Jaime no entendía las Matemáticas. Era imposible para su cabeza poner a trabajar esos números que se sumaban, se dividían y se restaban y que, en último término, parecían multiplicarse como rivales en un campo de batalla para vencerlo sin pena ni gloria. Envidiaba a Ernesto, que cuando abría su cuaderno, parecía que le hubiesen franqueado la puerta a un parque de diversiones. ¡Qué placer en su mirada! ¡Con que alegría resolvía los ejercicios, relamiéndose cual si saborease un caramelo! La página del cuaderno de Jaime, en cambio, era una desértica región ensanchándose cada vez más, mientras las operaciones aguardaban en vano. Si ellas hubiesen sido personas, se habrían mirado unas a otras, moviendo su testa en señal de desaprobación.
Pero Ernesto, al igual que muchos de los compañeros de aquel curso, flaqueaba ostensiblemente en dibujo. Sus palotes precarios desdecían al matemático que creaba maravillosas construcciones con las cifras. Parecía increíble que un ser tan talentoso como lo era él no supiera dibujar un rostro. Bueno, para Jaime eso no representaba ningún problema puesto que trazaba líneas con maestría: ojos, rostros, cuerpos, paisajes, nubes e incluso seres extraterrestres. Estos reflejaban la enorme imaginación del chico, al dibujarlos con extremidades terminadas en dedos finísimos que parecían ahuecados. Según él, eran parte de su sistema respiratorio. En dicho ramo, Jaime se destacaba con ventaja, siendo la envidia de sus compañeros y de Ernesto, entre ellos. Todos acudían con sus enormes acuarelas para que Jaime les hiciera los dibujos, ojalá afeándolos un poco para que la profesora no sospechase. El muchacho trazaba líneas en aquellos cuadernos de croquis ajenos con la mejor de las voluntades, jamás exigiendo alguna retribución.
Pero Ernesto, un poco reticente a pedir auxilio, siendo que lo necesitaba y en demasía, se colocó esta vez en la fila de los solicitantes y su tímida petición fue satisfecha. Feliz, pero comprometido, el eximio de las matemáticas quiso saldar la deuda de algún modo. Sabedor de las angustiantes carencias de Jaime en el campo matemático, le ofreció ayudarlo. El muchacho, humilde, aceptó casi sin comprender. Su inconsciente, navegaba por las aguas del determinismo, intuyendo acaso que su incapacidad para comprender las matemáticas era algo sólido que ya conformaba una parte de su cuerpo, del mismo modo que su nariz, su boca o sus extremidades.
Esta sociedad se fue consolidando de manera retributiva: tanto avanzó Jaime en sus conocimientos, siéndoles al fin amigables las matemáticas, como progresó Ernesto en sus trazos, comprendiendo lo que significan las siluetas, el bosquejo y como el color viste y da vida a lo que uno tiene en croquis.
Jaime y Ernesto se convirtieron en fieles amigos. El dibujante estudiaría Bellas Artes y el matemático, Ingeniería. Sin sospecharlo, el que era experto en dibujar líneas ignoraba que trazaba simetrías que obedecían a un cálculo innato. Y el otro, tampoco caía en cuenta que sus complicadas operaciones diseñaban figuras majestuosas que hablaban de estructuras imaginadas en la soledad de la creación.
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