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Cuento participante en el reciente concurso de Cuentos de Navidad.

El hombre miró el reloj que portaba en la muñeca: la una y diez de la mañana. Apresuró aún más el paso, deseaba llegar lo más pronto posible a su hogar. Era una contrariedad que por exceso de trabajo hubiera tenido que quedarse a laborar varias horas extra. Cierto que representaban un poco más de dinero al final de la semana, pero tenía que haber sido precisamente en veinticuatro de diciembre, cuando sucediera; bueno, ya era Navidad, las doce habían pasado hacía buen rato. Pudo haberse quedado cualquier otro; pero no, el supervisor lo había elegido precisamente a él; claro, no fue el único, hubo dos o tres más, aunque él hubiera preferido no quedarse. Estaba en su derecho de no aceptar si así lo deseaba y casi se negó. Entonces la imagen de su esposa Mari Tere y sus niños, se le revelaron y por ellos aceptó seguir trabajando. Le dolía todo el cuerpo, el cansancio lo hacía desear la blandura de su cama, el estómago le pedía con fiereza algo de alimento.
En infinidad de casas y calles, había gente que celebraba la llegada de la Navidad y se divertía feliz. Al pasar por una ventana abierta, percibió a través de una cortina ligera, a varias parejas que bailaban al compás de un danzón. “Nereidas”, pensó inmediatamente mientras continuaba su camino y las voces, las risas, la música, se iban alejando.
Más adelante, observó a tres niños que en la acera de enfrente a la que caminaba, se entretenían divertidos en quemar luces, tronar cuetes y brujas, rondarían los diez u once años; nuevamente se le vino el recuerdo de sus dos pequeños: Teresita y Manuel, de dos y siete años; estaba orgulloso de poseer una familia, unos niños como los suyos, una mujer tan bonita, decidida y valiente, como la Mari Tere.
En ese momento un automóvil dio vuelta en la esquina más próxima de la calle, haciendo chirriar los neumáticos y dejando una humareda infernal, el radio a todo volumen. Pasó raudo, haciendo zig zags. Quien manejara el auto no terminaría felizmente la celebración de Navidad, si seguía conduciendo de aquella manera.
Estaba por llegar a la esquina de la calle donde vivía; allí, cuatro o cinco sujetos conversaban ruidosamente y hacían sonar botellas. Por las voces y los sonidos, comprendió que estaban bebiendo. Al acercarse más y pasar junto a ellos, reconoció a un par.
-¡Qué tal, Tuercas! ¿Cómo te va, Ramón? - saludó. - Que pasen feliz Navidad- e intentó seguir de largo
-¡Oye, espérate! ¿No te echas un trago con nosotros?
-No, gracias Tuercas; apenas vengo de la chamba y ni he comido.
-¿Qué, nos desprecias?... ¡Óra, llégale! - y el hombre le tendió un vaso de plástico desechable con una generosa porción de licor.
Tomó el vaso. Permaneció con ellos alrededor de unos quince minutos, mientras conversaba y consumía el trago.
-Ya cenamos con la familia- dijo Ramón, - pero quisimos juntarnos un ratito con los cuates para festejar y desearnos feliz Navidad.
Era gente de la misma cuadra, trabajadora, humilde como él, que en este día por ser Navidad deseaba olvidarse un poquito de su realidad opresiva para desahogarse. El Tuercas era mecánico automotriz, trabajaba en un taller no muy próspero, por el rumbo de Tacuba. Ganaba apenas lo necesario para irla pasando. Ramón era obrero, uno más como él mismo, trabajando ocho horas diarias por un mísero jornal, en una empresa de patrones hambreadores, que le pagaban escasamente para poder mal comer. Mal vivir, mal morir. Ramón estaba peor que él, donde trabajaba era eventual y ni siquiera tenía posibilidad de tiempo extra, de ganarse un pedazo más de pan. A los otros tres no los conocía, con seguridad eran también vecinos del barrio; si estaban ahí, es que tampoco nadaban en la abundancia.
Se despidió de ellos. Llegó a su casa y entró. La luz del pequeño comedor estaba encendida. Encontró a María Teresa sentada a la mesa hojeando un periódico atrasado. Al verlo, ella se puso de pie y fue hasta él, besándolo en los labios.
-¡Qué bueno que ya estás aquí! Me tenías preocupada. Es muy tarde. ¿Tuviste mucho trabajo?
-Sí, ¿creerás que tuve que quedarme a trabajar tiempo extra, pues fui uno de los elegidos? ¡Qué mala suerte! ¡Y tenía que ser hoy!
-Debes venir rendido. Anda, lávate las manos y vamos a cenar para que después descanses.
-¿Y los niños?
-Están dormidos; te esperaron lo más que pudieron, pero el sueño los venció. Manolito resistió un poco más con la ilusión de que llegarías pronto, para repartir los regalos.
-Pobrecillos, en un rato más les damos su regalo a ambos.
La mesa se hallaba dispuesta, arreglada -aunque humildemente- con sencillez y buen gusto: un mantel blanco con flores de nochebuena la cubría, un par de candelabros de manufactura barata conteniendo unas velas de color rojo, muy llamativas y agradables a la vista, le daban un toque de elegancia. Los platos, un poco desportillados, los cubiertos, la sidra, las copas, listos para la cena y el brindis. Ella sirvió la cena: bacalao, acompañado de aceitunas, chiles amarillos y pan; habían tenido que ahorrar desde tiempo atrás, apretarse el cinturón en otras necesidades para tener su cena. Él abrió la botella de sidra y llenó hasta la mitad dos copas; le ofreció una a la mujer.
-Es un poco tarde para hacer el brindis, pero el sentimiento que me anima es el mismo: Feliz Navidad, mi amor.
-Feliz Navidad, querido esposo.
-Ven, déjame abrazarte, darte un beso.
La besó largamente en la boca; luego, ella se cobijó en sus brazos.
Cenaron conversando en voz baja para no despertar a los niños que dormían en la única recámara. Una vez que terminaron la cena, mientras Mari Tere recogía la mesa, él se dedicó a poner correctamente algunos adornos del arbolito de Navidad, que habían caído sobre el Nacimiento que estaba al pie del árbol. Los foquitos de colores encendían y apagaban rítmicamente iluminando con su luz colorida a las esferas, que reflejaban multiplicado el rostro del hombre. Acomodó los regalos que se hallaban también junto al árbol.
Minutos después, los esposos penetraron en la recámara, se acercaron a la cama donde dormían los niños. El hombre besó la frente de cada uno con ternura.
-Parecen ángeles - dijo la mujer.
-Son ángeles - respondió él.
Se cambiaron de ropa y una vez en la cama, ella dijo:
-Te amo, soy muy feliz a tu lado. ¿Tú eres feliz, también?
-Sí.
El hombre enlazó con un brazo a su esposa, la recostó sobre su hombro y no dijo más, el cansancio le cerraba los ojos. La jornada había sido larga, muy larga. Sin embargo, ya era día de Navidad y había que disfrutar las horas por venir, compartir con los niños ese maravilloso día, porque después del efímero fulgor navideño, habría que enfrentar de nuevo la rutina cotidiana, la realidad del día a día.

Texto agregado el 19-01-2021, y leído por 110 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
19-01-2021 Tu cuento se ha destacado entre los que recibimos. Tiene mucho del maravilloso espíritu de la Navidad. Gracias!!! MujerDiosa
19-01-2021 Es muy bonito este cuento porque narra lo simple de la vida haciendo que resulte asombroso, bello. Muy bueno, Mario. Abrazo! MCavalieri
19-01-2021 —Todos quienes me leen saben que no soy creyente, pero aún así la Navidad ha traspasado mis límites de incredulidad y la siento, aunque con circunstancias distintas, con el mismo sentimiento humano que derramas en este cuento de Navidad que reune, une y construye familia. —Un abrazo. vicenterreramarquez
19-01-2021 Tu relato me ha resultado -como siempre- amistoso en la lectura e interesante en la trama, hay mucho para reflexionar en él. Mis aplausos para ti. Gracias. gsap
 
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