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Inicio / Cuenteros Locales / vaya_vaya_las_palabras / Una temporada de poesía

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Era bastante difícil entrar en su mundo, y sin embargo Liria se movía en el nuestro casi como un pez en el agua. Talento le sobraba y eso le hacía las cosas mucho más fáciles. Tenía bien ganada la admiración de todos porque su talento superior provocaba justamente eso en los demás talentos mediocres. Incluso Margarita Treviño la admiaraba en silencio, aunque su taller no estaba pensado para eso, si no más bien para cumplir la función de una válvula de escape, un lugar donde podíamos sentirnos a gusto para reunirnos y leer, escribir en un ambiente de verdadera camaradería.

Éramos un grupo estable, al que de vez en cuando llegaban nuevos integrantes que permanecían casi siempre durante una breve temporada. Tal vez era el caso de Liria. Digo supuestamente porque Liria no era un persona muy dada a las confidencias, ni a las pequeñas ni a las grandes. Lo poco que sabíamos acerca de ella, lo sabíamos gracias a Marcela y Alejandro, que eran casi los únicos que se quedaban charlando con Liria durante más de diez minutos. Tal vez fueron ellos los que hicieron correr el rumor de que Liria tenía una página de facebook y hasta un blog donde publicaba cosas, incluídos sus poemas más hermosos. Era solamente un rumor, aunque yo intenté por todos los medios encontrar esas publicaciones, sin resultados a la vista.

Tengo un recuerdo preciso del primer poema que le oímos recitar a Liria. Transcribirlo aquí seguramente estaría de más, porque le faltaría la otra parte, es decir oirlo recitado por Liria misma, por su voz que nos hacía soñar el mejor sueño posible. La impresión que se tenía al escucharla, era que su voz podía ser la única capaz de acompañar a sus poemas, o al revés, sus poemas era los únicos que podían acompañar dignamente a su voz.

En realidad nos preguntábamos cuál era la razón de su presencia entre nosotros. Nadie que asistiera al taller de Margarita Treviño tenía aspiraciones profesionales. Y supongo que Liria tampoco aunque sus versos fueran tan hermosos que no me hubiera sorprendido encontrar un volumen de ellos entre los más vendidos de las librerías y ovacionados por la crítica. Ejercían sobre mí un gran magnetismo, sin embargo siempre encontraba algo de inexpugnable en el carácter de su autora. Su amabilidad era una amabilidad distante, su sonrisa, que a veces podía parecer cercana, después de un pestañeo zas, se volvía distante. Yo tenía la sospecha de que esa distancia era el precio que la poesía le hacía pagar a Liria. O quizás fuera otra cosa que en ese momento se me escapaba, aunque presentía que en el taller de Margarita Treviño había personas que opinaban lo mismo.

Liria llegaba casi siempre tarde. Se sentaba en el pupitre que estaba adelante del mío, donde yo podía mirar disimuladamente durante un rato su pelo castaño, sus manos que de repente se ponían a jugar con un mechón; después, de repente, se inclinaba sobre su pupitre, y tal vez era que Liria había comenzado el milagro de escribir algo, como solamente ella sabía hacerlo, con esa alquimia a la que yo jamás accedería.

Los viernes por la tarde, durante la última hora del taller, movíamos nuestros pupitres para armar una mesa redonda. Entonces Margarita Treviño proponía un tema y nosotros nos encargábamos de tirar ideas para componer un poema, un relato o una novela. Una sola vez tuve la enorme suerte de quedar sentado al lado de Liria, aunque tampoco me quejaba cuando podía mirarla de frente o de costado. Ella casi siempre estaba mordiendo el capuchón de su lapicera, mientras yo pensaba en lo afortunado que era ser un capuchón.

Esta noche, mi amor,
soy como una luna partida por el sol,
aquí herida,
y a punto de caerme
mientras vos le decís adiós al día
sin sospechar mi deseo de besarte
en el cuello,
en los labios,
pero antes de que sea demasiado tarde, por favor,
antes de que mi última luz se disuelva,
por favor, no dejes de recordarme.

Esos versos los leí la tarde en que tuve la enorme fortuna de sentarme al lado de Liria. Ella se había levantado para ir al sanitario, sin tomar la precaución de cerrar su cuaderno de borradores. Cuando volvió a su pupitre, yo tenía muchas ganas de decirle que sus versos me habían parecido formidables aunque todavía estuviesen en forma de borrador. Al leerlos, de alguna manera me convertí en el primero que se enteró de su existencia, y eso me hizo sentir una especie de orgullo. Pero solamente me quedé con el orgullo, y a Liria no me animé a decirle nada.

Ese viernes por la tarde, al terminar el taller y mientras nos poníamos a conversar entre nosotros, yo seguía procurando acercarme a Liria. Sin que ella se diera cuenta, iba abriéndome paso entre las sillas, los pupitres y mis compañeros. Pero había tanta diferencia entre nuestra poesía que a veces me preguntaba qué podía decirle yo a Liria que ella no supiera. Para colmo enseguida la veía buscando la puerta de salida, quedarse un rato en la vereda, mirando hacia cierta dirección por donde aparecía un mercedes benz inmenso, de vidrios polarizados y color negro, que abría su puerta del lado del acompañante. Nosotros mirábamos esa escena como si fuéramos personajes de reparto, a quienes Liria por lo menos tenía la amabilidad de saludar desde la ventanilla.

El taller literario de Margarita Treviño tenía mucho éxito porque ella sabía llevarlo. Su único secreto, creo, era evitar la monotonía. Algunos viernes, en lugar de hacer la habitual mesa redonda, Margarita organizaba salidas que podían hacerse en casa de algún tallerista, en una plaza del barrio al aire libre, en una biblioteca, o de última íbamos a ver una obra de teatro para después meternos en un restaurante más o menos barato donde discutir acerca de los diálogos, de los personajes, de la trama, del suspense, de los elementos de futuro, etc. De esas ocasiones, todos nos volvíamos a casa con una gran sonrisa.

Sin embargo, para sorpresa de todos, Margarita anunció que el siguiente viernes tenía planeado algo distinto. La costanera. Un lugar ideal para conversar, cambiar puntos de vista, mientras saboreábamos algún sandwich de bondiola o choripan, con el aire fresco del río de la Plata entrando a todo galope en nuestros pulmones. Una combi nos llevaría a la Costanera y nos traería de vuelta hasta el taller. Teníamos que reunirnos ahí y yo fui de los primero en llegar. A las siete de la tarde ya éramos unos cuántos, sin embargo algunos habían pegado el faltazo, entre ellos Liria.

De noche, la Costanera en su conjunto era un lugar muy romántico. Pero yo solamente quería mirar el agua y la oscuridad del río de la Plata, mientras dejaba que mis compañeros hablaran entre sí. En determinado momento Margarita Treviño se separó de ellos y se me acercó para señalar con un dedo hacia el horizonte casi invisible de agua. Allá a lo lejos había un barco. Y yo pensé que si hubiera estado en aquel barco, acostado sobre una litera en medio de otros tantos marineros, realemente no me hubiera molestado ni siquiera en mirar por la escotilla. Ajeno a todo eso, metros más adelante alguien empezó a hablar de Poe y de su influencia determinante en el cuento moderno. Poe era una especie de dios para nosotros, pero escucharlo en ese momento me dio un poco de hambre. Le dije a Margarita que me apetecía un sandwich de bondila y una botellita de gaseosa. Fuí por ellos, sin sospechar que al regresar masticando mi sandwich, descubriría el mercedes benz negro y de vidrios polarizados estacionado en la vereda, con su puerta abierta del lado del acompañante.

Ahí estaba Liria. Con su equipaje en una mano y un ramo de flores en la otra. Se despedía con un beso de todo el grupo, pero de Margarita, de Marcela y Alejandro lo hacía dándoles un fuerte abrazo. Sería en tren o en avión o en ómnibus, pero lo cierto era que Liria se iba, dejándome sin reacción a cierta distancia, solamente con deseos de mirarla por última vez, imaginándome a Liria escribiendo su poesía ahora bajo el cielo de otro país. Sin embargo algo tenía yo, a pesar de mantenerme a cierta distancia, algún misterioso papel desempeñaba yo en esa escena, porque Liria se dio la vuelta y me buscó como si estuviera buscando la palabra más adecuada para poner en su próximo verso. Se me acercó y me rodeó con sus brazos sin decir una sola palabra. Tampoco hacía falta. Atrás mío estaba el río, pero las aguas de otro río nacían de los ojos de Liria, aguas que poco a poco me iban mojando, suavemente se vertían sobre mi hombro con su dulce y peculiar poesía.

Texto agregado el 08-01-2021, y leído por 463 visitantes. (10 votos)


Lectores Opinan
30-01-2021 Un final abierto y al igual que Liria, senti la emocion del adios en ese abrazo y el rio como testigo . jaeltete
20-01-2021 Excelente fusión de poesía con una narrativa que atrapa y emociona, por todo lo que cuentas, un abrazo y estrellas nelsonmore
18-01-2021 Que rico texto hermano. Lo disfrute de pe a pa. Siento que puede hacer una continuación. Cinco aullidos secuencial Steve
18-01-2021 Muy bellas tus letras! Hay personas así: intrigantes, seductoras, talentosas. Como tú. Saludos. Clorinda
10-01-2021 Me ha encantado pasar a leer tu bello texto, está muy bien estructurado, la lectura se hace cómoda y fluida, la he disfrutado. Felicito tu talento creativo.***** Mayte2
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