Apenas toco el agua suave, 
como palpando esa piel. 
Apoyo los dedos sobre ella, 
confiando en que aún retenga 
el sabor de todo tu cuerpo. 
 
Es el momento en que me envuelvo 
con un laberinto de rosas. 
Intento trepar junto a las flores 
por el acero de tu muro, 
entibiándolo, macerándolo,   
con mi perfume. 
 
Se desliza una estrella 
por la espalda, 
rodando como perla sobre raso. 
Cae sobre la tierra, 
y la aplastas sin darte cuenta. 
 
Una iguana, se relame y observa... 
 
Por un instante, 
roza una pluma la boca. 
Cueva redonda y húmeda, 
bien roja de pasión (y rouge). 
 
Y allí, en la biblioteca, 
dos gemidos se fusionan 
rebosantes de placer. 
Más tarde, un grito  inaudible,  
surge profundo y abismal;  
lejano en el tiempo,  
cercano en la tempestuosa soledad. 
 
El conocimiento se escapa 
consumido en el incendio de tu mirada. 
Acaricias redondeces,  
curvas y rectas se mezclan fragantes,   
como frutas deliciosamente frescas. 
 
Nuevamente danzan los cuerpos 
y gime el gozo más que nunca. 
 
Más tarde, me miro en los ojos  
secos y finos, de cientos  
de muchachas muertas, 
que ya no me representan. 
 
Y me lanzo a bailar 
en un sortilegio 
musical, de agua y silencios. 
 
Llegan las olas 
chispeando sobre las rocas. 
Vienen hacia mí, 
que visto mi desnudez 
con algas estremecidas. 
Luego se alejan. 
 
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