I
Hay una claridad
en el rostro del vacío.
Exactos pétalos de sol
dibujan el conjunto de gestos
que olvidamos al caer la tarde.

Sabemos bien
que hay ciudades
ahogadas en sangre
como las páginas mismas de la historia.

Yo solo pasé para hablar
pero me hallaba vestido de ojos ajenos,
abatido entre las escamas
de este tiempo amortajado.
Vuelvo a repetir,
yo solo pasé para hablar.
Hablar otra vez
del tiempo y sus esferas,
del pulso ardiente de los metales,
de las dagas del viento
rasgando el oleaje de las cortinas,
de los esteros de luz
que inventan danzas en los cristales.

No existen ni existirán nunca
las ciudades eternas,
estas son solo llagas
en la memoria de los árboles,
solo innumerables hojas
golpeando el bronce del otoño.

II
Mientras seguimos existiendo
residentes de la nada.
Poblando la ilusión como realidades
desgranadas por la distancia,
a merced del fuego
y sus dedos de calvario.

Oímos el desgaste
de los fierros abandonados por la noche,
el llanto febril
de los mascarones de proa,
el alarido de los animales
despojados de su piel.

Somos los soplidos de un polvo reseco.
Somos la memoria gastada de las luces.
Los infinitos gemidos de la guerra.
Los reflejos de voces que duermen sin nombre
en el peso olvidado de los cuerpos.

III
El tiempo nos liquida
y continúa irremediable la necia
categorización de nuestros espantos.

Los suelos permanecen
cargando la sangre de los siglos
y de atrás viene el ruido de las sombras
con los caballos muertos en sus sienes.

Espero algún día entendamos
a no arrojar la sensatez a la nada.
Espero nuestras manos sepan quebrar
los caudales del odio y la distancia.
Para así dejar de ser las coronas del olvido
que flotan sin rumbo en los mares de artificio.