Al final de cuentas, el abuso tiene consecuencias.
Esquilmada desde sus vísceras, perseverante en su paciencia, pero silenciosa en ese afán, procuró que la infinitud relativa de sus pulsos prosiguiera desde sus intestinos y que el cuajo inmanente que provee sus frutos no mermara jamás.
Todo fue en vano.
Su paciencia no dio más frutos que ser doblemente hendida, ultrajada, burlada, abriéndosele tajos en su morfología sagrada y vaciándola con voracidad desmedida. Humearon infinitud de bocas de acero sobre sus cielos límpidos y sus lágrimas negras y espesas crearon aristócratas, castas y feudos.
Sólo se desaguó con sollozos desbordantes, lágrimas vanas que inundaron su piel ajada, inclinación de madre aún en el altar del sacrificio, acortándose irremisible lo que llamamos tolerancia. Acudió el decoloro, la sed y el rumor multiplicado de estómagos vacíos. Aplacó sed y hambre en el confín de lo imposible. Pero para los suyos ya perdía a cada trecho su prodigalidad, confundió su patrón y equivocó sus ritmos abrasando a algunos y entumeciendo a otros y siendo su maternidad el único rasgo indeleble, llamaremos locura a lo que nosotros mismos propiciamos.
Nos perderemos.
El ocaso se vislumbra en el pálido horizonte. Hollamos, talamos, descuidamos y profitamos de sus dones y hoy, silenciosa y eterna, cautela nuestros pasos. No reclama, no es de suyo hacerlo, pero encaneció milenios y sus ubres languidecen. Aun así, acarician nuestro rostro las suaves lenguas de la brisa, acaso últimos mimos de alguien que pese a todo, quizás lamenta errar solitaria en las rutas siderales.
No volverán.
Sentenciados, algunos trinos se acallarán, flora y fauna perecerán y los océanos cobrarán territorio donde el hombre clavó sus guaridas, gigantes gélidos derretirán sus vientres en el mar y su acuosa consistencia será recinto de peces y designios. Y ella, ajena a este desquicio de siglos, continuará girando ausente al fin de todo latido y todo impulso. Una buena madre quizás sabrá procurarse mejores descendientes.