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Otro texto antiguo, que creo ya había puesto una vez por aquí.

“No eres más santo porque te alaben, ni más vil porque te desprecien”- Tomás de Kempis.

Me llamo Jesús. Como mucha gente en esta sobre poblada ciudad, me veo en la necesidad de viajar diariamente en el metro. En realidad lo hago porque es mi voluntad, porque me gusta estar entre tanta gente y observarla. Todos y cada uno de los viajantes se comportan de manera diferente y sorprender los detalles de sus actitudes me maravilla, me enseña a conocerlos mejor y a descifrar sus necesidades.
Cuando subo a un vagón, procuro elegir un sitio desde el que pueda tener una visión amplia de la gente que viaja en él; pero una vez lleno, esto pierde su importancia.

Hace algunos días me senté en el primer vagón del convoy, entre las pocas personas que lo abordaron en la estación Cuatro Caminos. Despreocupado (pero atento a lo que sucedía alrededor), abrí el libro que llevaba en las manos y me puse a leer; siempre que viajo en metro cargo un libro.
En Panteones, subió un hombre de edad indefinida y tomó asiento a mi lado. Lo miré casualmente, mal calculados tendría unos cuarenta años y en las manos llevaba un voluminoso libro. El contacto de su cercanía me estremeció, me asustó. De reojo observé su perfil de nariz ganchuda, lo cual afirmó mi rechazo. Hubo entre ambos un pequeño contacto visual, al mirarme él también de reojo; luego abrió su libro y se dispuso a leer. El tren siguió su recorrido.
Con una mano huesuda y temblorosa abrió suavemente su libro y pasó varias páginas hasta detenerse en la número sesenta y seis. Mi asustada curiosidad podía más que el temor repentino producido por aquel hombre. Sobremiré el texto por si podía leer algo. Entonces noté el olor, el hombre despedía un fuerte y desagradable olor; no era sudor, quizá alguna sustancia agria que no llegaba yo a definir. Me removí molesto en el asiento y traté de continuar leyendo mi libro, para disimular el disgusto que todo aquello me causaba. Nunca he sido elitista, me gusta lo popular, estar con la gente, ser amistoso. No comprendía muy bien por qué la presencia de aquel hombre repelía.
Duré algunos minutos intentando avanzar en la Imitación de Cristo y las enseñanzas de Tomás de Kempis, el libro que llevaba yo. No por eso dejaba de perderme los movimientos y actitudes de mi vecino. Parecía muy atento a la lectura de su libro; pero tenía la certeza de que él estaba también pendiente de mí. El convoy avanzaba y se llenaba de gente.
¿Qué libro estaría leyendo mi desconocido y repelente vecino? El libro se miraba muy nuevo y cuidado, como si lo acabara de comprar; en el hojeo que le daba, pude observar que tenía varios grabados con imágenes sobre aves o seres alados, quizá ángeles o vampiros; estar observando de reojo no me permitía apreciarlo con exactitud. La temperatura en el vagón a pesar de los ventiladores empezaba a elevarse. El olor que despedía aquel hombre, se me hacía insoportable y comencé a sudar. Los demás, no mostraban que aquello fuera evidente. Subió mucha más gente al vagón, hasta prácticamente abarrotarlo. Estación Hidalgo: algunas personas se empujaban para permitir el cierre de las puertas.
Un grabado que medio miré en el libro del hombre me sobresaltó de pronto. Era la imagen de varias sombras aladas tocando clarines; mientras un ser también alado, montado a caballo entre otros muchos, con el brazo derecho en alto y un rostro de rasgos bien definidos, volteaba hacia el espectador mostrando un rostro desencajado de nariz prominente, ojos hundidos y boca semiabierta de negrura insondable. Era un demonio no había duda, un demonio de mirada oscura, rebelde, odiosa.
Mi sorpresa debió ser más que evidente al voltear la cabeza más de la cuenta, ya que una voz como de engranes oxidados y mal lubricados, chirriantes, me dijo:
- Impresionante, ¿verdad?
- Sí - alcancé a musitar.
-Es un grabado magnífico, fue hecho a mediados del siglo XIX y mantiene la fuerza con que fue realizado... ¿Qué lees?, preguntó.
Por toda respuesta le mostré la portada de mi libro.
- ¿Tú, leyendo a Kempis?, replicó.
Su voz sonó entre burlona y molesta.
- Hay libros más edificantes. Deberías traer la biblia, aunque también sea un asco.
No respondí; me limité a escuchar al hombre.
Estábamos en Bellas Artes. El interior del vagón era una olla humeante de sudor y olores agrios, la gente estaba prácticamente encima de nosotros.
- ¿Te da curiosidad mi libro?... Es mucho mejor que la basura que traes.
Estrujó ligeramente su libro sin cerrarlo.
- Dice muchas mentiras; pero algunos pasajes son ciertos y no están mal redactados. El hombre que lo escribió sabe algunas cosas sobre mí.
Me sentía intimidado, pequeñito, como un ratoncito asustado. Estábamos saliendo de la estación Allende, la siguiente era Zócalo; seguramente bajaría mucha gente.
- Tengo que irme; el trabajo se me ha cargado en estos días en la ciudad y tú no haces nada.
¿Qué decía aquel tipo? ¿Qué debía hacer yo? Ni siquiera lo conocía.
Como si leyera mi pensamiento, cerró de un golpe su voluminoso libro, se levantó y dijo:
- Ten, conóceme.
Sin decir más, me botó su libro sobre las piernas y salió con un montón de gente que ya descendía en Zócalo. Lo seguí con la mirada a través de los cristales del vagón. Sólo alcancé a ver su espalda, que se miraba abombada, como si el hombre tuviera alguna joroba.
Ahí estaba yo, sorprendido, sin saber qué hacer o decir. Recogí el libro que el tipo me había dejado y leí el título de la portada: SVMMA DAEMONIACA. El autor era José Antonio Fortea.
Quedé impactado, tembloroso. ¿De qué trataba aquel libro?... ¿del diablo?
Decidí regresar e ir a casa.

He leído el libro. Ya sé de qué se trata. Es un compendio de todo lo que se conoce y se sabe sobre el demonio, de cómo hacer exorcismos. Sí, es un libro para conocer al diablo. Lo curioso es que José Antonio Fortea, el autor, es un sacerdote católico español, que ha escrito el libro para la enseñanza de las comunidades religiosas (sirve consultar el Internet, ¿no?). Ahora, tengo en casa el ejemplar que me regaló el hombre. Lo he puesto en el cajón de una cómoda, bajo doble llave. No por el libro en sí; estoy asustado de que el ser maloliente de la nariz ganchuda venga a reclamármelo. Porque de que viene, viene ¿O no?; si no para qué me regaló el libro, ¿porque tiene un alma caritativa? Lo estoy esperando; preparado con todo lo que ahora sé sobre el demonio. Mi librito de la Imitación de Cristo sigue sin terminar. ¿Vendrá en plan amistoso o tendré que luchar contra él? ¿Su nombre será ése que siempre me ha asustado tanto?: Luz bella... Luzbel...
Tengo mucho miedo. ¿Por qué se les habrá ocurrido a mis papás llamarme precisamente Jesús?...


Nota: la breve descripción que se hace del grabado de Gustave Doré, El paraíso perdido, es nada más para darle más credibilidad al texto; el grabado no aparece en el libro de José Antonio Fortea.

Texto agregado el 26-08-2021, y leído por 133 visitantes. (6 votos)


Lectores Opinan
27-08-2021 Extraño encuentro. No habrá sido tu imaginación? Clorinda
27-08-2021 —Este diablo de tu relato es bastante creíble por su aspecto y aroma, aunque creo que muchos otros también viajan en el metro, pero van camuflados con otra vestimenta, otro aspecto y un perfume agradable. Todo es cuestión de fijarse bien en quién se sienta al lado, recuerda que también hay diablas. —Saludos vicenterreramarquez
27-08-2021 Que interesante me ha resultado tu texto, querido Mario, como siempre, un placer leerte. Gracias. gsap
27-08-2021 Quizas el diablo esté comentando ahora tu texto o por lo menos lo ha leído. De ser así, no te colocará estrellas, sólo se inscribirá en la página como diablito_malulo, Donsata, acalorado o cualquier otro nick para estar cerca de ti, leyendo tus textos y estudiándote a cada rato. De todos modos, abogaremos por ti por este buen relato. Un gran abrazo. guidos
27-08-2021 Me absorbió tu texto, muy interesante Mario… MujerDiosa
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