En esta tarde neblinosa que pareciera arrastrarse sin referencias de hora ni estación, saludo a un muchacho entrado en carnes que me pareció simpático. El chico me dirige una mirada curiosa, como preguntándose: ¿a qué se deberá esto, si no lo conozco?” Sólo le sonrío porque me recuerda al Morincho, un chico moreno y macizo pero al que se le trasparentaba su alma blanca en cada uno de sus gestos. Este que ahora saludo parece su sosias y su mano entre la mía me provoca buenas vibraciones. No soy de andar haciendo amigos porque sí, que para eso está Facebook, pero saludado el muchacho, se le unen sus compañeros y todos entre felices y desorientados, como es acaso la juventud de esta nueva era, me contemplan con esa especie de respeto obligado, parecido al que se les tiene a los profesores.
No sé de dónde surge el tipo este, enteco y vestido con un suéter celeste y pantalón negro. Usa el cabello un tanto largo y unos bigotes nada de escandalosos. Aparece y ya está. El tema es que pareciera estar interesado en conversar conmigo y le permito que nos vayamos uno al lado del otro, él musitando cosas breves e inentendibles. Lo imagino sociólogo al tipo este, un profesional de poco pelaje y mucha enjundia, por lo que pareciera articular con esa voz queda. ¡Que interesante debe ser su plática y que lástima que no llegue a mis oídos con la nitidez que debiera! Un intelectual sin linaje construye mundos con la sólida madera de su erudición y eso es imperdible. ¿O sólo intenta venderme algún producto y yo me dejo engañar por su apariencia?
Todo eso discurro durante el trayecto, hasta que llegamos al casino en donde almorzaré. Encuentro una mesa disponible y me acomodo para esperar que despachen mi pedido. El tipo se ha sentado al frente mío y sólo me observa. Eso me incomoda un tanto. Estoy a punto de romper el silencio en el instante preciso en que me pregunta a matacaballos:
“¿Tú crees en Dios?”
Si un ladrón me apuntara con su arma exigiendo mi dinero, me habría sorprendido menos. Titubeo porque es un cuestionamiento que aún se debate y no termina de resolverse en mi interior. Y porque hablar de un ser superior, no es asunto que se resuelva con un sí o un no. Por lo menos, así lo pienso yo.
Creo responderle con demasiados titubeos, por ejemplo, que para mí es difícil creer, que la ciencia, que la intemperie del alma, que esto y lo otro.
El hombre continúa observándome con el ceño fruncido, como si yo fuese el personaje más importante de la creación y que resolver este cuestionamiento sea cosa de vida o muerte.
Tampoco me atrevo a decir sin ambages: “No, no creo en Dios” porque eso me transforma instantáneamente en un ignorante atrevido o en un tipo que echa al tacho de la basura toda la historia de la humanidad y la creencia o no es una cosa y el respeto otra muy distinta. Es increíble como todavía supervive dentro de mí y de manera inconsciente ese miedo sólido, producto de una severa educación judeo cristiana. Eso discurro, contemplando de reojo a ese intelectual mísero y vendedor de ilusiones, del cual intuyo el asomo de un prejuicio oscilando bajo su bigotillo leve.
“No sé qué responderte”, murmuro, pensando acaso que mi tibieza e irresolución zanjarán este inesperado encuentro. Dibujo en mi mente esas antiguas estructuras que aún perviven en este mundo moderno, los dioses y la aristocracia, la iglesia que se arrima a los poderes fácticos y desoye la tribulación del pueblo. Dios es una creación muy conveniente para sofrenar pensamientos igualitarios, revolucionarios, ansiosos de justicia. Eso se repite como un mantra. El universo infinito y los procesos químicos que crean constelaciones, mundos en donde la distancia es una palabra que pierde sentido. ¿Dios, si lo es, abarca tanto?
“Intuyo que dentro de tu cabeza tienes una majamama enorme” musita el tipo, del cual no sé ni su nombre ni su filiación. Bien puede ser un espía, un cobrador que gusta de entreverarse en los asuntos más ocultos del deudor, acaso un falso profeta que pretende acarrear discípulos a su vera.
Entretanto, un caldo aguado aparece frente a mí y entre cuchareo y miradas de soslayo al personaje, me pregunto en qué momento me desembarazaré de él. Nada digo, no deseo amistar con él, se me figura inquisidor, lo delata ese gesto suyo, contemplándome con preocupante atención.
“Sugiero que transes con tus desacuerdos espirituales”.
Dicho esto, el hombre se levanta como alzado por un artificio y ofreciéndome su mano fría, se despide.
“Chao”.
“Chao”.
Este día nublado y de horas imprecisas me aguarda afuera. Nadie, sólo yo reflejándome en las turbias aguas de ese caldo testimonial. Nadie más pareciera existir dentro de este recinto con apariencia de nada, sólo un silencio de esferas lejanas.


“¡Qué extraño el tipo aquel! Parecía hablar con el espejo mientras cuchareaba a disgusto”.
“Si, muy extraño. Se notaba ajeno a todo, ensimismado, como si una enorme culpa lo abstrajera”.
“Bueno, por lo menos pago el consumo”.
“Si. Gracias a Dios”.