El día, ya bastante transcurrido, me invitó a una incursión lujuriosa. Ella me aguardaba con su mirada felina brotada de milenarias ascuas volcánicas. Envalentonado, avancé un par de pasos para acortar la distancia a tan sólo un suspiro, una levedad imposible de ser mensurada ni siquiera por la locura. Su voz surgió como un suspiro capaz de despeinar arboledas, que siendo lo suyo naturaleza de su propia sensualidad, tenía el imperio de conmocionar lo inconmovible. Tal indescriptible acento recaló en mis oídos como el sucedáneo de una caricia y sonreí con la bobedad dibujada en mis pupilas mareadas. Me perdí entre los bucles de su cabellera morena, maraña perfecta para crear aventuras eróticas, lances en que la vida misma era puesta en las marmóreas palmas de aquella grandísima divinidad. No hablaré de su cuerpo porque es describir la perfección trazada en un lienzo por los grandes maestros de la pintura o erigida con el cincelado fiel de los grandes escultores. Pero su piel, su aroma, la elegancia dispuesta en cada uno de sus gestos, transformábala a ella en una deidad proveniente de la más aristocrática casta.
Extático, con el cristal de mis palabras trizado en cada una de sus sílabas, sólo la contemplé y mi imaginación hiriente, bulléndome en el cuerpo, alborotado el afluente de roja espesura que fatigoso me mantenía el precaria verticalidad, intenté un pueril “Buenos días”.
Y la flauta dulce que se ocultaba en su garganta de marfil, replicó mis exactas palabras y agregó un impersonal “¿Qué se le ofrece?”
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