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Sentados el uno frente al otro, aguardan. El día se desarrolla en claroscuros en ese agujero agobiante que es la celda que comparten. Se contemplan con fiereza y no cejan en ello. Pero nada dicen, acaso temen que cualquier conato de comunicación pueda desagriar ese fluido espeso que pareciera electrificar sus miradas.
Ambos acabaron con la vida de sus semejantes y por lo mismo, cruzaron inclementes esa línea que los separa de quienes arreglan sus entuertos de cualquier otro modo, menos derramando sangre ajena. Y quizás por eso, el turbio vuelo de un ángel negro los torna sigilosos, alertas, desconfiados. Mientras una arruga se curva en la frente del uno cual sierpe debatiéndose entre cuero y carne, en el otro, un casi imperceptible temblor de su párpado izquierdo, delata esa tensión teatral que se debate en la penumbra de la casi imaginada tarde.
Puede que el transcurso de los días y de los años sean para ellos sólo el mezquino conteo de los individuos cautivos en el mundo que pervive detrás de los barrotes. El tiempo, esa oficiosa invención, carece de referentes dentro de la cárcel y se emparienta de un modo oscuro con las teorías einstenianas que tras los barrotes todo se arrastra de acuerdo a sus propias reglas.
Uno frente al otro, incendiándolo todo con la fiereza de sus pupilas, destrozan sus meriendas con sus dientes aguzados, acaso una prueba palpable de la mutación de hombre a bestia. Y mientras mastican su propio odio y sorben la insidia, no se despegan el ojo, temiendo quizás el germen de una traición escudada en el otro.

-No lo entiendo. Esos individuos no pueden permanecer en la misma celda. ¡Cualquier día se matan!
-No podemos brindarnos el lujo de colocarlos separado. ¡Sabes la escasez de celdas que tenemos! Ambos son asesinos. Seres sin ningún atisbo de humanidad. Y aunque no lo comprendas en su exacta medida, se anulan, algo en ellos los sofrena. Los he contemplado como dos fieras expectantes. No pegan pestaña, se temen, se odian, pero ninguno se atreve a atacar al otro.
-Hasta estos individuos merecen ser tratados como los seres humanos que son.
-Descuida. No por nada he vivido la mitad de mi vida dentro de esta cárcel.
-¡Que esto trascienda y el escándalo explotará sobre nuestras cabezas!
-¡Pamplinas! Esto es tierra de nadie. Y a la gente, a las autoridades, a los políticos, no les interesa lo que consideran escoria.

Los hombres continúan extáticos pero estudiándose, como dos serpientes que calculan, dimensionan y aguardan, sólo aguardan el momento propicio.
Y a la sombra de los días y de sus noches aún más tenebrosas se les adivina iluminándoseles las pupilas. Cuando nadie los vigila, ciegas las cámaras y lejanos ya los guardias, un rictus indefinible navega en sus rostros. Quizás mañana, o al día siguiente, en un mes o en un año, esa marea viscosa de odio sin sentido, esa fiereza fecunda se hermanara con la otra y entonces, entonces ya nada podrá detenerlos.







La cárcel de Bela fue construída hace muchos años y es una verdadera fortaleza, con sólidos torreones de vigilancia en sus cuatro costados. Vista desde lejos se asemeja a esas resguardadas ciudades del medioevo, con un sólido portalón que no fue diseñado para resguardarse de las acometidas de los invasores sino para evitar que una hipotética fuga de los convictos. En el pabellón de los condenados, decenas de guardias se turnan en la vigilancia de estos peligrosos individuos, que ven pasar los días, los meses y los años como una constelación que rota ya ajena a sus expectativas. En una celda separada del resto, casi en un recodo inamistoso en donde la penumbra pareciera quejarse, se encuentran los dos hombres, ceñudos y silenciosos. Para los guardias estos personajes se han transformado en un espectáculo digno de ver, contemplándose desde que nace el día hasta que la penumbra es reemplazada por las luminarias, estudiándose, cual si ambos tuviesen la misión de conocerse hasta en sus más mínimos detalles, quedos, silenciosos, expectantes.

-Si cobrara por mostrarle a la gente a este par de energúmenos, me haría rico. ¡Que parejita por Dios!
-A mí, esa tensión me pone los pelos de punta. No sé, es como si en esa celda se guardasen explosivos y el que está a cargo fuese un fumador empedernido.
-¡Qué imaginación que tienes! Si este parcito se las trae y como ya te lo dije, ambos se temen, tienen muy claro que cualquier descuido les será fatal. ¡Pero se odian! ¡Si es cosa de mirarles esa expresión en que parecen ansiosos de desentrañar la raíz o el germen donde se incuba lo maldito del otro.
-Y tú aprendes psicología a expensas de esos infelices. ¡Vaya cosa!

Y cae otra noche, en la soledad casi melancólica de los pasillos. Los guardias realizan sus consabidas rondas y otros vigilan las cámaras en una sala estrecha, mientras sorben un café y se cuentan sus cuitas con el compañero de turno. A medianoche todo es calma y sólo sordos rezongos, ronquidos y voces aisladas parecieran trasladarse de puntillas por los pasillos.
Los dos hombres están tendidos en sus camastros, pero aun así, el acerado brillo de sus ojos los delata muy despiertos y retribuyéndose las miradas. Diríase que han creado una forma de comunicarse: inclinaciones imperceptibles del cuello, señales de asentimiento o desacuerdo, gestos tan ínfimos que cualquiera que los estuviese observando no los delataría. Pero en la penumbra vaga, se está estableciendo una acción que ni las cámaras ni el ojo humano descubriría.
Esa madrugada, los gritos de los guardias alteran el silencio matutino y despiertan a los reclusos.
-¡Jefe! ¡Jefe! ¡Alerta en la celda 120!
Todos apresuran el tranco y se dirigen a la celda del recodo. Allí hay dos hombres tendidos en el suelo, inertes, con sus ojos en blanco. El médico de la cárcel corre batiendo su delantal por el largo pasillo mientras los reos curiosean a través de los barrotes preguntándose entre ellos que diablos sucede.
Después de una acuciosa revisión, el doctor sólo expresa con una voz ronca, queda pero certera:
-Están muertos.
No se puede establecer el motivo del deceso, no hay señales de violencia, pero ambos están tumbados en el frío piso de la celda.
Ha llegado una ambulancia que recogerá los cadáveres para que una rigurosa autopsia determine la causa de sus muertes.
Meses después, la celda ha sido ocupada por otros convictos, hombres que pagan con desmedro sus culpas, sentenciados a penas, por lo general, proporcionales a sus delitos. Ellos farfullan, ríen con destemplado entusiasmo, bromean y en las tardes, la melancolía les borra sus sonrisas y algunos lagrimean hasta que un cigarrillo furtivo los reconforta.

-¿Puede un ser humano común realizar lo que esos dos hicieron?
-Respóndetelo tú mismo. Eres el psicólogo.
-Esas miradas fijas, que yo sólo las reconozco en las bestias, esa pétrea inmovilidad de sus musculaturas, ¿Sería sólo un simple ejercicio físico que se acendraba con el tiempo? ¿Sería eso?
-Imagínate tú el rostro de los que conducían la ambulancia al ver como los cadáveres regresaban a la vida, los ahorcaban con sus manazas pétreas y después huían para no ser habidos hasta el día de hoy.
-Un frío de muerte me recorre la espalda. ¿Alguna vez la sangre corrió por sus venas? ¿Estaban vivos en realidad o sólo eran dos espectros que jugaron con nosotros?

Los hombres continúan elucubrando vanas teorías mientras otras dos sombras, hermanadas en la maldad, comienzan a urdir los más atroces crímenes.



































Texto agregado el 31-07-2020, y leído por 153 visitantes. (11 votos)


Lectores Opinan
01-08-2020 Así que un relato largo; muy bien, amigo, esperaré con ansia la continuación. Saludos. maparo55
01-08-2020 Percibo que hay algo mas entre ellos, por eso tanto odio. jaeltete
01-08-2020 Habrá suspenso entonces!!! MujerDiosa
31-07-2020 Interesante al punto de impactar. Aguardo con ansias la continuación... Abunayelma
31-07-2020 Muy interesante el planteo de la historia y de los personajes. Esperamos el giro de los acontecimientos que seguramente mostrarán la sensibilidad de tu pluma. Saludos. Clorinda
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