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El campesino se aproxima mientras bebo de un estero. El agua, tan singular en su transparencia, invita a aplacar la sed provocada por esos senderos terrosos, sumado a los resplandores infamantes del sol. Por lo mismo, aproximo mis manos acucharadas al caudal y luego bebo ese líquido vital sintiendo que ingiero historias antiguas.
-Buenos días- saluda el hombre, que pala sobre el hombro camina con paso quedo. –Buenos días- respondo y lo contemplo alejándose con ese andar calmo del que no ha sintonizado su vida a los minuteros que nos acucian a los citadinos. Es posible que su tranco sin prisa lo aproxime a su morada. Allí lo esperará un almuerzo abundante, tal vez una cazuela rebasando el plato, acaso una suculenta porción de porotos con rienda, humitas, charquicán, que sé yo. La invocación de dichas delicias me abre el apetito. Apuro el paso camino abajo para llegar a la casa de mi tía. Es decir, no es que esa sea su casa, sino la de la señora Rosa, quien nos facilita una pieza enorme en donde alojamos mis tíos, mi primo, una amiga de la tía y yo. La habitación la compartimos con el José, hijo de doña Rosa, quien no pareciera inmutarse ante tan diversa compañía.
Mientras nos despachamos una sabrosa cazuela de vacuno, la conversación versa sobre lo rutinario. Saúl, mi primo, aspira a escalar los cerros que se divisan a lo lejos. La mirada reprobatoria de mi tío, pareciera acallar sus anhelos. Mientras atrapo con el tenedor una porción de ensalada, reparo en una fotografía que se encuentra confundida con otras sobre una vitrina.
-A él lo vi esta mañana- intervengo. -¿Es algún pariente de ustedes?
La señora Rosa agranda sus ojos para que el verde oliva de sus pupilas irradie todo su fulgor.
-¿Está seguro que vio a ese joven?- me pregunta con un tono apagado, tal si quisiera acallar sus propias palabras.
-Si, segurísimo. Incluso, nos saludamos a la pasada. Bueno, él me saludó y yo le respondí.
La mujer, arrellanada en su silla con sus brazos cruzados, pareciera perder compostura, lo que dista demasiado de su carácter alegre y despreocupado.
-¿Qué le pasa, Rosita?- pregunta mi tía.
-Na, es que… es que el Javierito… murió hace cinco años.
Todos parecemos congelarnos con esas palabras, apenas un par de segundos, antes que mi tío me pregunte con vehemencia:
-¿Estás seguro que viste a ese joven?
-Segurísimo. El mismo rostro, sus ojos achinados, el cabello negrísimo y rengueaba un poco al caminar.
La señora Rosa suelta el llanto y se cubre el rostro con sus manos. –¡Mi niño! ¡Mi Javierito del alma!
Mi tía se levanta para consolarla. Al final, terminan llorando ambas, cuando sabemos que el joven falleció tras caer de su caballo, algo habitual si se quiere. Mas, cuando la fatalidad entra en escena, la desgracia está a la vuelta de la esquina. O colocando el peñasco en el lugar preciso, allí donde la cabeza el muchacho impactó con violencia para fallecer a las pocas horas.
A mis doce años, la materialización difusa de algo parecido a un remordimiento me extravía de lo esencial: ese sabroso plato de cazuela. En mi mente se repite la imagen del campesino aproximándose con fulgores que ahora se me figuran fantasmagóricos. ¿Pudo ser un espejismo? ¿O el resultado de un acaloramiento que me indujo a imaginar esta situación? Bueno, mis divagaciones no son tan lúcidas, por supuesto, pero la intranquilidad y la culpa se confunden en mi fuero interno, sin que las palabras acudan precisas y sin que yo pueda hacer nada para acallarlas.
Aquella noche y olvidada la situación, o guardada en refajos de prudencia, todos nos vamos a dormir, la tía con el tío, Saúl y yo y Silvia, la privilegiada, disfrutando de una cama para ella sola. Y comienza el concierto de pedos, cada cual más estridente, con las risotadas acorde a la sonoridad, concurso del que me eximo, aunque no puedo sofocar mis risas ante tanta liviandad, desparpajo y capacidad ventral para componer entre todos esta verdadera sinfonía gaseosa. Las vacaciones distienden la mente, relajan las costumbres y la perspectiva de días venideros sin la rutinaria programación habitual, aligeran el espíritu.
Pero, la imagen matutina regresa con total nitidez. Y un temblor me sacude al saberme protagonista de este cruce entre la realidad y lo desconocido. Y ese ¡Buenos días! ¡Buenos días! ¡Buenos días! repitiéndose y reflejándose en las límpidas aguas de mi memoria, como el eco de lo fantasmal intentando hacerse carne en mis recuerdos.
Al día siguiente, nos vamos de excursión y nos internamos en un pequeño bosque. El espíritu festivo nos abrevia el camino, reímos y gozamos con las bromas, nos asombramos ante la belleza del paraje. Acampamos bajo la sombra de unos imponentes árboles, reímos, merendamos y Saúl y yo correteamos por el entorno. Regresamos contentos, y cenamos en la casa de doña Rosa. Ella nos contempla, como es su costumbre, mientras nosotros nos devoramos sus exquisitas creaciones. Nadie se atreve a tocar el tema de la aparición. Con mi primo nos concertamos a visitar el lugar donde me topé con el fantasma.
Ese mediodía caminamos por el sendero polvoriento con una sensación que nos vibra en las entrañas y que es el amasijo de la curiosidad y el temor evidente a lo desconocido. Es un buen motor para ir acortando la distancia con la aceleración de nuestros latidos, hombrecitos en ciernes afrontando lo que venga por delante. El estero refleja nuestras figuras vivaces, arrojamos a su escaso cauce ramitas a modo de embarcaciones y las seguimos y correteamos a su vera hasta que éstas naufragan o se quedan atascadas entre los pedruscos. El sol una vez lo calcina todo, pero eso no nos importa y para capear el calor infernal, nos descalzamos y sentimos el frescor del agua en nuestros pies. A lo lejos se aproxima un hombre y ello es suficiente para que desordenemos el curso del agua al saltar presurosos. La figura va creciendo en la misma medida que aumenta nuestra expectación, no exenta de temor. ¡Es él! ¡Javier, o Javierito! Un espejismo, o la reencarnación de un finado. Y los latidos de ambos corazones parecen galopar al unísono al percibir ya el polvo que desprenden las pisadas del muchacho. Quisieramos huir, evitar este lance con la “animita” y ya nos disponemos a abandonar la escena cuando ese ¡Buenos días! resuena vivaz, sin atisbo alguno de pertenecer al más allá.
-Buenos días…Javierito.
El hombre se detiene y el terror nos inmoviliza. De sus ojos escapan reflejos ígneos.
-¿Cómo que Javierito!
-¿Qué no se llama así usted?- pregunto con voz temblorosa. Al observarlo, me percato que el muchacho no se parece demasiado al de la fotografía. O bien, todos los campesinos terminan pareciéndose con esa especie de mansedumbre que les mimetiza las facciones. Y ese cabello desordenado y ese andar sin prisa, calzados con ojotas que dibujan las mismas huellas en todos los caminos de todos sus tranquilos días.
-¡Qué Javierito ni que ocho cuartos!- expresa el muchachón, persignándose al recordar quizás al malogrado pariente de doña Rosa. –Mi nombre es Pancho, o Francisco, pal patrón. Pa´servirles, mis jovencitos.
Lo contemplamos atentos mientras se diluye en la distancia, volatilizándose del mismo modo nuestras expectativas extrasensoriales. El ex muertito camina lento, pero sin atisbos de cojera, otro antecedente para desarmar toda la historia fantasiosa que yo mismo creé al confundir descripciones y características y que más tarde son refrendadas por la buena de doña Rosa. Echando un par de lagrimones, confiesa que el Pancho se parece bastante a su Javierito, concluyendo después de todo que no se le parece en nada, ya que el finado era muy reservado, mientras que el Pancho siempre ha sido más locuaz.
Las vacaciones llegan a su término, dejando atrás gratos momentos, aventuras y sensaciones que perdurarían durante el resto del año. Regresé a mi hogar, siendo recibido con alegría, la que se fue diluyendo con las semanas, al caer en el vórtice de la rutina del colegio y las obligaciones nunca tan bien llevadas por mi parte. Pero eso no fue lo peor. En casa de mi primo, ocurrieron situaciones que al final explotaron, dejando un reguero de víctimas. Mi tía se separó del tío porque lo sorprendió flirteando con la Silvia. Al final, tío y amiga partieron a hacer sus vidas a otra parte y la tía, mucho tiempo después, se enamoró de un vecino y finalmente se casaron.
No hubo nuevas vacaciones en el campo.












Texto agregado el 01-12-2020, y leído por 144 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
04-12-2020 Excelente narración de unas vacaciones que muchas veces resultan impredecibles. Gran relato con un contenido admirable en el trazo de los detalles, Me agrado. Saludos. clandestino
01-12-2020 Para mí, una de las mejores cualidades que ha de tener un cuento, es la de entretener y los tuyos lo cumplen acabadamente. Bien por vos, Gui!!! MujerDiosa
01-12-2020 Buen despelote armaste en ese nutrido almuerzo, parece que los gases de los porotos dan unas vueltas por la cabeza antes de convertirse en pedo...El relato, como siempre,(salvo ese exabrupto que ameniza ) lleno de sutilezas que lo hacen muy completo y elegante. Saludos hgiordan
01-12-2020 —Me hiciste recordar vacaciones campestres en el norte y el sur de Chile con cazuelas, pastel de choclo y cabrito asado; rios, riachuelos y lagos y juegos con niños, ya joven con romances juveniles y con más años algo bastante parecido al final de tu relato, en el que casi yo mismo fui el finadito. —Gracias amigo, por hacer que afloren recuerdos vicenterreramarquez
01-12-2020 Que lástima...con lo que me divertí con el relato...me hubiera gustado que hayan otras vacaciones en el campo. Shalom amigazo Abunayelma
 
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