por esta vida, ejemplo de esto fue el paseo a la feria andina.

Volví, por esas cosas de la vida volví, supongo que ese lugar representó en mi cabeza el mojón del km 0 en donde por primera vez en mi vida adulta me enfrenté a mis prejuicios y los vencí; volver a recorrer esas mágicas calles levantaban mi estima. Sentí que al haberme habilitado a inmiscuirme con ellos me podría nutrir, aunque esas personas tenían vidas tan diferentes a la mía que a simple vista parecía imposible encontrar puntos de conexión, pero confié y me entregué a la experiencia. Me bajé del colectivo en Rivadavia y caminé por Montiel en dirección al sur, ese día para mi sorpresa se celebraba la adoración de la Pachamama. Me anoticié que el ritual se lleva a cabo el primer día del mes de Agosto. Se dice de ella “es una deidad protectora y proveedora que cobija a los seres humanos, favoreciendo incluso la fecundidad y la fertilidad. Es también una deidad inmediata y cotidiana que actúa por presencia y con la cual se dialoga, ya sea pidiéndose sustento o disculpándose por alguna falta cometida en contra de la tierra y por todo los que nos provee. A cambio de esto reclama en una suerte de reciprocidad comida y bebida, la Pachamama tiene hambre frecuente y si no se la nutre con ofrendas o se la ofende de alguna manera provoca enfermedades”.
El clima festivo me cautivó y me conectó con la alegría, iba a prender un cigarrillo cuando recordé aquel encuentro fugaz con Naira y decidí postergar la acción. Caminé las dos cuadras que me distanciaban de ella y cigarrillo en mano le pregunté si tenía fuego, me miró por el rabillo del ojo y por su sutil sonrisa supe que me había reconocido, acercó sus manos con un fósforo encendido y me volvió a decir “pues señor, échele braza”. Aspiré la primera pitada y le regalé una sonrisa en señal de agradecimiento, ella respondió asintiendo con la cabeza y antes de que continúe la marcha me dio conversación, la que no rehusé, gracias a Dios. Todas las semanas me hacía un rato para ir a visitarla, a veces me llegaba a su puesto con un café cortado con leche y muy azucarado, así le gustaba a ella y entre conversación y conversación nos contábamos cosas de la existencia de cada uno. Fue así que se enteró que yo tenía un colectivo, y aunque en ese momento el dato pasó de largo unos meses después cobró enorme protagonismo en nuestras vidas.

Ya llevábamos un año de ir y venir en esta relación de amistad cuando un domingo por la tarde me llegué de visita por su casa con pastelitos de membrillo y de batata, sus preferidos y ronda de mates mediante ella y Killari, su madre me fueron contando entre suspiros, sollozos, enojo y resignación la dolorosa historia que cargaban sobre sus hombros. Mientras escuchaba el relato se me iba cerrando la glotis y terminé atragantándome con un bocado de pastelito que tuve que empujar con dos mates uno detrás del otro, las mujeres pasaron del dolor de sacar a la luz su infortunio al susto y casi de inmediato terminamos riéndonos los tres de mi desgraciado momento. Esa misma tarde Naira me contó que se mantenía en contacto por redes sociales con una veintena de vecinos y familiares oriundos de Caipe, habían armado un Facebook llamado La Casualidad en honor al pueblo donde fueron felices, lo que les permitía tener un trato frecuente. Casi al ponerse la tarde me contó que había tenido un sueño dentro de otro sueño. Su sueño original y el de muchos casualinas y casualinos era poder volver alguna vez a su tierra, algunos dudaban poder soportarlo y otros directamente se negaban, habían jurado no volver jamás. Y el sueño dentro de ese sueño me incluía, me dijo que unas noches atrás se había despertado sobresaltada con la imagen de estar dentro de mi colectivo llegando a Caipe junto a su madre.
No voy a negar mi sorpresa, pero lejos de esquivar la subliminal propuesta me sentí en la necesidad de alentarla, le pedí que lo tome en serio y se ocupe de organizar el viaje, ofrecí desinteresadamente el vehículo y cubrir de mi bolsillo los gastos de combustibles, no es que me sobrara el dinero pero no haría mella en mi economía, no sería la primera vez que me fuera de viaje con el micro, lo tomaría como una vacación, además ya estábamos en los umbrales de la primavera, si, lo tomaría como unas vacaciones, no conocía Salta y mucho menos había hecho en mi vida un viaje a las emociones.

Tres o cuatro días después Naira llama a casa y me cuenta que el sábado a la noche se reúnen en en club La Fraternidad de Liniers las veintiséis personas que forman la comunidad de Facebook, había convocado a una reunión con carácter de urgente y solo había dejado deslizar algunas líneas de su proyecto, las suficientes para entusiasmar al grupo pero no entró en detalles para que nadie llegara con preconceptos.
Me preguntó si quería participar, que en realidad le gustaría contar con mi apoyo pero no quería ponerme en el compromiso de asistir, en todo caso que si las aguas seguían su curso y yo quisiera que lo hiciera en la siguiente reunión. Lo que Naira no sabía es que yo estaba tan entusiasmado como ella, no me movía la misma emoción pues desconocía yo el íntimo y verdadero significado de sus vivencias, pero si lo hacía el hecho de ser protagonista en primera persona, a estas alturas la posibilidad cierta del viaje se estaba transformando en una obsesión que ocupaba gran parte de los pensamientos de mis días.
Llegó el esperado momento, llegué cuando ya habían ocupado sus sillas la mayoría de los convocados, ahí me anoticié que no todos eran argentinos, había peruanos, chilenos y en su inmensa mayoría bolivianos, incluida Naira, solo seis criollos. Ella tomo la iniciativa y expuso su idea de darle forma al viaje, y para mi sorpresa decidieron por unanimidad aceptar el desafío, pues era un desafío, claro. Lo primero que quedó decidido fue el tema del transporte que quedaría a mi cargo, pero con la salvedad que se negaron a que yo corriera con los gastos de combustibles, quien mas quien menos todos tenían la posibilidad de asumir ese costo, y si alguno tuviera dificultad en hacerlo pues ellos absorberían la parte en cuestión. Incluso propusieron asignarme un dinero equivalente al jornal al que yo estaba acostumbrado a ganar dentro de mi actividad, me negué rotundamente, y les explique que a mi el proyecto ya se me había hecho carne y que si les cobrara un solo peso lo único que lograrían era que no me sintiera parte de ellos. Salvado este temita, los “viajeros” se repartieron tareas, había que poner fecha de partida y de regreso, cuantos días permaneceríamos en Caipe, que lugares se iban a visitar, donde alojarse, etc. etc.

Mi vida estaba tomando un giro inesperado, si bien tengo una existencia sin sobresaltos que de hecho agradezco debo reconocer que la monotonía se fue apoderando de mis rutinas diarias, trabajaba cuatro días a la semana, iba domingo por medio a la cancha a ver a Boca, me reunía los miércoles en el bar del zurdo a jugar al truco o al chinchón, ese era el único momento en que me permitía tomar unos tragos con los compañeros de mesa, los viernes después de trabajar llueva o truene iba inexorablemente al club a jugar pelota paleta, pero fuera de eso me esperaba la televisión o la radio, dependiendo del día o de la hora, y la soledad. Mi hijo me llamaba casi todas las tardecitas y en general solo me hablaba de trabajo, y si mi nieto se enteraba que yo estaba del otro lado de la línea le robaba el tubo al padre y me contaba sus novedades del jardín, que la señorita, que Pedro, que Brian…, fuera de esta rutina estaba atravesando una meseta emocional que me estaba anestesiando, que me alejaba del resto, de lo que me rodeaba pero que no alcanzaba a avizorar. Creo que una parte de mi me abandonó desde que enviudé, no es que haya perdido interés en las cosas lindas de la vida, pero la pérdida de mi compañera hizo que ese interés se vea ensombrecido, no estaba preparado para disfrutar solo, tantos años juntos… todo lo vivido fue a su lado, lo bueno y lo malo, de todo sacábamos enseñanza, todo lo que nos pasaba se hablaba, lo procesábamos juntos, juntos planeábamos viajes, visitas, salidas. Había entre nosotros un común denominador que dan los años de buena convivencia, nos habíamos desteñido uno al otro pero sin por ello perder nuestra propia esencia, éramos dos individuos que recorríamos el camino asistidos por la certeza de estar uno y otro en buenas manos. Candela me dejó cansada de luchar y rogando que la suelte, falleció hace ocho años en el Hospital Argerich, y cada vez que tomo el 64 para ir al centro bajo la cabeza, cuando paso por la puerta me persigno, cierro los ojos y la saludo en silencio, trato de personificar en mi mente su imagen, generalmente la recuerdo muy jovencita, fresca, alegre, me niego a recordarla enferma, me es intolerable. Candela fue mi gran amor y con su partida cerré el capítulo, ya no volví a sentir interés por ninguna otra mujer, ella fue mas que suficiente para esta vida.
La llegada de Naira corrió con esa ventaja, yo no veía en ella a una mujer, sino a un ser sufriente y luchador, en poco tiempo llegamos a ser buenos amigos, buenísimos, veníamos de mundos diferentes, pero nos unía de alguna forma y por distintas razones “una vida en pausa”, a ella el destierro y a mi la partida de Candela, los dos sufríamos la amputación de una parte del alma, definitivamente eso nos hermanó. Cada uno construyó y alimentó la amistad a su manera y con las pocas herramientas que contábamos intentábamos ayudarnos a sobreponernos e iluminarnos, ese fue el motor de nuestra amistad.

Saldríamos el 21 de diciembre por la mañana temprano, apenas asomara el sol, habían escrito carta al arzobispo de Salta pidiendo autorización que les fue concedida para hacer uso de la capilla de Caipe la utilizaríamos como dormitorio y base de operaciones, a pesar de desconocer el verdadero estado de las instalaciones, hacía años que estaba cerrada. Pasaríamos tres días y dos noches en el lugar emprendiendo el regreso la mañana de Navidad. Por mi parte me hice preparar un buen porta equipajes ya que íbamos con el pasaje casi completo y necesitaríamos lugar para el bagaje. Contaríamos además con un salvo conducto otorgado por el ministerio de Cultura del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires que nos ayudaría a resolver cualquier inconveniente que se presentara en el viaje debido a que la travesía había sido declarada de Interés Cultural y Humanitario. El ministerio dispuso además que un equipo de dos camarógrafos y un documentalista formen parte de la caravana con la intención de plasmar en un corto metraje la experiencia, fue increíble como prácticamente de la nada me encontraría yo inmerso en semejante experiencia, inimaginable por cierto.
Durante tres meses las reuniones en La Fraternidad se sucedieron, normalmente se desarrollaban una vez al mes y cuanto mas se acercaba la fecha de partida se repetía cada quince días. Por las redes se establecía los temas a tratar en la reunión siguiente para no dispersarse del objetivo, se llevaría un libro de actas donde se establecerían las conclusiones y logros. Entre otras cosas se había formado una comisión directiva formada por tres viajeros, otra comisión que se encargaría del aprovisionamiento referido a la alimentación para cubrir los requerimientos del viaje, incluso esta comisión había presentado con éxito al grupo la propuesta de acopiar una determinada cantidad de alimentos no perecederos para obsequiar y llevar asistencia a los comedores de las parroquias de los pueblos vecinos, quizá movidos por la buena predisposición del arzobispo que les había cedido el alojamiento. Otros se encargarían de contactar a viejos familiares y amigos que habían dejado de ver y que habían quedado en Salta, en Bolivia, en Chile y hasta en Perú, la idea era que el que pudiera se acercara a Caipe para festejar la Nochebuena en la parroquia, que ante la ausencia de sacerdote en la abandonada parroquia llevarían una misa de gallo grabada en un cassette para regalarle una caricia al corazón, no todos eran creyentes, pero tenían la apertura suficiente para entender y aceptar la necesidad de los que si lo eran. Ya mas cerca del esperado viaje en una de las reuniones a alguien se le ocurrió intentar obtener donaciones de juguetes para llevarles una alegría a los changuitos por la Navidad, se curso pedido acompañado de todos las explicaciones del caso a los comerciantes mayoristas vecinos de Ciudadela, y fue tan buena la respuesta que puso en peligro la capacidad de carga del colectivo.

Candela se me apareció en sueños, la soñé sentada en la butaca que ocupaba como preceptora cuando recogíamos a los chicos para llevarlos al colegio o cuando los traíamos de regreso a sus hogares. La vi mezclada con el pasaje como una mas del grupo, cantando y participando junto a Naira y a todos los demás, el viaje era una fiesta, y yo era feliz. Despertarme me hundió en la tristeza, me vi revolcado en la soledad, reponerme me llevo varios días, me costaba pasar bocado, tenía el estómago cerrado. Le conté mi experiencia a mi buena amiga y su visión de las cosas me devolvió a la vida, ella lo percibió como un buen augurio, me aseguró que Candela entró a mi sueño en señal de aprobación, y yo le creí, como no hacerlo. Al día siguiente me desperté con hambre y con ganas de ver el sol. Tomé unos mates con tostadas y me fui con el colectivo al taller de Aníbal para que haga unos ajustes y revise los frenos para salir tranquilo a la ruta, solo por control porque estaba seguro que no necesitaba nada importante. Aproveché a cambiar la batería y hacerle cambio de aceite y filtro, todavía estaba dentro de la garantía de los diez mil kilómetros y no necesitaba hacerlo pero el viaje sería largo y no quería hacer esos menesteres en ningún lugar que no sea de mi confianza, compre lentes de sol, una gorra (jamás había tenido una), protector solar, dos toallas nuevas un poco de ropa y algunos que otros enceres que me harían falta, quería dar una buena impresión, y además me estaba haciendo falta renovar algunas cosas. Conversando con los compañeros de viaje nos reíamos porque a todos quien mas quien menos nos había pasado lo mismo.

Llegó la última noche en Buenos Aires, al día siguiente emprendíamos partida, la llamé a Naira con la intención de ver como iba con los preparativos y me dijo que temblaba de emoción pero también de miedo, había tomado conciencia que estaba a punto de meter la cuchara en el tarro y empezar a revolver recuerdos, hermosos por cierto pero por el momento el que se imponía sobre todos era el verse en la situación de estar siendo desalojada a punta de fusil de su propia casa junto a su madre y subida a los gritos al camión del ejército que las abandonaría a su suerte en la estación de Salta, se vio con sus inocentes catorce años cocidos a fuego fuerte transformándose en poco tiempo en una mujer incrédula.

21 de diciembre, llegó el día, nos reunimos a las seis de la mañana sobre la avenida Rivadavia a metros de Montiel y frente a la estación de Liniers. Llegué acompañado de Esteban, mi hijo quien insistió en venir a despedirme y poder así conocer a las personas que me habían dado una poderosa razón para salir del tedio de la rutina y volverme a proyectar, quiso ver de cerca “el milagro” como bautizó a toda esta gente, y no estaba lejos de la realidad, ellos me habían devuelto la chispa.
Cargamos los bolsos y valijas en el techo y antes de subir Esteban se ocupó de sacarnos fotos al grupo con todos los celulares disponibles, me fundí en un abrazo con él y por primera vez después de muchos años sentí la conexión de la sangre, me emocioné al punto de que se me aflojaron las piernas y casi caigo de rodillas, pero me asió con fuerza de las axilas durante los pocos segundos que necesité para recuperarme de la emoción. Una vez que estuvimos todos ubicados empezó a sonar la orquesta, “la sandía” un viejo pero eficiente equipito de música inauguró la travesía con canciones de Los Palmeras. Allá vamos pues…




Tardamos veintiséis horas en llegar a Salta y aún nos faltaban poco mas de quinientos kilómetros para llegar a destino. Nos aprovisionamos de cigarrillos, unas cuantas botellas de agua y pusimos proa en dirección al último tramo. El silencio fue el protagonista, todo el clima festivo que nos acompaño desde la partida hasta Salta se llamó a retiro dejando lugar a las luces y sombras de los pensamientos, sobraban las palabras, cada uno estaba inmerso en sus emociones. En lo personal nada me unía al lugar de destino pero lo hice mío, en ese micro había una comunión de almas de la que quise , deseé, necesité sentirme incluido. El camino era la entrada a un mundo de fantasías, atravesamos mares de sal y ojos de mar (así llamaban mis compañeros de viaje a las enormes salinas y a los oasis de agua dulce) que estaban habitados por flamencos rosados, coladas de lava que atravesaban la ruta, guanacos y vicuñas por doquier que habían establecido en este territorio su domicilio natural, en el medio de la nada, con el viento como único sonido. De pronto ocupando parte de la ladera del cerro y la planicie apareció ante nuestra absorta mirada la imagen fantasmal de una ciudad muerta y en estado de descomposición, calles vacías, casas sin techos, una pequeña escuela de la que solo quedó un aula en pie, allí dormía el sueño eterno en el olvido de los saqueos un desvencijado pupitre junto a un pizarrón que alguna vez fue negro y del que solo quedaron algunos rastros de pintura desnudando la madera, juntos parecían la triste fotografía de una madre y su pequeño hijo, ambos condenados al olvido, a la nada. La capilla despojada por dentro y por fuera, un gran tablón de madera carcomida por las inclemencias del tiempo hacía las veces de puerta y una sola cruz de hierro de dos metros de altura amurada a la pared indica que ahí hubo alguna vez un altar. De las viviendas no quedaron puertas ni ventanas, ni los techos de chapa, solo huecos producto del saqueo de los pobladores de los pueblos cercanos, nada quedó en pie mas que la mampostería. La sensación era que por este lugar paradisíaco habían pasado las siete plagas de Egipto, y sumado a ellas terremotos y huracanes, literalmente era el cadáver de lo que alguna vez fue una ciudad pujante y en pleno crecimiento.
Si hay algo mas profundo que el silencio es ver a alguien enmudecido de dolor, abrir la boca solo les hubiera servido para gritar el desgarro de lo que era y ya no es ni, será. Solo para comprender ese desgarro hice el ejercicio de imaginar que al incorporarme del asiento y aprestarme a bajar del colectivo me estuviera tendiendo la mano Candela acercándose a mi con un pie en el estribo, con la salvedad que Candela era solo un saco de huesos sin vida, solo una marioneta destartalada. Mis compañeros de viaje se dispersaron en grupos supongo que por afinidad sobre la planicie y empezaron a caminar en dirección a la calle principal, muchos iban tomados de la mano para darse fuerzas, otros mas solitarios seguían de atrás a la mayoría deteniéndose a contemplar el paisaje y los animales que se acercaban a ellos , pero evitando mirar las ruinas, uno de ellos no dejaba de maldecir y maldecirse por haber venido hasta aquí hasta que cayó de rodillas y rompió en llantos, pensé en acercarme a consolarlo pero me pareció inapropiado, lo dejé descargar su dolor.
Durante casi una hora me mantuve a cierta distancia del grupo para respetar esa intimidad en la que yo no tenía lugar, no era mi historia por mas que que intentara solidarizarme. Procesada como pudieron la primera impresión me llamaron a compartir, me fueron paseando por lo que fue la casa de uno y de otro, el colegio, el club, el cine, la escuelita, el colegio secundario, la estación, en fin, me hicieron parte, me regalaron su dolor pero también sus recuerdos y anécdotas. Ya cuando bajaba la tarde nos instalamos en la capilla, el obispado de Salta nos había proveído de colchones y mantas, al igual que una cocina con tres hornallas y una garrafa, veinticinco bidones de cinco litros de agua cada uno para cocinar, lavar y asearnos, todo eso fue a parar adentro del colectivo y lo que no entro fue arriba.
Entre todos preparamos un guiso acompañado de pan con grasa para que dure fresco toda la estadía comprado en la última parada del viaje. No teníamos mesa pero nos acomodábamos como podíamos, algunos sentados en el piso, otros parados. La noche nos sorprendió presos del cansancio del viaje, y salvo alguno que otro al que los sentimientos lo atormentaban todos nos quedamos dormidos en minutos. Al día siguiente fuimos por la mañana a visitar el cementerio, fue un momento durísimo para muchos de los que habían dejado a sus familiares allí, habían pasado cerca de treinta y cinco años sin haber vuelto a visitarlos, algunos recordaban la ubicación de la tumba del fallecido, pero muchos otros no, habían visitado el campo santo siendo muy niños y no tenían certezas, por lo que muchos improvisaron y eligieron cruces al azar para rendir homenaje, sus muertos entenderían, les habían llevado flores de papel y de plástico como ofrenda, Killari no dudo y fue directo a la tumba de Yupanki, se mantuvo en cuclillas un buen rato, susurraba en quechua, cada tanto secaba sus lágrimas y se sonaba la nariz a causa de la congestión nasal que le producía el pesar del reencuentro, Naira la dejó tranquila hasta que se incorporó, recién ahí se acercó a su madre y se fundieron en un abrazo eterno con la mirada puesta en la tumba, el viento les levantaba sus cabellos lacios y negros dejándolos suspendidos en paralelo al suelo produciendo una imagen metafórica, como si el alma olvidada de Yupanqui en estas tierras pudiera por fin partir en vuelo rasante, tantos años esperando volver a verlas… Es que él no alcanzó a vivir la violencia del desalojo forzado hasta que Killari lo puso al tanto en ese momento de los acontecimientos.
Regresamos al campamento, almorzamos casi en silencio, solo algunas conversaciones en voz baja en actitud improvisada como señal de respeto por los que se fueron y por la congoja silenciosa de algunos de los del grupo. Algunos descansaron una breve siesta y otros salimos de caminata, el paisaje era arrollador, cerros y mas cerros despojados de vegetación, un sol rabioso color blanco y resplandeciente, luego me enteré que la falta absoluta de humedad hacía que esa luz y ese cielo fueran tan diáfanos, incandescentes. Volvimos a recorrer las ruinas de la ciudad y a medida que caminábamos iban contando historias, anécdotas y leyendas sobre milagros y maldiciones. Luego de dos horas de caminata regresamos, y para alegría nuestra nos recibieron con mate y tortas fritas, la tarde se fue casi sin darnos cuenta y comenzamos a prepararnos para recibir la noche buena. Lo primero que hicimos fue ir en procesión portando la virgencita de la Inmaculada Madre del Divino Corazón que tiene por único ropaje una túnica blanca y un rosario colgando de su mano, la apoyaron sobre una tarima con cabos de madera saliente para ser llevada en andas por cuatro peregrinos. Fuimos detrás de la virgen rezando las plegarias de rigor hasta llegar a la estación del ferrocarril y una vez llegados se le pidió a la virgen que les de fuerzas para volver, el viejo cartel de la estación Caipe que aún mantenía su nombre escrito a pesar de la falta de pintura le daba una pincelada de esperanza al ruego. Cumplida la misión, regresamos al campamento y tal como se había planeado se reprodujo en el viejo equipo de música la misa de Gallo grabada en un cassette. Una vez concluida nos fundimos en un abrazo colectivo, lejos de sentirme sapo de otro pozo sentí que ese también era mi lugar, no Caipe, sino esta hermosa gente, mis nuevos amigos del corazón, me hubiera gustado haber compartido el momento con mi hijo Esteban, quizá si volvemos lo traiga conmigo.
La mañana de navidad nos despertó con el fuerte silbido propio del viento, una nube de polvo cubría el paisaje, por lo que el desayuno se hizo mas largo de lo esperado, cuando el viento calmó desarmamos campamento, cargamos los bártulos y una vez terminada la diligencia nos reunimos en ceremonia frente a la capilla a dar gracias a la Pachamama diosa del aire, de la tierra, el agua y el fuego. Se le hizo la ofrenda de rigor con alimentos, dulces, vino, maíz y hojas de coca, finalizada la ceremonia nos subimos al colectivo para emprender el regreso a Buenos Aires, no sin antes recorrer y mirar por las ventanillas lo que alguna vez fue y ya no es. Otra vez el manto de silencio lo cubrió todo, solo algún sollozo, alguna tos o algún suspiro, pero no hubo palabras ni las habría por horas.
Llegamos a Liniers casi a la media noche del veintiséis de diciembre inundado con la idea de que uno solo ama lo que conoce, y yo los había conocido, sentí una profunda hermandad con muchos de ellos, digo también que encontré en Naira lo que muchos pasan por la vida sin conseguir, una amistad pura, en Killari encontré la paz y la bondad de una madre que no era la mía pero podría haber sido la de cualquiera de nosotros, hay personas que nacieron para querer y cuidar, Killari era un ángel.
Nos despedimos con emoción y agotados por el viaje y la experiencia.

Pocos semanas después nos reencontramos en La Fraternidad, no faltó nadie, reímos mucho, bailamos, comimos y tomamos vino hasta que nos encontró el alba. Pero mas allá del festejo se esbozó la idea de volver a hacer el viaje en diciembre próximo, de mas está decir que la aprobación fue unánime, la consigna fue “Nativos de La Casualidad, Volveremos”

FIN.


Nota: Queridos lectores, este cuento es solo una narración recreada de una historia verídica, los personajes, sus nombres y situaciones son propiedad de mi imaginación, pero la mina “La Casualidad” no, la mina existió, Caipe existió y existe, hoy es solo un paraje del ferrocarril Gral. Belgrano., la ciudad en ruinas es una realidad, la historia del destierro a manos del ejercito cumplimentando una orden de la junta militar en el año 1977 es absolutamente real, el viaje a La Casualidad en colectivo de esta veintena de personas a su tierra también existió y sigue existiendo, pues se repite todos los años en la misma fecha desde el 2005 hasta la actualidad. Vuelven con el claro objetivo de lograr que La Casualidad sea declarada Patrimonio Histórico, ¿lo lograran?, de todo corazón espero que si.

Si a alguno de ustedes le interesa esta historia les dejo el link del corto metraje filmado en 2018 donde se plasmó el viaje desde Buenos Aires hasta La Casualidad, incluido el viaje de vuelta. Desde que lo vi tuve la necesidad y el impulso de ser parte de la historia y no me quedó mas opción que involucrarme desde el lápiz y el papel

https://vimeo.com/273426362

El nombre del corto es “Que no daría yo por la memoria”, fuerte abrazo!!!

Ricardo Cohen, mayo de 2020.









Texto agregado el 03-05-2020, y leído por 63 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
03-05-2020 Confieso que quedé atrapado, desde el comienzo del exquisito relato. Estimado Ricardo, lograste transportarme a "tierra adentro". La infinidad de detalles, dan los necesarios condimentos, para atraer al lector. MIS FELICITACIONES. Shalom amigazo (van mis *) Abunayelma
 
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