Después que me hicieron un lavado de cara con el agua helada y a presión, y que me lijaron una capa calina que me cubría toda, me miré al espejo y vi una gata.
Cerré los ojos y los apreté. Miré de nuevo. La gata era gata, cierto. Me desmayé y caí sobre la alfombra desgastada que jamás había pisado. Recuperé el ánimo y sentada otra vez miré de nuevo el reflejo. Me alentó un poco constatar que la gata era persa.
Entonces pagué y pedí varias citas para más exfoliaciones de la piel anónima y mía, con más miedos que curiosidad de comprobar mis caras en el espejo.