Los días eran un eterno domingo a la tarde, siempre en la cornisa, esperando. Esperando.
Por las noches soñaba que volaba. Me paraba en un terreno inmenso y me quedaba quieta esperando. De repente aparecía una ola de viento y me levantaba, extendía los brazos y me elevaba del suelo. Veía todo desde arriba. Los patios de las casas. La gente durmiendo adentro, cuerpos alineados en camas, los árboles como manchas oscuras, los cables cruzándolo todo. Y el cielo abierto, la brisa en la cara, el silencio, la ausencia de demanda.
De día reptaba a mis causas. Calentar el agua, pasar la escoba, tender las camas, darle de comer a los niños, a los perros. Tres cuadras al jardín y tres horas para mí. Tres horas para resetearme y darme vuelta las costuras. A veces sólo me acostaba boca arriba, la ventana cerrada, la oscuridad a medias comiéndose mi cuerpo. Un cansancio mortífero me tomaba y caía en la profundidad del sueño sin sueño. Negrura, abismos, vértigo en el estómago y la sensación de la caída libre a un agujero que no tenía fondo. Me despertaba sobresaltada y corría a buscarlos.
Tenía terror de quedarme dormida para siempre y dejarlos esperándome, solos, más solos que yo. |