Una luz de almacén dice un tango, pero esa luz que vi al pasar por la calle Andes venía del mugriento almacén de Don Juan que de Donjuán no tenía nada. Raro que estuviera abierto a las once de la noche y más raro todavía fue captar con el rabillo del ojo la figura del nauseabundo almacenero erguido y dando órdenes a una partida de milicos uniformados y de particular. Seguro que el viejo me vio, pensé. Esperaba que los canas entraran a mi edificio y reventaran a patadas la puerta de mi apartamento. Esa noche me deshice como pude de los volantes de la organización y quemé el carné del partido. A la mañana siguiente, compré dos o tres cosas en el hediondo almacén, aunque en el súper salieran más baratas, y Don Juan recibió el importe de la compra con su acostumbrado gesto de desprecio.

© Eytán Lasca-Szalit, julio de 2020