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LA MONEDA por Rubén García García
No contuvo la molestia cuando escuchó que tocaban a la puerta y abrió con energía. Se trataba de un joven imberbe que traía un arreglo floral; pensó que se había equivocado de dirección.
— ¿Aquí vive la Señora Celia Basan?
— Sí.
— Traigo flores para ella.
Lo hizo pasar para que situara el cesto.
— ¿Dónde tengo que firmar? Agregó con tono seco.
Quedó perpleja. Sus ojos se perdieron entre los amarillos: una hermosa combinación de girasoles y margaritas y en la base, unas azucenas que gritaban olorosas. “¿Quién me las habrá enviado? Mis dos hijos radican fuera del país”
La voz del muchacho la volvió.
— No tiene que firmar en ningún lado y esto es para usted.
Tomó el sobre percudido que el muchacho le extendía y al abrirlo, aspiró un sutil aroma a lavanda. En el interior, había una medalla de plata y una carta escrita a puño y letra:
Estimada Celia:
Me hubiera gustado despedirme de manera personal, sin embargo, mi salud no me lo permite. Antes de que mi entendimiento se desvíe, quiero agradecerte los momentos que le dieron sentido a mi vida. Aún conservo el recuerdo de tu partida. Lo acepté con pesadumbre, pues anhelaba compartir el último trayecto de mi vida contigo. Pero debía respetar tu decisión.
He estado pendiente de ti, sin que te percataras. De los títulos y el reconocimiento que la sociedad científica te ha otorgado. He asistido, sin estar, a la boda de tus hijos y en momentos de dolor. Una vez te dije que el amor se mide más por los días oscuros que por los radiantes. ¿Recuerdas la moneda que te gustó y, en el último instante, no la compraste? La adquirí pensando que algún día te daría una sorpresa, y esta es la ocasión. El grabado que lleva te recordó a un ser querido, y ahora espero que por ella me recuerdes. El ramo de flores que el joven acaba de entregarte, lo ordené antes de esta despedida. Aprovecho para decirte quién es.
Su nombre es Mario. Me hice cargo de él cuando su madre de crianza, murió. Fue una promesa que acepté. Le obsequié lo mejor para afrontar la vida.
Mario ha visto las fotos en la que estamos juntos y en una ocasión me preguntó quién eras. Le dije que eras su tía y desde entonces, creció con esa idea. Por eso, hoy que estoy delicado de salud, desearía que te ocuparas de él. En caso de que tu respuesta sea negativa, no te preocupes, él ha sido aceptado en una universidad de prestigio, y tiene un seguro a su nombre que lo protege hasta un año después de su titulación. Solo prométeme que de vez en cuando le hablarás por teléfono. Si quieres asistirlo, te aseguro que es un joven educado y sensible.
Hasta siempre mi bella amiga.
Celia no pudo evitar una respiración entrecortada y habló con dificultad.
—Vamos a la sala de estar.
Le ofreció un té a Mario y se enteró de los últimos días de su amigo. La carta la puso en su pecho, y el disco, en un compartimiento secreto de su monedero. Ya repuesta, mencionó.
— Soy una mujer complicada que ama la soledad; sería difícil hacerme cargo de ti, pero estaré pendiente de tus estudios. Te acompañaré a instalarte y considera tuya mi casa. ¿Dónde dejaste tu equipaje?
—Lo dejé en el pasillo.
Mientras iba por él, observó su cuerpo esbelto, ligero al caminar y con una sutil agilidad. Regresó con una maleta que parecía portafolio escolar. Poco después merendaban. En la cocina se colaba una ventisca fría, y Mario se levantó a cerrar la ventana percatándose de un desajuste. Observó y manipulando con habilidad hizo correr la hoja.
— ¿Mañana saldrá a caminar? Le preguntó, dándole a entender que podría cambiar el clima.
—No me asustan estas ventiscas.
Antes de retirarse a descansar, le dio un beso en la mejilla y dijo en voz baja “gracias”. La fragancia de su perfume la condujo por un camino de abetos que noches atrás había presentido en el sueño.
Ella trotaba por las callejuelas entre penumbras. “La ciudad es bella; se escucha el frotar de las escobas sobre las piedras de las calles, algún vehículo en la lejanía que rompe el silencio. ¡Las estrellas titilan tan cerca! Tengo sesenta y tantos años y mi salud es envidiable.
Miró al cielo buscando la luna, oculta por las nubes. En el trayecto pensó en Mario y la envolvió el recuerdo de aquellos días, sin embargo, se dijo una vez más que la decisión de vivir sola fue acertada.
Mario la esperaba con una toalla y un vaso con jugo de frutas. Ella le sonrió y fue a ducharse. El agua hervía en la tetera, y en la sartén se cocían unas ricas galletas de harina con aroma a naranja. Poco después se percató de que él lucía como dispuesto a salir de paseo.
— ¿Vas a recorrer la ciudad?
—Será en otro momento. El tiempo va a cambiar y quizá haya necesidad de hacer compras, deseo acompañarla si usted lo permite.
—Magnífico, iremos de compras, ¡me revienta!, pero es necesario.
Cuando estaba por abrir el vehículo…
—Déjeme manejar. Soy buen chofer. —le dijo.
Lo miró a los ojos y encontró seguridad. Le dio las llaves y se sentó a su lado. Fue guiándolo por las avenidas y sus temores se diluyeron. Cuando compraban víveres frescos recordó a sus hijos y la obligación se transformó en un paseo. El tiempo alcanzó para enseñarle la ciudad y terminaron riéndose en una cafetería de la plaza central.
Muy en la mañana, calzó tenis, tomó su monedero y salió despreciando el frío. Trotaba por la cuesta que va a la iglesia, cuando escuchó otra zancada. Instintivamente miró hacia atrás, y solo había pedazos de niebla. Se detuvo, y quedó el silencio, reinició, y volvió a escuchar, ahora el trote de otros pasos que no eran los suyos, pero no venían de atrás, tampoco iban delante, sino que los oía en sus pies. Miró hacia abajo y se dijo “estoy loquita”. Llegando a la cúspide, perdió el equilibrio, unos segundos después, también se iría la conciencia.
Más tarde recordaría: “Cuando avanzaba sobre la cuesta, escuché otra pisada distinta a la mía; el ritmo no era el mismo. Adyacente a la iglesia, de unas escaleras que conducen a una construcción rocosa –milenaria-emergió una silueta que detuvo mi caída. Me acostó y frotó los pulsos del cuello, al mismo tiempo que rezaba. Aún percibo el olor de hierbas y la paz que siguió después de la oración”.
Evocó con claridad el ulular de la ambulancia, de cómo fue trasladada al hospital y los estudios a los que fue sometida. Solo escuchaba lo importante, el resto era el tiempo interminable que la hacía ensoñar, reír, llorar, compadecerse, emocionarse. Era vivir de otro modo.
Tres días después, la voz de su hija le acariciaba la mejilla y la alegría la transformó en una ola depositada en la playa.
— ¡Mamá qué lindo está el día!, hay un olor de durazno que revolotea y que tienes que oler. Dime que los hueles mamá.
—Siento el aroma hija…
— ¡Mamá, has regresado! ¡Dios, qué alegría! ¡Mi hermano viene en camino!
En el hogar caminaba reconociendo el departamento, aún quedaba espuma en el entendimiento. Fue hacia la pieza donde había estado Mario y encontró a su hija profundamente dormida. Cierta vez lo mencionó, pero leyó en los ojos de sus hijos una interrogación. Platicaban que algún velador la encontró y dio parte a los servicios de urgencia.
Meses después, reestablecida, contestó el teléfono.
— ¿Sra. Bazán?
—Sí.
— ¿Estuvo internada en el hospital los días…?
—Sí.
—Hay un monedero que no sabemos de quién es, si es suyo, descríbalo por favor.
—Es pequeño, color negro, de piel, con cierre marrón.
— Puede venir por él…
Cuando lo tuvo, recordó que lo llevaba en el bolso del short. Una luz apremió a que hurgara en el compartimiento secreto, al golpearlo salió rodando por el piso una moneda de plata que giraba, pero al detenerse quedó de canto y rodó hacia ella, hasta guarecerse entre sus dedos.
Al día siguiente se levantó con deseos de saborear dulce de coco y encontró una pequeña porción en la alacena, puso la tetera sobre la estufa y sentada esperó a que se calentara el agua. El monedero apareció sobre la mesa y distraídamente sacó la moneda y la hizo virar, ésta dio vueltas por toda la superficie y detuvo su movimiento cuando se encontró entre sus dedos. Lo volvió a hacer obteniendo el mismo resultado. La siguiente vez, escondió las manos y la rondana daba miles de vueltas. Habían pasado algunos minutos y seguía. Puso su mano en un extremo de la mesa y esta fue atraída y buscó meterse entre los dedos. La llevó hasta su boca, la besó, y sonrió luminosamente.

Texto agregado el 04-03-2021, y leído por 116 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
07-03-2021 Los compañeros que me antecedieron han expresado mi parecer por completo!!! Es evidente que no sos un escritor de "alcancía" como según recuerdo hace años alcancé a leer en tu Bío. Te quiero, Rub! MujerDiosa
04-03-2021 —Siempre digo que el sello de un escritor es su estilo y en tu caso tu estilo me atrapa y como lector amante de los cuentos me dejo llevar por tus letras, aunque hay momentos en que tengo que detenerme y analizar la situaciones que se van dando hasta alcanzar el final que en la mitad del cuento pensaba que era otro. Repito: me gusta tu estilo Rubén. —Saludos y un abrazo. vicenterreramarquez
04-03-2021 Tu historia es un desfile de sensaciones, sentimientos, se suman a ellos recuerdos, decisiones, perfumados por olores y bellas tonos de flores. Tu historia Sendero es un popurrí de inolvidables momentos. Me encanto. Felicitaciones. ***** sensaciones
 
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