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Inicio / Cuenteros Locales / ValentinoHND / La India - Cuento Homenaje a La Página de los Cuentos

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[Silencio, cámaras, ¡acción!… Something must've gone wrong in my brain. Got your chemicals all in my veins, feeling all the highs, feeling all the pain. It's you, babe. And I'm a sucker for the way that you move, babe. Just like nicotine, heroin, morphine, suddenly, I'm a fiend and you're all I need, all I need, yeah, you're all I need… ]


1. Imix


La India no era una de esas mujeres que pertenecieran al grupo de las beldades clásicas, pero su nariz recta la hacía ver bonita. Sus ojos, almendrados y rasgados por un velo asiático que algunos afirmaban le restaba fuerza a la mirada, no eran armoniosos ni se veían atractivos a causa de un prolongado matojo de pelos que le cruzaba la frente y le confería ese aspecto titiritesco de Frida Kahlo; su frente, huidiza, le realzaba su faz juvenil y galana, acaso sensible; su cuerpo, magnético, había sido el objeto de muchas pasiones; su tono de piel, gloriosamente acanelado, algo maltratado por el sol, es verdad, pero erótico y sugestivo, probablemente producto del azar genómico y de un forzado y antiguo mestizaje. Su apodo, que ella misma no consideraba despectivo, se debía a su nativa configuración racial, más aborigen que latina; algunos, escupían el suelo con solo verla y la tenían por un engendro aborrecible; muchos, contrariamente, hallaban un remanso de alegría divino en los pies de su diosa maya que, herida de amor, había regresado a la vida tras haberse escapado del humeante Inframundo jugando a la pelota.

La India siempre fue el motivo de graves y virulentos juicios, inmerecidos todos, así como de las más arrebatadas emociones. Escondido bajo el santo del maullido de los gatos y el ladrido de los perros sin dueño, el dolor y el despecho que las mujeres le guardaban por no perdonarle que una miserable como ella gozara del privilegio de un porte regio y una juventud desbordada, afloraba con fuerza bajo las llamaradas del ardoroso sol de los trópicos. Cuando La India, con su paso firme y seguro, dominaba las calles, se arriesgaban, por en medio de las cercas de hierro oxidado, a asomar sus caras repletas de reproches y envidia. Cuando el calor era arrastrado por los vientos del norte hacia el interior de las casas y obligaba a los inquilinos a salir por alguna bebida fuerte con la que refrescarse, Lizbeth, la novia de Bobby, el campeón y capitán del equipo de fútbol, hija honorable del municipio y del comerciante de la calle principal, además regidor del pueblo, con su chispa pizpireta que caracterizaba a los hombres de su familia, aprovechaba las tardes sonrosadas para informar a sus clientes sobre las últimas novedades del lugar. Casi siempre el tópico de sus conversaciones se reducía al odio que sentía por La India, a quien nunca había tenido el gusto de conocer, pero de la que, con una omnisciencia de shamana Icelaca lenca, lo sabía todo. Por puro placer, despotricaba con una rigurosidad forense en contra de la turbia personalidad de su injuriada favorita. Comenzaba siempre su monólogo acomodándose como un chac mool en la silla de la caja registradora, diciendo que cualquier calificativo le sentaba bien, menos el de femenina, porque, remarcaba, el suyo no se ajustaba al criterio y el sentido preconcebido de la palabra y las buenas costumbres. Es una marimacha, proseguía mascando ávidamente un chicle, y sabrá Dios con cuánto ardor ha pervertido a muchas niñas mientras las obligaba a hacer tortillas. Elevándola como a Sac Nicté de la pértiga más alta del bosque, desde donde la precipitaba sin piedad a lo profundo del cenote, afirmaba que La India se había perdido por culpa de un mal amor. Una mujer sin suerte, a la que muchos han visto en vídeos del Whatsapp revolcándose en orgías sin género. Violando la santidad de su cadáver, a sabiendas de que no sufriría por las consecuencias de su chismorreo, espetaba que no le cabía en la cabeza que una “mujer” hiciera “cosas de hombres”, como las de jugar al fútbol, porque “Dios en su misericordia le ha dado un par de pantalones al hombre y una falda larga y pudorosa a las jovencitas”. Por último, y la gente convenía en que no le faltaba razón, culpaba al padre por su debilidad masculina y “por no ponerla en orden” ni saber cómo corregirla ni orientarla hacia el camino de la santidad y la virtud, porque más valía en este Mundo pasar por damisela pulcra y decente, de uñas escondidas —y no lo decía con el cinismo de los depravados sino que con la fuerza de la convicción— que por zorra explicita, humillada de boca en boca por el mundo entero.

Un viejito de la cuadra siguiente, sin embargo, disentía; vestido con una camiseta sin mangas y protegido de la cabeza por una gorra ajada y llena de hebras, culpaba de los males de La India a la literatura, la música y la poesía contemporánea de principios de milenio, a quienes acusaba severamente de pervertirla, por cantar y encumbrar a modelos sin roles que no tenían más mérito que el de vestirse con trapos jucos, empolvarse la cara y enseñar el culo desnudo. Todo con la vil excusa de la “libertad individual”, malinterpretada por el mundo anglosajón, so pena de adornar sus versos con toques intimistas y un patético preciosismo alejandrino que servía para matizar el diabólico mal. Ah, y no puede faltar el zoquete retorcido, continuaba agitando las manos, que en nombre del humor negro y la comedia nos insulte a todos con sus letras de subnormal. Oí esto: Quiere volver conmigo, me la mama, se la restriego en las nalgas y I don't give a fuck, fuck, fuck. Prefiero las historias que narran las aventuras de indios y ñandús. A La India las murmuraciones de fracasados le resbalaban porque, en primer lugar, las desconocía, y en segundo, no le quitaban el sueño. No conocía de letras ni de diccionarios ni de teatros ni de diletantismo estético, ni de canciones, y su forma de actuar y de vivir vibraba al son de un solo impulso, el que la Naturaleza le había dictado desde que salió del vientre, el de zambullirse en el flujo continuo, consustancial y arrollador de la realidad. Aprendió rápido que no debía pedirle permiso a nadie por sus acciones, en respuesta a las constantes vejaciones que muchos le prodigaban por habitar una precaria choza que su padre había construido en los bordos de un río, escondida detrás de un tupido jardín de napoleones, hibiscos, aves de paraíso y girasoles. Resignada socialmente, acostumbraba en las soleadas mañanas a despertarse en la madrugada para recoger los huevos de las gallinas ponedoras, alimentar con maicillo a los cerdos que no paraban de revolcarse en la playa, y revisar las herraduras gastadas del caballo carretero con el que su padre se ganaba la vida. Con el sol iluminándolo todo, cogía su bicicleta con manubrios del tipo longhorn y alegremente se conducía al trabajo de medio tiempo que una amiga le había encontrado en una boutique ubicada en el centro del pueblo. Ya no entrenaba tan seguido como antes, pero mantenía sus prácticas en privado, en la vasta ribera del río. Nadie supo a ciencia cierta cómo había llegado La India al fútbol, si por la escuela o por proyectos de alguna ONG. Pero lo cierto es que le gustaba ejercitarse regularmente vistiendo un chándal de poliéster, joggers, que acentuaban su extraordinaria complexión física, y se había convertido en una gran jugadora. Militaba en un equipo de fútbol femenino, con el que solía jugar por invitaciones de equipos de las fábricas de las ciudades, muy alejadas del pueblo, y por fogueos en las ligas juveniles. Para mantener una alta resistencia física, se pasaba las tardes corriendo en una especie de cancha enclavada en las orillas de una bahía de cedros y pinos, que en el pueblo llamaban “el centro deportivo”. Charlaba sin complejos con los chicos que entrenaban y jugaban con el balón, de los que tenía que soportar sus burlas y en otras su intenso amor. Cuando tuvo edad de entender, no le importó siquiera saber por qué le habían endosado el marbete de “niña varonila”, pero acabó aceptándolo como se aceptan las cosas que no nos gustan, con agallas y restándole importancia. Sin decírselo a nadie, descubrió que aquel mote le favorecía, que era una “bendición”, pues pronto se vio libre de las normas de recato social, muchas veces ridículas, que la forzaban a reglamentar su vida con la premisa de emprender la “búsqueda del hombre perfecto y desconocido”. No es que no le gustaran, pero no le atraían ninguno de los chicos, cuyo carácter a veces dejaba mucho que desear.

Bobby siempre tuvo problemas para descifrar la personalidad de La India. Gozando del aire acondicionado y acostado en la cama junto a Lizbeth, escuchaba impertérrito las historias hiperbólicas que su respetada prometida se animaba a relatarle. Se había formado una imagen —o lo que le traducían de esa imagen— bastante deplorable de La India. Estimaba con la seriedad de un gran asunto que él, como hombre viril, decente y heterosexual, criado en el amor de las sanas convicciones, estaba obligado a alejarse de ella tanto como el calor del frío; inconscientemente, había erigido una barrera espiritual que le reportaba el grato beneficio de un saludable distanciamiento social que resumía en el siguiente axioma: Si existe el amor entre un hombre y una mujer y debemos luchar contra aquello que atente contra las buenas costumbres y si queremos que éste perdure por siempre, las mujeres de dudosa sexualidad deben ser excluidas. Así, las lesbianas no forman parte de este conjunto. Una paria fea y lesbiana. Así zanjaba de una sola vez cualquier resquicio de duda. Mimado en casa, Bobby era alto, fuerte y orgulloso –como su padre, sabio consejero y administrador de la asociación de agrónomos–, inconmovible de corazón por cuánto el reservaba su amor para adorar con todo su empeño el sagrado deporte del fútbol.

La India poseía un don maravilloso que la miseria y las malas vibras no podían ocultar: Cuando pisaba una cancha de fútbol, se convertía en una niña prodigio. Los indígenas lencas que venían del occidente fronterizo para comerciar artesanías –los antiguos pobladores–, la habían visto jugar en los pueblos y lugares vecinos y solían compararla con la diosa maya de la fertilidad y del amor. Bajándose el mecapal de la frente, se tomaban descansos para tener el honor y el orgullo de verla correr. Su gracia física y su estilo de juego, razonaban, sólo eran semejantes a la donosura estética que brotara apacible de los geniales cinceles que alguna vez moldearon en estuco la faz del rey maya K’inich Janaab’; eso les enorgullecía. Para ellos el juego de pelota era sagrado. No era exagerado, pues, que las almas lloraran del éxtasis cuando, con el soberbio talento de una diva guerrera, les fuera revelado con su toque inefable el secreto de convertir a un llano esférico de cuero en el límite de toda capacidad humana. Algunos saltaban eufóricos, clamando por un beso angélico, mientras la descubrían flotando envuelta en una bruma etérea de la que salían rayos dulces y adorables.


2. Ik'

El invierno llegaba a su fin y el regreso de la primavera ponía de buen humor a los corazones. Las gentes del pueblo dejaban atrás sus temores y agradecían al buen Dios por su merced. Los chicos eran los más afortunados. Los estragos provocados por las inundaciones habían sido mínimas y el verde césped de la cancha se recuperó por completo y con suma facilidad, dejando atrás los claroscuros de tierra que generaban molestos remolinos de polvo. Volvían la diversión y el júbilo. El pueblo era joven. Su juventud les hacía creer que no tenían nada que perder y no creían necesario nutrir el alma con ningún tipo de maná intelectual, como tampoco ansiaban materializar alguna seria aspiración de vida. Su único sueño consistía en mantenerse vivos, en lo posible, después de cada invierno. Se gastaban gran parte del día jugando con el navegador de internet y enviándose mensajes por el celular. Hallaban un inmenso placer en desinformarse y en reír de la estupidez por lo divertido de los memes, que replicaban sin ningún sentido. En suma, lo que heredaban como legado cultural se fundamentaba en una colección de desacertados consejos emitidos por sus propios padres, que, como es lógico, constituían una cadena de transmisión estólida que los llevaba a cometer, punto por punto, cada uno de los errores de sus ancestros, “deslices”, que las familias justificaban, medio en bromas, con célebres frases del tipo “salió igualito al papá”. Si por alguna razón que era como decir el “colmo”, esta infalible formula fallara, existía la sesuda opción de enviarlos a la iglesia, “para que buscaran del ‘verdadero’ conocimiento de Dios”. Ahí los críos se dedicaban a enamorar hermanitas y mofarse de los sermones del cura y del pastor. Eran incorregibles. Ni siquiera la fuerza de la emoción y la locura y el terror que las narraciones bíblicas, con sus asesinatos masivos, traiciones y castigos, herramientas probadas a lo largo de los siglos para hacer temblar hasta las conciencias más mundanas, eran capaces de enderezarlos, porque su umbral de conocimiento no venía trazado por Dios sino por la voluntad y la conspiración de los políticos de turno. Hicieran lo que hicieran, estaban condenados a vivir atrapados en un bucle infinito de depravación, superstición, ignorancia y violencia. Aun con todo esto, consideraban que su modo de vida les bastaba para vivir convencidos y agradecidos de que la mala suerte al menos no les había alcanzado todavía. ¡Menudos gilipollas!, les gritó cierta vez un italiano malhumorado, cansado de explicarse vez tras vez, y al que en cuestión de días ejecutaron como a San Esteban, apedreado.

El pueblo se encontraba en un pequeño y frondoso valle que se extendía tímidamente bajo los pies de una inmensa montaña cubierta de pinos. Tres ríos lo cruzaban y acababan por arrasarlo en un evento cataclísmico que se presentaba cada veinte años. Pero había temporadas en que la Naturaleza trabajaba de más y aterraba al pueblo durante el invierno, llenando la cumbre de la montaña con agua, que luego bajaba furiosa por las gargantas de los tres ríos. Así que el comienzo de la primavera implicaba siempre un forzoso festejo de la vida y la buena suerte. Al pueblo lo habían fundado migrantes pobres expulsados por la miseria y el crimen de las grandes ciudades, hace cuarenta años. Llegaron como cuando los nahuas hicieron su aparición, siglos atrás, y arrasaron con la tierra para expulsar a las demás tribus. Ubicaron al pueblo tan lejos de sus pesadillas, y sufrieron tanto por los embates del clima en su nuevo hogar, que la religión se había visto desplazada por aficiones más amenas y edificantes, como la del fútbol, que había tomado el lugar del locus religioso, en una mezcla de politeísmo mágico que sutilmente era insuflado por los sobrevivientes lencas. Cuando el sol bajaba a las cuatro de la tarde, la ceremonia de transición encendía el espíritu de los lugareños. Los muchachos se congregaban en “el centro deportivo” con el objeto de hacerse valer como hombres, y se enfrentaban en público formando equipos que chocaban en fieros encuentros futbolísticos. Alguien de la alcaldía mandó a confeccionar un gigantesco rótulo que colgaba de las ramas de los árboles del bosque de pino que decía: “Sin llorar se llama la película”. Era toda una declaración de valor y filosofía de la vida, por lo que los jugadores estaban obligados a demostrar que su honor y su valor eran dignos y heroicos, que sus ansias de victoria y conquista no desmerecían su anhelo para llegar a ser considerados como esos semidioses jaguares de temible leyenda que escuchaban en boca de los cantores indígenas; historias épicas donde el gran Kaibil Balam, rey de los mayas, formaba un ejército de grandes guerreros, celosos y poderosos, que resistían la llegada de los españoles y a los que mandaba a cazar con ciento veinte de sus mejores hombres. El tema, además de fascinante, era serio, como dedicadas las partidas.

En el pueblo, cada calle tenía su gloria, y la de Bobby era la gloria futbolística.

La primera vez que Bobby vio a La India, ésta corría dándole vueltas al campo; Bobby había decidido no integrar el equipo porque ese día se haría acompañar por Lizbeth, la joven complaciente y superficial que sabía hacer informes personales a la medida pero que era una nulidad para el deporte; juntos ocuparon unos troncos caídos de guanacaste que hacían de butacas a lo largo del terreno y se dispusieron a observar las rutinas de los futbolistas. No fue difícil que Lizbeth lo captara. La India corría con la seguridad y la belleza de una gladiadora altiva, y no hacía contacto visual con nadie. Es una marimacha, murmuró Lizbeth, se le nota de solo verla andar. Te lo puedo apostar, Bobby. Éste se había reído por lo soso del comentario; los celos y la lengua duermen en la misma cama. Ante los ojos de Lizbeth, el pecado de La India era su trasero redondo y carnoso y unas piernas tonificadas que impresionaban. Lizbeth no tardó mucho en reparar que Bobby, tras enfocar los ojos en el rostro de La India, arrugó los pómulos, despreciándolo. Bobby supo que La India y él no eran iguales, que no provenían de la misma prosapia; le pareció que por el tono de la piel tenía poca higiene. Reía para sí mismo, imaginando que hubiera sido absurdo e imposible que su merced se rebajara a un nivel poco digno. Lizbeth también sonrió al verlo reír y comenzó a masajearle el pecho. Con el celular en la mano y la certera sinuosidad felina, le dijo: Sabes, Bobby, papá me depositará algunos dólares para que yo vaya a hacer el trámite de la visa americana en la Embajada. ¡Mírame! ¡Estoy tan emocionada! Pero Bobby, más por inercia que por otra cosa, seguía con los ojos puestos en el cuerpo de La India, desentrañando su figura atlética, sus zancadas de corredora olímpica y su cola de caballo oxigenada que daba vueltas hipnóticas como unas hélices de helicóptero. Se veía competitiva. Lizbeth entendió que debía contrastar sus virtudes y potencias económicas. Quiero decir, Bobby, que me muero por asistir a un concierto de Ariana Grande, o escuchar a la dulce Camila Cabello, a Jay Z o Bad Bunny. Ariana es que bien así, modosita, tan linda y tan perfecta. Al señalar esto se tocaba las caderas y se hacía rulos en el pelo. Bobby no le prestaba atención pero asentía con la cabeza.

–¿Bobby? –dijo Lizbeth, luego en un chillido– ¡Bobby!

–Dime –le contestó a secas, sin querer ser molestado.

–¿Qué tienes? –le preguntó con una mueca de disgusto.

–Estoy bien –respondió Bobby muy serio–. ¿Cuál es tu problema? ¿No te dije acaso que me alegra lo de tu viaje?

Lizbeth, recogiéndose, le dio un beso inesperado en la boca, que Bobby devolvió de mala gana justo cuando La India les pasaba de frente.

Alejandra no significaba nada para Bobby y Bobby no era nadie en la vida de Alejandra en aquel preciso momento. Alejandra era La India. Lizbeth siempre se guardó de pronunciar su nombre enfrente de Bobby a la vez que la injuriaba, temiendo lo inevitable. Lo pensó bien.

Mientras La India les pasaba de largo, un balón le cayó a los pies. Aunque había pocas nubes en el cielo, se dejó escuchar un estruendo que asustó a muchos; el tiempo se raleó como en un efecto de cámara lenta, y La India pateó la pelota con el instinto y la elegancia de una jugadora de pitz en el Inframundo, como si el mismo Xbalanqué hubiera reencarnado de la Casa del Murciélago; en un embrujo instantáneo, se vieron transportados en un largo sueño a las profundidades del Xibalbá, donde presenciaban, como nahuales, la perfecta y armoniosa ejecución de La India ante los gestos de asombro y admiración de Bobby, cuya alma levitaba del cuerpo; una historia olvidada en la oscuridad de los tiempos que volvía a repetirse: el amor indivisible de una virgen, Pixán, y el de un joven y hermoso cazador, Cancoh, se veía confrontado por la amenaza del quebranto y de la muerte; sentenciados a morir en una pira de fuego, su unión jamás pudo ser quebrantada; empujados por guerreros jaguares y vírgenes del fuego que operaban bajo la maligna incitación de la celosa sacerdotisa Ichna-Can-Katón, ninguno renegó de su amor, ni siquiera cuando las llamas calcinaban y arrancaban la tersa piel de sus cuerpos.

–¿Bobby?

Lizbeth le agitaba la mano en la cara. Bobby seguía aguantando la vista sobre los atractivos músculos de La India, unos gigantes rocosos que emergían furibundos y recreaban con su elasticidad plástica unos exquisitos continentes que iniciaban en las piernas y acababan redondeados en unas deliciosas y perfectas nalgas. La India sostenía su quijadita alzada, lo que le daba un look épico y trascendente. Bobby sintió que el corazón le iba a estallar.

Lo echó a perder la voz de La India.

–¡Ahí te va! –gruñó con una voz que enronquecía para darse ínfulas de igualdad.

Bobby retrocedió. Aquel sublime espectáculo se convirtió en un acto sonoro abominable. Lizbeth, con su bien gastada suspicacia, lo captó en el aire y cayó muerta de la risa; Bobby, sorprendido, sin que pudiera hacer nada, se unió a la chanza.

La India se volteó para verlos; supo que aquel par de cretinos le causarían problemas. Bobby se calló, pero Lizbeth se rió en su cara grave y cejuda sin más.


3. Ak'bal

A las seis y media de la tarde la oscuridad comenzaba a ennegrecerlo todo. La India dejó de correr y se retiró hacia uno de los cuadrantes, donde se consoló ejecutando prácticas de control para recobrarse anímicamente; les restregaba con su preciosismo que le importaban un carajo sus estúpidas apreciaciones; un atisbo de furia le asomaba por las comisuras de los labios, que Lizbeth, con su olfato político, aprovechó para volver a mofarse de ella –esta vez con menor sutileza–, dirigiéndole la palabra a un amigo de Bobby, al que le gritó con sonoras carcajadas que aquella era la mejor tarde de su vida. Es mejor permanecer callado y parecer tonto que hablar y despejar las dudas definitivamente. ¡Take it, bicth! La India se sintió humillada; con el pecho en alto, la frente orgullosa y el paso determinado por pensamientos que la hacían creer que su indignidad y degradación se debían a su pobreza, de forma lastimera, salió del campo y se largó por la calle de tierra alterna que la llevaba a casa.

No pensó en cobrarse venganza. Era inútil. Pero le dolía la miseria hasta en los huesos. Con todo, se dijo que no renunciaría.

A mitad de la primavera, los suelos seguían estando húmedos y engendraban interminables colmenas de mosquitos. El equipo de Bobby se había fortalecido y bajo su égida abandonaron finalmente aquel estilo de juego de barrio por uno más abierto y sistemático; retaban a escuadras de pueblos vecinos, superiores a ellos, y les ganaban. Bobby era celebrado como un capitán exitoso que no dejaba atrás a nadie. No volvió a pensar en La India en las semanas siguientes; la veía llegar a diario durante los entrenamientos y, desde lejos, le pareció percibir que ésta había dejado de jugar y se había dedicado por completo al running; luego la veía consumir las horas en pláticas amenas con otros chicos, pero sin que aquello le perturbara el espíritu. Bobby estaba convencido de su asquerosidad y desdén. Una paria fea y lesbiana, se reiteraba, como para reafirmarse, y dejaba que cualquier otro “se echara ese trompo a la uña”. Desde que apareció La India, Lizbeth no había dejado de asistir al campo. Como mujer, había escudriñado el corazón de Bobby y encontró que éste cargaba un profundo desprecio por La India; consideró que las privaciones que empobrecían a ésta, la rebajaban en su sistema de alertas y dejó de considerarla una amenaza, por lo que no volvió acompañar a Bobby, y se dedicó a atender el negocio y llenar de contenido sus redes sociales.

Aquella tarde el cielo despejado y de final de primavera era iluminado por unas cuantas estrellas chispeantes; la puesta de sol, hermosísima, parecía un lienzo que el propio José Antonio Velásquez pintara con sus pinceles mágicos, con sus tonos amarillentos, lentos y graves, supeditados a la merma de una luz tenue y dorada que acariciaba suavemente las esquinas de los objetos del entorno, desde las doblegadas y puntiagudas hojas de una grama verde y virginal, las ramas de un tupido y tórrido bosque, realzadas por el plumaje rojo de unas bulliciosas guacamayas, hasta las tejas naranjas de unas casitas asentadas en terreno pedregoso. Una estela de escasas nubes adornaba el fondo de la bóveda celestial. Se respiraba un ambiente, para los entendidos, bucólico, y los ánimos se prestaban a la hermandad, la solidaridad, la alegría y el amor.

Sucedió como suceden las cosas importantes. Con una casualidad. El incidente no guardaba ni la más mínima importancia; siendo francos, tampoco era que ella tuviera la culpa. Alguna vez Bobby tuvo dudas sobre la viva acción de la inevitabilidad de los acontecimientos, principalmente cuando Lizbeth lo cansaba con sus caprichos de niña rica. ¿Predestinación? ¿Argumento de la reducción al absurdo? ¿Tendencia a probar lo prohibido? ¿Sutil incitación? ¿De qué otra forma podía explicarse?

Como de costumbre, Bobby vio a La India correr con sus piernas largas, el rostro serio y la disciplina de una atleta. Ninguno tenía algo premeditado en mente. Cada quién se ocupaba de lo suyo. Como en las justas deportivas, se sobreentendía que las burlas y las ofensas existían nada más que en el pasado. Aquello le agradó a Bobby. La chica no era una estúpida sensiblera ni se ahogaba en un mar de lágrimas. Entendió por la fuerza del grupo, que La India era bien aceptada y que incluso era conocida desde hace tiempo; él, no obstante, se resistía a acercarse; la camaradería de los muchachos para con La India lo forzaba a pensar en lo absurdo de la situación y del por qué nunca habían coincidido en lugares y eventos previos. No parecía una mala chica, después de todo. Pronto recordó que Lizbeth le había dicho que La India provenía de los nuevos asentamientos, “de la invasión, río abajo, de ese arrabal que servía de refugio a delincuentes, sicarios y mareros”. Aquello lo devolvió a la realidad y trazaba una línea roja que ninguno debía sobrepasar. Pero algo en el fondo del alma le señalaba que no la podía odiar ni despreciar del todo, por mucho que lo intentara o quisiera. Si fue la costumbre o el erotismo del cuerpo de La India, él no lo sabía, pero intuía que ambos estaban destinados a encontrarse. No la odiaba, pero se trataban como unos completos extraños.

Una bandada de garzas blancas, que se alimentaban de las garrapatas del ganado aledaño, aterrizó en medio del campo de fútbol. Un chico les lanzó un balón para espantarlas, pero éste rebotó con tan mala fortuna que pegó de lleno en el rostro Bobby, que entrenaba con sus compañeros. La sorpresa más que el golpe hizo que tambaleara y retrocediera; con la torpeza de un hombre sorprendido, engarzó un pie detrás del otro y, derribado por la fuerza de su peso muerto, resbaló para caer justo a los pies de La India, que corría y no tenía la menor posibilidad de esquivarlo. La caída fue aparatosa y el espectáculo se prestó para burlas y rechiflas. Ya en el suelo, Bobby giró la cabeza, muy avergonzado; se ruborizaba no tanto por el golpe que le había propinado a La India sino porque consideraba que un jugador exitoso como él no podía ser nunca objeto de escarnio; tenía un gran porte y no le faltaba liderazgo, pero sus críticos señalaban que era algo tosco y que la sutileza no era una de sus características sobresalientes. Ante la dura crítica, se empeñó en hacer su juego más rudo y montañoso. Desde entonces se enorgulleció de ello porque suponía que estas bravas actitudes representaban el pináculo de su poder y hombría, ganándose el elogio del público. La India se sintió apenada y confundida, mientras se levantaba para limpiar el cuerpo; se hizo a un lado. Aunque no lo pensaran, ambos sintieron que algo desconocido que se anidaba en sus espíritus; no diferían en mucho, y sus cuerpos, como en la física gravitacional, se atraían.

Duró sólo instante.

Bobby le fijó los ojos, con una mirada ingenua, hasta afectuosa, pero le repugnó el contorno irregular de su entrecejo; arrugó la nariz. No hubiera podido evitarlo de todos modos, y de pronto, apesarado por lo que creyó que era una descortesía suya, bajó la mirada. Sintió que el aura de La India, ese espacio estrecho de atracción, la consideraba ofensiva, quizá hasta discriminadora. Como medida de compensación, se dijo a sí mismo que no la encontraba tan “fea”, sino algo diferente. Moviendo la cabeza de un lado a otro, entendió que realmente la había ofendido gravemente, ya que los ojos vidriosos de ésta se lo descubrían: él era un hombre vil y prejuicioso, un patán que la observaba como si fuera una quimera de circo, un ser inferior, alguien a quien debía de tenérsele lástima por su deformidad; la hacía sentir engañada porque aquellos ojos llorosos, pequeños y tupidos por una hilera de pestañas cortas, no eran capaces de desviar la atención de sus dientes de vampiresa y de su boca recta sumida en una sempiterna seriedad; el rostro simétrico de Bobby le comunicaba que no había mucho que rescatar de ella, salvo por la forma de su cabeza, rectangular, su suave quijada y su amarrado cabello rubio oxigenado, que le daban ese aire de competencia.

Acabó por saludarla con un simple “hola”, para matizar el bochorno; La India, conmovida, experimentaba una nueva humillación; ni siquiera se dignó a devolverle el saludo; se recompuso, siguió de paso y lo ignoró por completo; Bobby salió convencido de que era un idiota asqueroso. Se quedó quieto bajo el arco, cabizbajo, sin pronunciar una sola palabra. Algo le sucedía. Un vacío, oscuro y temible, el grooving, se arremolinaba con violencia cerca de la boca de su estómago. Situó su mano derecha en el pecho y regresó al juego como si nada hubiera ocurrido, pero lastimado del alma.

4. Kan

Se ignoraron en lo que restaba de la primavera. Tampoco se hablaron durante los primeros días del verano polvoso y seco. No lo hacían por maldad sino por desinterés. Cada uno asumía que no se importaban. Bobby continuaba ojeándola a diario cuando desplegaba su imponente figura. La observaba de reojo cuando ella se sentaba a conversar con los chicos del grupo. A veces parecía que disfrutaba tanto de su compañía, que Bobby, incomodado, podía imaginar cómo la explosión de risas, gozosas y limpias, cruzaban más allá del bosque de pinos. Bobby entonces volteaba la cabeza para enterarse de lo que ocurría, pero solo encontraba indiferencia y repudio. Sin embargo, no pasaría mucho para que descubriera que ella movía la cabeza en dirección contraria cuando él respondía al juego de sus risas. Se enteró también de que ya no era capaz de reprenderla espetándole lo de “paria fea y lesbiana”.

De pronto aquel mundo idílico no sucedió más.

La India dejó de llegar al campo y Bobby, con las piernas caídas sobre la grama, sin que pudiera explicarlo, se sintió traicionado. Le indignaba su ausencia. No soportaba el hecho de que ella hubiera tomado la decisión arbitraria de desaparecer sin su aprobación. Imaginaba que había existido un pacto tácito e invisible entre ambos que dictaba que ella o él debían hacerse presentes en el campo a las cuatro de la tarde en punto todos los días y sin falta. Como en un pacto inquebrantable, infringirlo merecía toda la fuerza del castigo. Lo enfurecía. Sabía el por qué y a quién dirigir su ira. Quería verla y reclamarle, para gritarle bien fuerte que se fuera para siempre de su vida, que era una niña malcriada y tonta y que a él no le importaba en lo absoluto que haya decidido marcharse, que no volviera nunca más, que ahora sabía perfectamente por qué se perdía los fines de semana con sus amigos y que Lizbeth era “una chica especial” que jamás lo engañaría y que además era bonita y rica y que ella, La India, podía ser una mujer atractiva pero con problemas de promiscuidad y sexualidad discutible. Agazapado en la bahía de cedros y pinos, limpiándose con la camiseta el sudor de su furia, ideó la maniobra de averiguar el nombre de La India y el lugar donde ésta vivía. Pensó que con su nombre podría consolarlo y le haría el milagro, como en una invocación, si lo escribía una y otra vez en los cuadernos del colegio; necesitaba urgentemente su número de dirección, para no sufrir más por la desidia y pasar, “sin querer”, por las calles cercanas de su casa. En su desesperación, aquello resultaba relativamente fácil y factible. Pero en realidad nunca tuvo el coraje de preguntárselos a ninguno de sus amigos. Lizbeth y su orgullo se interponían. Reflexionó. Lo que estaba pensando era una soberana estupidez. Pero una tarde, mientras se gastaban bromas, alguien dijo algo sobre La India:

–La chava no es que sea lo que se diga bonita, pero es una genio con la pelota. La verdad es que es una lástima que viva en los bordos.

–¿Los bordos? ¿De cuál río? –preguntó Bobby.

–Te siento como ansioso –le dijo un amigo riendo con malicia.

–Qué va –respondió Bobby agachando la cabeza mientras simulaba que arreglaba su camisa–. Ni loco.

Otro agregó, mientras se tronaba los dedos con el índice y levantaba las rodillas:

–Muchacho, no he sabido de nadie que haya gastado los ojos más que tú.

–¿Pero qué dices, macho? –replicó Bobby, increpado–. Mira a quién se lo dices. Llévala suave conmigo, por favor. Tengo a Lizbeth, y es suficiente para mí.

–Lo cierto es que la chava es un culazo –dijo otro–. Un poco rara porque no afloja. Pero yo le doy. Digan lo que digan ustedes

Bobby veía los rostros de cada de ellos y los encontraba perversos e insultantes.

–Tampoco es necesario que la insulten –salió al paso, molesto.

–Mira, Bobby –le contestó otro al fondo–. Ya lo has dicho. Tú, a tu Lizbeth. Es cierto que no hay nadie en kilómetros que tenga el talento de La India, porque, aceptémoslo, juega mejor que nosotros. Pero lo que es de Juan, Pedro no lo quita…

–Nunca la he visto jugar un tan solo partido –saltó a decir otro, poniéndolo en duda.

–Ya, ¡a callar! –siguió el del fondo–. Es lo que te digo, Bobby. Cualquiera te puede decir que La India vive en los bordos del Mecalapa y que su papá hace fletes de arena con un caballo roñoso y recoge botes de plástico en las calles que luego envía en baronesa a la ciudad. Su casa es un basurero.

–La nena es una negra villera –agregó otro, a carcajadas–. ¿Quieres ser tú el valiente?

El descubrimiento lo puso en llamas. Su olfato no le había fallado. La nena es una negra villera, una negra villera. De forma automática, echó a andar el proceso de criminalización de la pobreza. ¡Qué decepcionante y desagradable era aquella revelación!  La pobreza no era sexi, y, por desgracia, siempre cae de los cielos como una peste que lo contagia todo. Hay que huirle, sin remordimientos ni cobardías. En suma, que sus días de angustia no habían sido más que una bobería sentimental. “Vivía en una invasión donde se refugian delincuentes, sicarios y mareros”. ¿Qué demonios había estado pensando? Cerca de la calle de tierra donde vio alejarse a La India por última vez, como compadeciéndose de sí mismo por su gansada, exclamó la siguiente frase de manual: “El tiempo no espera a nadie, ni a reyes ni a campesinos”. Pero no lo dijo con la seguridad de un hombre.

El verano consumía los días con rapidez y la temporada de lluvias se acercaba. El cielo, límpido, no ofrecía signos de alivio y las calles, vaciadas, en cambio se cargaban de un vaho opresivo. Las habitaciones de las casas, de concreto la mayoría, se volvían espacios invivibles, y el sudor no daba cabida para acostarse en la cama. Bobby cogió sus tacos de fútbol, y se dirigió al centro deportivo. De un tiempo para acá, le molestaba que su corazón se empeñara en querer volver a verla. Pasaba los días intranquilo y se transformaba en un ser irritable ante la presencia de Lizbeth. Conocía el origen de sus desgracias, pero no quería destruir, subconscientemente, la única fuente de esperanzas que lo mantenía vivo. Paso a paso, con los dedos sujetados de los cordones, se acordaba de lo fastidiosa que se había vuelto su novia al no dejarlo en paz con sus mensajes de aplicación, con sus estúpidas fiestas de amigos encopetados que lo encumbraban como una gran promesa en sus mítines políticos donde abundaban la vil hipocresía y los abiertos vapulamientos; ya empezaba a darle motivos para repudiarla. Maduró la idea de que la costumbre surcaba caminos que eran difíciles de sepultar. La profundidad del alma en verdad era inescrutable para el ser humano. ¿En verdad necesitaba verla para sentirse seguro y que sus días volvieran a la normalidad? ¿De qué se trataba todo esto a fin de cuentas? ¿De él o de ella? ¿Rabiaba acaso por haber sido engañado por una oportunista trepadora? Con todo, su despedida abrupta no merecía tal desprecio, y deseaba verla por una última vez más, para disculparse como un caballero elegante y educado.

Mientras caminaba, se encontró con decenas de automóviles y motocicletas aparcados a lo largo de la calle. Ninguno de los autos era de las gentes del pueblo. Un gran evento se llevaba a cabo. Se escuchaba una gran algarabía desde cinco cuadras atrás. Le disgustó tanto alboroto. Llegó a los portones, lo empujó y lo cruzó con la vista baja, maldiciendo a su mala suerte. Otro día en el que sus suspiros se perdían en el aire. Cuando la levantó, los ojos no volvieron a despegarse de su horizonte; las pupilas comenzaron a dilatársele y, como una luz cegadora que se expande a velocidades infinitas por todo el espacio y choca violentamente contra algún oscuro objeto, su visión se detuvo. El cuerpo vibraba, el espíritu se conmovía. Ahí estaba La India, canteada de espaldas, en uniforme, el pie en el balón que dormía suavemente en la grama, emergiendo de una cálida y verdosa concha de mar, flanqueada por su sequito empíreo y cientos de aficionados que la vitoreaban; sus cabellos de oro se mecían por la lozanía de unos susurros que eran empujados por la acción del amor y la belleza. Bobby sintió que una dulce radiación sexual lo arrebujaba y aprehendía con deseo desmedido. Un piquetazo en la ingle lo hizo renquear. A pesar de su abjuración y discriminación pasadas, cayó rendido ante semejante visión de grandeza. Ya no era inmune. El duro cansancio de aquellas largas jornadas de insomnio y espera había terminado. Se le humedeció el canto de los ojos.

Por intuición, La India sintió su llegada. Se volteó para verlo y sonrió con una de esas risas budistas que creen que no deben preocuparse por el destino porque el Universo ya lo tiene todo predicho. Así es, era Bobby. Extrañaba su rostro simétrico y su mirada sincera. Lo veía ahí, petrificado, absorto, con sus hombros anchos recostados sobre el cerco de malla ciclón. Bobby, por su parte, comenzó a sentirse intimidado. En su mente, surgían conflictos irresolubles a los que él respondía con hacer un chiste de sí mismo. Por qué se volvía aletargado, corto de luces y estúpido. ¡Debe ser una broma, verdad? Por qué se le apocaba la claridad de los pensamientos. Los ojos de La India le recordaban la negra pesadez que lo abatió todas estas noches que regresaba solo a casa, añorándola. Ahora la tenía ahí, enfrente, como lo había estado soñando. Si en verdad era un chico audaz y temerario, nadie podía prohibirle que le manifestara con cuánta felicidad saltaba de alegría y amor su corazón ahora que la tenía enfrente. Cientos de gentes la acompañaban. Él las vio con terror. Por qué reían, se abrazaban y besaban groseramente, con sus mujeres de pechos grandes, nalgas gordas y sus hombres barrigones de caras satisfechas. ¿Cuál era la finalidad de su alegría y de su amor? ¿Por qué estaban ahí, para empezar? ¿Eran felices porque se amaban como hombres y mujeres superiores o realmente eran felices porque amaban a sus carnes voluptuosas, disolutas y sin esencia? ¿Conocen algo que esté más allá de su lascivia y de sus vicios? Su presencia le revolvía el estómago. ¿A qué venía toda esta filosofía barata en la hora de la verdad? Ahí la tienes. Tómala. ¿Cuál es tu problema? ¿Ahora qué?

Sí, ¿y ahora qué, Bobby?

Suspiró de lo hondo. Al otro lado de la gradería una mano se agitaba con celeridad y fuerza. Luego dos manos y un chillido molesto. ¡Bobby, Bobby! Él no podía avizorar la identidad de aquella silueta. Los gritos eran tan altos y tan estridentes que hasta las jugadoras se voltearon para escucharlos. Una raya invisible cortaba a la multitud en dos. ¡Bobby, Bobby! Fue como si un ser perverso hubiera cogido y desgarrado el telón de una obra de teatro singular mientras destruía su excepcionalidad con furia maligna. La silueta pertenecía a la de su prometida Lizbeth. Por un instante Bobby recuperaba la cordura y se cuestionaba todo lo que hasta ahora creía saber y comprender. Meses atrás, hubiera sido imposible que anduviera por ahí lamentándose por La India, una mujer sin casta ni brillante futuro. ¿Qué me ha pasado? ¿Por qué sigo parado como un tonto aquí? ¿Qué pasará con Lizbeth? ¿Con su felicidad y la mía? ¿Es el amor una digna finalidad para mí? ¿Por qué se me desgarra el alma por una maldita paria lesbiana? ¡Maldición! ¡Malditos maricones de mierda! El dolor en el estómago seguía revolviéndose como un tornado. La India, acostumbrada a la presión de la sociedad, entendió su sufrimiento y supo que éste atravesaba por un momento de vacilación y angustia. Entendía que aquello era el peligro mayor. Hizo una jugada de ensueño, se dio un autopase y echó un gol digno de un Mundial que dejó boquiabierto al público entero, y entonces corrió hacia la portería con las manos empuñadas, golpeándose el pecho, y los ojos puestos en Bobby, a quien penetraba en lo más íntimo de su amor y padecimiento. Algo debe de andar mal en mi cerebro, Bobby, tengo tus químicos en mis venas, y puedo sentir cada una de sus subidas, sentir todo el dolor. Eres tú, bebé. Vamos, suéltate, vas por el carril de alta velocidad equivocado. Veo una luz roja, y quizá no sepa ni en lo que estoy pensando; las líneas se han vuelto borrosas; me intoxicaste, Bobby, como lo hace la nicotina, la heroína, la morfina. De repente, me he convertido en un demonio; eres tú lo que más necesito, sí, lo que más necesito. Digo que eres tú, bebé. Me encanta la forma en que te mueves. Podría tratar de correr para eludirte, pero sería inútil. Tú tienes la culpa, Bobby, tú tienes la culpa. Con un solo golpe tuyo, supe que ya no sería la misma. Apuntándolo con el índice, La India le dejaba claro que si quería poseer algo valioso y trascendental en la vida, tenía que convertirse en un hombre sin dudas que iba a por lo que amaba sin ver hacia atrás; que si buscaba una finalidad en el amor, ésta no necesariamente tenía que ver con la unión física de los cuerpos, un acto muchas veces egoísta, sino con la unión espiritual de dos almas, solas y despreciadas, pero vivas y conscientes, que se necesitan y conforman, no importara la condición de la materia y de los tiempos, el peligro, las humillaciones, la pobreza; su casa era una pocilga, es cierto y no lo negaba, pero ella lo contentaría con su amor, su admiración y su fútbol. Nunca nada más será igual si no estamos juntos.

–¡Soy Alejandra! –le gritó con el corazón en la mano.

Bobby se echó para atrás. ¿Por qué La India se despojaba de su nombre para revelárselo a él, precisamente a él, que moría de la sed por ella y cuya gran necesidad de agua era tan inconmensurable como la de un hombre sediento que vaga perdido en las trabajosas dunas del desierto? Se le resecaron los labios; La India estaba ahí, entregándose, siendo honesta y con planes hacia el futuro, uno limitado, lleno de humillación y escasez, la verdad, pero al menos libre y dedicado. Bobby francamente no sabía qué hacer. Por momentos, sonreía como un tonto que no conoce el suelo que pisa, y en otros adoptaba una pose gallarda que gradualmente se transformaba en lastimera y confusa. Veía a Lizbeth abrirse paso y a La India como la gran estrella del evento, que se le entregaba, y a quien todo el mundo aupaba, y por ella reían viéndose asombrados entre sí mientras la aplaudían con euforia. No sabía si devolverle las miradas, gritar su nombre o aplaudirla con vehemencia. Lizbeth estaba cada vez más cerca. Eso lo fastidiaba. Pateó el suelo y le pegó puñetazos al cerco de malla ciclón. Es que no lo soporto más, se dijo. Sintió como si alguien apagaba la luz de la habitación. Dios, ayúdame. Solo alcanzaba a ver a Lizbeth que como una posesa se dirigía hacia él con los brazos alzados como los de una zombi y a La India con las manos en las rodillas mientras respiraba agitadamente. De pronto, sintió como si su cuerpo estuviera metido en un vial al que una máquina de rotación empujaba una y otra vez sin parar. Abatido, gritó con todas sus fuerzas:

–¡Maldición! –su voz iba adquiriendo un tono cavernoso y grave mientras se mordía los labios–: ¡Te odio, maldita paria lesbiana!

Lo soltó. Finalmente lo dijo. Lizbeth se detuvo a mitad de línea del campo, con los ojos bien abiertos. Reía de la satisfacción; La India, en cambio, detuvo el balón, bajó la cabeza y pidió que le hicieran el cambio, para salir del juego. El golpe moral la había acallado y también al público. El match se detuvo. Bobby en verdad la había cagado. Tenía miedo, un gran miedo como el que jamás había sentido en su vida. Herido, abandonó corriendo el centro deportivo, decepcionado consigo mismo. La India lloraba en el banquillo, abrazada por sus compañeras, que la consolaban inútilmente, mientras el público, viendo la caída de su deidad, se echaba a llorar a su lado.

5. Chicchán

Las cosas se volverían difíciles con la llegada del invierno. Terribles informes auguraban muerte y destrucción. Los comerciantes lencas decían que el dios Hurakán estaba furioso porque una de sus hijas había sido humillada y que su hermano Cabrakán bajaría a la tierra por ella para hacerle justicia. El cura y el pastor se reían de semejantes tonterías porque no estaba escrito en la Biblia. Los ancianos del pueblo estaban inquietos. Habían sacado las cuentas y correspondía a este período el tercer ciclo desde su llegada al valle de la montaña, cuando hace cuarenta años los ríos les habían ayudado con la expulsión de las tribus autóctonas. Con su boca falta de dientes, cogiendo un poco de aire, informaban a las autoridades que se acercaba el ciclo del eterno retorno. Las mismas figuras y las mismas acciones. Al parecer, veinte tormentas horrorosas que nacían en el cabo de África amenazaban con romperlo todo. Al menos seis de ellas tendrían un impacto catastrófico en el pueblo. Se activaron los protocolos y comités de emergencia. A Bobby lo apostaron como líder de los equipos de rescate.

Las actividades recreativas y deportivas fueron suspendidas. A Bobby ya no le importaban. En pocas semanas, se había transfigurado en otra persona. Abandonó el equipo de fútbol, y ante la protesta de sus compañeros, dejó la capitanía. Tiene que ser así, se dijo con una respiración afectada. Mi felicidad no depende de un sueño de adolescentes sino de mi voluntad hombre. No retrocedería, nunca más. Comenzó a pasar los días en reuniones políticas organizadas en casa de su futuro suegro, quien lo apreciaba y lo tenía como su sucesor diplomático en el arte de gobernar, con Lizbeth siempre colgada del brazo. Ahora citaba a Cervantes. Era cierto que el tiempo siempre otorgaba salidas dulces a dificultades amargas. En medio de fiestas, aseguraba que era feliz y se hallaba contento de poder celebrar a la vida entre los suyos. Una inacabable caverna, profunda y nublosa, se interponía entre él y las úlceras provocadas por su pasado desdoblamiento. No quería recordar nada. Colgó los tacos y los escondió junto a los pantaloncillos en una abertura del cielo falso. El viejo Bobby estaba muerto.

La India también dejó de jugar al fútbol. Ella más que nadie entendía que las flores mueren y las promesas estaban para ser rotas. En un negocio de ropa usada compró unos vestidos, tallados del torso, llenos de flores, de ruedo largo y ancho. No dejaría que las suyas se marchitaran jamás. Era lo único que tenía de valioso. Sus amigas de equipo, aunque adoloridas por el abandono, la embellecían, aconsejándole sobre belleza y moda. Lo hago por mí, decía, y no por nadie más. Se mandó a depilar las cejas y compró cremas para restaurar su piel chamuscada por el inclemente sol. También decía que era inmensamente feliz. Incluso abandonó la choza del río y alquiló un cuarto en el centro del pueblo. Pero era sincera consigo mismo y sabía que no podía olvidarlo con facilidad. Recordaba con tierna perspectiva cómo en aquel partido descubría en él su intensa vehemencia de hombre. ¡Cuánto lo deseaba al recordarlo! Eso le bastaba para tener un buen día. No pelearía más contra el Universo. Si éste conspiraba en su contra, amén, que así sea. Se convencía de que ambos estaban destinados a no encontrarse nunca y aceptaba esta declaración sin gemidos. Mientras cerraba la puerta de su nuevo cuarto, comprendió que solo cerrando la puerta detrás de uno, se podían abrir ventanas que nos conducían la vista hacia un hermoso porvenir.

Aquella madrugada hizo un frío terrible como el que nunca. La gente se levantaba de las camas y se ponía a bailar para no congelarse; los niños, constipados, no dejaban de toser. Afuera, en el cielo, una neblina espesa y silenciosa los aplastaba con la monserga de un coloso irritable. Sentían que algo escalofriante estaba por ocurrir. Pronto se escuchó por el centro del pueblo el temible bramido de la patrulla del comité de emergencias municipal. Dos depresiones tropicales los amenazaban; les había llegado noticias de que en el occidente había estado lloviendo en las montañas por más de cinco días, aunque la lluvia era rala e intermitente. Pero en el pueblo no había caído una sola gota; el caudal de los ríos, si bien habían estado creciendo de a poco, no representaban peligro alguno.

Con el silencio de los corregidores, una retahíla de lencas se dejó ver en las faldas de la gran montaña. Una densa columna de humo ascendía abriéndose paso en medio de la neblina y el sonido uniforme y sentencioso de unos timbales.

–Hoy es el día de la compensación y la venganza –les advirtió uno que había bajado al centro–. Huyan, salgan de aquí, si algo les queda de vergüenza y si en verdad aprecian su vida.

Nadie lo tomó en serio y lo consideraron un indígena resentido que aprovechaba la ocasión para lavarse las heridas con sus desgracias. Pero La India tuvo la sensatez de escucharlo y corrió por su papá. La advertencia se cumplió a la medianoche. Se liberó una gran tormenta y, de los tres ríos, el Comalapa, que bajaba del poniente, fue el primero en desbordarse con saña. Apoyado por gigantescas olas, se levantó y comenzó por arrasarlo todo a su paso. Con sus largos apéndices arrancaba de cuajo árboles, piedras y casas. La velocidad de la corriente hizo que la presión atmosférica disminuyera y un viento furioso empezó a cruzar el pueblo y a pegar contra la montaña, haciendo levantar los techos. Pero el gran desastre ocurría en los bordos. Las casas caían derribadas y algunas gentes se colgaban de los árboles para salvar la vida, en tanto que otros sucumbían a las aguas turbias, que los arrastraban y perdían bajo las crestas todavía gritando por auxilio. Era espantoso.

–¡Se salió el Comalapa! –escuchó Bobby decir a la criada, que se limpiaba las lágrimas con el delantal y temblaba de los nervios.

Una punzada le agujereó el corazón.

–¿El Comalapa, dices? –su rostro estaba estupefacto–. ¿Cómo, cuándo? ¿Quién te lo ha dicho? Ana, por favor, habla.

La criada asintió con timidez, incapaz de pronunciar una palabra. Los temores del pasado lo alcanzaban. “No, no, no así, no de esta manera. Si la pierdo, se pierden mis esperanzas y el hilo que nos une se corta. Luego la muerte”. Desenfrenado, se apersonó a la Estación de Bomberos, tomó la dirección y llamó a su gente. Estaba decidido a actuar. No dejaba de caminar de un lado a otro pensando en que La India vivía en sus orillas. Iría por ella, pasara lo que pasara. El aturdimiento era tal, que a sus compañeros les preocupaba su estado de salud. Un personero de la municipalidad, la encargada del comité de emergencia, espoleado por el equipo de trabajo, lo abordó:

–Bobby, lo siento. No podrás salir en este momento. Por protocolo, es improcedente...

–¡Qué el diablo me lleve! –le gritó Bobby, alzando los puños, encharcado–. ¿Qué se supone que deba hacer? ¿Morirme aquí sentado mientras el pueblo se hunde?

–Entiende, Bobby –le contestó el personero–. No es el momento. La situación se ha tornado demasiado peligrosa. El caudal y la fuerza del río siguen aumentando.

Bobby no esperó a que terminara la frase. Cogió un auto y salió con rumbo a los bordos. Se detuvo a trescientos metros de la casa de La India, cerca de la falda de la montaña y a dos pasos de un meandro. Se horrorizó, la casa había sido derribada desde sus cimientos y solo era posible ver el flujo enfurecido de la corriente.

–¡India! –gritó–. ¡India!

La visión para él fue impactante. Cayó hincado de rodillas. Nunca creyó que terminaría así. Mientras se lamentaba, escuchó el rugido de un estrépito. Por un momento, Bobby se mostró incrédulo, pero la realidad era innegable. Ante su estupefacción, se erigía un gigante de piedra y tierra que, poco a poco, iba tomando proporciones aún más voluminosas y humanas. Su garganta parecía la boca de una tortuga de la que salía un diluvio.

Desde la falda de la montaña podía escucharse la invocación de los lencas:

–¡Oh Cabrakán, desagravia tu atropello con sangre! ¡Oh Cabrakán, oh Cabrakán!

El dios de la montaña se paró de frente, con su torso inabarcable, su boca oscura y fangosa, presto a devorar a Bobby.

El escándalo llegó al centro del pueblo en formas de ondas que el vocerío de la gente horrorizada lanzaba con sendos gemidos. ¡Se cae la montaña, se cae la montaña! Cientos de personas chocaban unas a otras mientras escapaban envueltas en llanto y pavor por las calles bajo aquella borrasca sin fin.

–¡Bobby está muerto! –dijo un señor, empapado–. Le cayó encima el cerro del Comalapa.

Lizbeth se echó a llorar cuando su padre se lo contó. Aterrada, se vio incapaz de siquiera dar un paso y cayó desmayada. Una vez que mejoró, su padre le dijo:

–Voy a buscarlo. Puede que se haya aferrado a una rama y todavía se encuentre vivo.

–Llévame, papá –le pidió Lizbeth.

Juntos se condujeron al lugar acompañados por algunos mozos. Los caminos eran intransitables.

Cuando aquello llegó a los oídos de La India, ésta se detuvo y se paró en medio de la lluvia. Pasó un largo momento para que se diera cuenta de lo que ocurría en su cerebro. Cerró lentamente los ojos. ¿Te he decepcionado? ¿O te dejé un mal sabor de boca? Te marchas y me dejas sola. ¿En dónde está tu amor, por qué actúas como si nunca lo hubieras tenido, sentido o amado? Somos uno, bebé. Uno. No puedes hacerme esto.

Lo que antes era la falda del cerro ahora era un exorbitante abismo. Se había tragado la casa de la India y el asentamiento entero.

La India llegó corriendo, con la garganta adolorida y un dolor en el bazo. Comenzó a gritar:

–¡Bobby, Bobby, Bobby!

Pero no hubo respuestas. El abismo se agrandaba, pero era posible que, debido a este movimiento, Bobby se encontrara en la superficie de la hondura. A gatas, decidió acercarse a la orilla.

–¡Bobby, Bobby, Bobby!

El dios cojo se le configuraba de frente. Lo doblegaba todo con su furor, arrastrando consigo la sintonía progresiva y aterradora que emanaba de los timbales lencas.

–¡Oh Hurakán, aquí está tu virgen deshonrada! ¡Oh Hurakán, desde el cielo baja y arremete contra la injusticia de los hombres!

La India escuchó el murmullo de los indígenas.

–¡No! –les gritó–. ¡No, no, no! No puedes vengarte cobrándote con sangre. ¿Qué clase de dios eres? ¡Mira! ¡Mi amado yace en el fondo del abismo! ¿Crees que esto es justo para mí? ¡Devuélvemelo!

Los lencas, en trance, le respondían por medio de las corrientes del vendaval.

–¡Yo soy Hurakán, el Corazón del Cielo. Cuando los dioses se reunieron para crear el mundo, yo estaba ahí para crearlo. Yo mismo lo destruí dos veces junto a mi hermano Cabrakán, con inundaciones y fuego. ¿Quién eres tú, sierva, para cuestionarme? ¿Qué sabes tú para hacerme ver lo qué es o no de provecho?

La India no podía dejar de llorar. Tampoco sabía cómo responder.

–No lo sé –dijo finalmente La India, derrotada–. Soy solo una mujer, partida por la mitad. La otra parte de mí yace muerta en la oscuridad de ese precipicio.

Hurakán veía a Ixbalanqué que clamaba por el alma de su gemelo Hunahpú. A Pixán resurgir de las cenizas del fuego por amor a Cancoh desde la Casa de Hum-Camé y Vucu Camé. Un torbellino partió en dos los cielos. Un trueno hizo retumbar la montaña.

–Así sea –dijo Hurakán.

Cuando Lizbeth llegó, vio a La India con la vista pegada en el cielo, envuelta por turbias ráfagas de viento que la azotaban con ramas, agua y tierra. Apenas podía sostenerse en pie, pero arengaba a la nada con fuerza.

–No salgas –le gritó su padre a Lizbeth–. El ambiente es hostil y algo suelto podría derribarte. ¿Pero qué hace esa niña en medio de este cataclismo? –acabó exclamando del asombro y el miedo cuando vio la silueta borrosa de La India–. ¿Se ha vuelto loca? Saldré por ella ahora mismo.

–¡No! –le recriminó Lizbeth–. ¡Déjala! No es tu asunto. Tampoco yo quiero perderte.

–¿Pero y Bobby? –le preguntó mientras colocaba su cabeza en el timón del auto–. ¿Qué pasará con Bobby?

–Fue su elección, papá –dijo fríamente al tiempo que sostenía la mirada en La India–. Vámonos. Qué los equipos de rescate hagan su trabajo.

Los timbales tocaron a un ritmo de dos a cuatro tiempos. “Cuerpo por cuerpo, alma por alma”. La sintonía surcaba el aire de manera ajustada y muy rítmica, esparciendo un conjuro de descargo y expiación.

El torbellino bajó y azotó de lleno el cuerpo de La India, que cayó violentamente a tierra, mientras una masa de barro se le descubría, cerca del borde del abismo. ¿Por qué lloras, niña, por qué se aflige tu corazón? Ven, levántate. Se alzó con los codos; sintió que una mano la cogía de la muñeca, sujetándola con fuerza; la tomó y jaló cómo pudo. Un hombre salía arrastrado del légamo, dando una gran boconada de aire.

–India…

Era Bobby.

La calma había llegado. Se fundieron en un sólo abrazo, en el absoluto silencio. Un balón de fútbol, arrastrado por la corriente, remontó las aguas y les alcanzó los pies, sellando su unión. Sus cuerpos no existían más que en sus miradas.

Unos peñascos de lo alto de la montaña se desgajaron por la fuerza de Hurakán y taparon el abismo que su hermano Cabrakán había abierto. El sentencioso son de los timbales lencas se detuvo; el humo gris de las fogatas desapareció. El dios no los había resarcido de su venganza, pero estaban orgullosos de lo que habían hecho por su diosa maya.

La India y Bobby jamás creyeron que se encontrarían en los labios del otro. Una muchedumbre desesperada y bulliciosa llegaba a rescatarlos. Quedaron asombrados. Los gemelos coléricos habían perdonado al pueblo, dejándolo intacto y volvían al Xibalbá. Un rojo amanecer daba paso a un sol esplendoroso y amarillento que salía para iluminarlos a todos. Estaban destinados a ser uno mismo. Desde el inicio de los tiempos. Por siempre.


[Stop! Turn it off!… -----------------------------------------------------------------------------]










Texto agregado el 12-09-2021, y leído por 336 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
23-09-2021 Cómo es posible que nadie haya leído esto? Además de todo su valor, lo ofreciste como homenaje a La Página de los Cuentos y nadie lo leyó? Una pena, pero acá estoy yo para darle su justa y merecida importancia!!! MujerDiosa
 
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