Dos días antes de Nochebuena me escribe Andrés. A pesar de haberlo olvidado, siempre me ronda el alma. Qué haces bonita. No da para decirle que mirando a mi madre adobar el lechón. Te pienso, le respondo. Afuera llueve. Sería tan lindo que me pase a buscar y meternos en un telo y después ir a comer una pizza, tomarnos un vino, ir a bailar. Así, en ese orden.
Venite, me dice cuando le cuento mi deseo. No puedo, le digo. En realidad si podría. Qué belleza sería empacar las cosas ya y pasar Navidad en el mar. Lo leo mientras miro a mi madre picar ajo, mezclarlo con perejil y untárselo al chancho. Escucho de fondo el ruido del mar y ella me trae de vuelta a la cocina con sus palmadas al pernil. La observo. Dejame pensarlo, le digo a Andrés sabiendo que no seré capaz de irme. Que no soy capaz de dejarla a mi madre en estas fechas que ella sobrevalora. Lo digo así porque no es creyente, no festeja ningún nacimiento, y no creo que este año merezca un brindis. Ni para mi madre. Aún así voy a quedarme a su lado. Cenaremos cerdo con ensalada waldorf, comeremos pan dulce y mantecol y a las doce brindaremos con sidra. Solas las dos. Ella estoica, anciana, sin amigos y sin nadie más que una hija que se queda en la casa por pena.
Yo, soñando estar en la playa, con un vestido rojo y sandalias de taco.
Las dos, compartiendo esta soledad que se agiganta cuando uno asiste a fiestas que en otro tiempo fueron en verdad fiestas. Recordaremos las estrellitas, la mesa inmensa en la terraza, los fuegos artificiales y el destino que nos esperaba con velas rojas y mantel de encaje.
Después nos iremos a la cama y miraremos cada una desde la suya cómo cambia el color de las persianas mientras amanece. Inmensos los ojos, encogida el alma. |