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Un prestigioso comerciante había adoptado a un pequeño rapaz que con el tiempo se transformó en su brazo derecho. El negocio prosperaba y todo funcionaba a las mil maravillas. Pero, de pronto, las cifras no comenzaron a cuadrar y pese a que las ventas aumentaban y la clientela los elogiaba por su calidad, seriedad y compromiso, los ingresos no eran los esperados. Hasta que un día, el comerciante se dedicó a revisar las finanzas y constató que se estaba produciendo una enorme evasión. Desconfió entonces de su contador y le recriminó. Pero el hombre, segurísimo de su honestidad, le solicitó que revisara sus libros y, no encontrando nada oscuro en sus números, le pidió excusas y, con el corazón acongojado, llegó a la triste conclusión que su hijastro algo tenía que ver en este descalabro.
Las cosas continuaron empeorando, tanto así que el comerciante, para reducir costos y con un inmenso dolor en su corazón debió despedir a varios empleados muy valiosos. Mas, no tocó a ese hijo adoptivo, porque, a pesar de todo, se negaba a creer que él estuviese cometiendo estos delitos.
Tan catastróficos fueron los balances de los meses posteriores que el comerciante debió hacer tripas de su corazón y llamando a todos sus empleados, les anunció que en muy poco tiempo, aquel prestigioso negocio cerraría para siempre debido a su insolvencia. Los trabajadores se entristecieron, puesto que su patrón era un hombre muy correcto y no se resignaban a abandonarlo.
Pero, todo se cumplió al pie de la letra y el negocio cerró por fin sus puertas. El comerciante no tuvo más remedio que quedarse en casa y junto con él, su hijo adoptivo. Al poco tiempo, comenzaron a desaparecer los enseres de la vivienda, pero el hombre, ya resignado, prefirió hacer caso omiso. Se negaba a creer que aquel muchacho a quien tanto le había dado, fuese el causante de esas pérdidas. Se engañaba a sí mismo, claro está, pero le quedaba tan poco, que conservar a ese que consideraba un hijo era casi un objetivo.
Cuando aquella casa estuvo convertida en una ruina, despojada de cada uno de sus bienes y el pobre hombre agonizaba en su lecho de enfermo, llamó al hijo aquel y le dijo con la miseria que le quedaba de voz: “Sé que pronto moriré y no quiero dejarte en medio de la pobreza. Por lo tanto, cuando yo fallezca, le he ordenado a mi abogado que te haga entrega de cierta cantidad de dinero que he conservado para que la recibas el mismo día de mi muerte”.
Pero la agonía fue larga y como en aquella triste vivienda no quedaba nada de valor, ni tan siquiera el más simple objeto que pudiera venderse, aquel hijo adoptivo optó por abandonarlo porque ya que no tenía la suficiente paciencia para esperar que el anciano muriera y mucho menos tenía la generosidad y tan siquiera un poco de agradecimiento para cuidarlo y atenderlo en esas horas lánguidas.
Aun así, antes de expirar, el comerciante pronunció su nombre, pero el débil murmullo de su voz ni siquiera alcanzó a tocar las desnudas paredes.












Texto agregado el 02-06-2020, y leído por 207 visitantes. (12 votos)


Lectores Opinan
08-06-2020 Hay que cuidarse de las aves de rapiña. jaeltete
05-06-2020 Amigo, tu relato contiene varias lecciones importante. Y es mejor prestarlesprestarle atención para nonser victimas de nuestros propios errores o de las personas desagradecidas, que son de las mas peligrosas que existen. Me gustó mucho lenrelato, abrazo! Vaya_vaya_las_palabras
03-06-2020 Triste final de tan prestigioso comerciante. Según la historia algo estuvo mal: o el comerciante no supo inculcarle los valores de honestidad y de fidelidad, o el hijo adoptivo tenía raíces muy profundas de la ambición y el egoísmo. Pequeña observación: en el parlamento del moribundo anciano “Sé que pronto moriré…” no va el guion de diálogo. Enrique_Orellana
03-06-2020 Triste historia, triste muerte. No siempre las cosas resultan como deseamos. Me entretuve leyendote, amigazo Shalom Abunayelma
03-06-2020 Entretenido y crudo cuento. yosoyasi
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