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Tus manos, esas que me acariciaban encendiendo fuegos en cada milímetro de mi piel, ahora yacen desmadejadas sobre la alfombra. Contigo allí, claro está. Tus ojos parecieran escaparse de sus órbitas intentando aprehender una última miseria de luz. Cubro tu rostro con una mantilla mientras me desgarro por dentro. Pero las lágrimas no emergen porque el terror domina con ventaja y me inmovilizo y luego me arrojo sobre un sillón. Cavilo intentando sofrenar las imágenes que se confunden en mi cabeza tal si fuesen la proyección de diferentes escenas pegoteadas.
¿Cómo sucedió todo? Entiendo que siempre te lo oculté, que estos demonios que me someten descalabrándolo todo, sólo los puedo mantener a raya con unos medicamentos que tienen la facultad de reinstalarles la camisa de fuerza a cada una de esas criaturas del averno.
Esta noche, quise comentártelo, pero uno no sabe, no comprende las reacciones de la gente, temía que huyeras, que esto tan bello, que tus pupilas irisadas de un celeste aguado, tu cuerpo dibujándose en curvas incendiarias, tu voz cantarina, todo tú, todo tú se me esfumara por los designios, por un temor visceral, porque cuando las diosas fijan su mirada hipnótica en un mortal, uno hará todo para que nos abandone.
No soy una mala persona. Eso es preciso que se entienda. Pero soy responsable de todos mis desaciertos, de todos mis errores. Aunque en algún instante se nuble mi mente y me involucre en situaciones poco aconsejables. Eso te lo mentí, diosa mía y sé que me lo perdonarás, reencarnada una vez más en la deidad que ilumina el firmamento. Sé que me perdonarás. Lo tengo claro.
Te he subido a mi automóvil y colocado un par de lentes oscuros sobre esos ojos espantosos que se te pusieron cuando mis manos se agarrotaron sobre tu cuello de marfil y presionaron hasta que cejaste en esa resistencia inútil. El sendero es solitario y el acantilado está próximo. Te devolveré a tus dominios, querida mía. Te prometo no olvidar nunca más mis medicamentos.
Dos meses más tarde, olvidado este incidente, acudo a casa de una sobrina que acaba de dar a luz. Ella dice quererme pese a mis actitudes. En realidad, todos parecieran tenerme mucha estima, pero mi sensibilidad exacerbada intuye ese miedo profundo que crece dentro de cada uno cada vez que estoy con ellos. ¿Qué le voy a hacer? ¿Será mi mirada? ¿Mi imponente seriedad que no se condice con esos estados en que pierdo la calma y rompo objetos a destajo?
Allí está Amalia, mi sobrina junto a su esposo, un tipo grandulón y de gestos poco amables. También está la tía, mis primos y algunos familiares del esposo que no conocía. Pero ellos parecieran saber de mí, porque se apartan con suavidad tratando de disimular ese miedo que huelo y que les corroe las entrañas. Soy pacífico, estoy medicado y así me comporto racional y empático como cualquiera de ellos. Pronto se abrirá una puerta y la madre de Amalia, es decir, mi prima, aparecerá con la beba en brazos, repitiendo una tradición familiar de larga data. Incluso yo fui presentado de ese modo, siendo alabado y manoseado por otro grupo de familiares emocionados.
La puerta proclama el ingreso con un rechino leve. Mi prima lleva entre sus brazos un bultito pequeñísimo que provoca una exclamación general. Es Irene, la recién nacida, cuya cabeza está sujeta con la mano de su abuela. Y cuando la voltea para que la contemplemos, descubre también esos ojitos inmensos de un celeste aguado que desbaratan mi raciocinio. Y lanzo un grito salvaje al percatarme también de esas pequeñas manchas violáceas en su cuello. Grito tu nombre y se me desenhebra el lenguaje, mascullando palabras que se refieren a tu venganza y a los designios de los dioses. Me abalanzo contra todos y entre todos me reducen.
Hoy estoy mejor. Eso creo. Recibo las atenciones de esta gente entendiendo que debo purgar mi delito. Creo haberlo confesado todo. Te encontraron desmadejada en las aguas grises bajo el acantilado y las huellas y alguna de mis pertenencias…no sé, no entiendo mucho de las precauciones que toman los que asesinan a la gente. Yo no lo hice y tú lo sabes, ¿para qué regresar sobre lo mismo? Me mienten ahora. Aseguran que mi sobrina tiene los ojos pardos, como su madre, que en su cuello no había mancha alguna. Qué la culpa, que los remordimientos, no lo entiendo porque nosotros llegamos a un acuerdo y eso supongo que lo tienes demasiado claro.













Texto agregado el 01-11-2021, y leído por 158 visitantes. (10 votos)


Lectores Opinan
04-11-2021 Muy bueno, pero te pido que no dejes de tomar las pastillas!!! Saludos. ome
04-11-2021 Me encantó el desarrollo del relato y como decantó en el auto engaño de la propia mente. La conciencia no descansa. Muy bueno. Saludos, Sheisan
04-11-2021 Muy bien transitado el camino de la locura. Cinco estrellas locas. Jaeltete
03-11-2021 Qué fuerte esta historia que traes, real o ficticia tiene la marca de excelencia que te distingue cuando escribes. Muy bueno, un abrazo Shou
03-11-2021 Bien pintado el inframundo de la demencia. Te felicito. Saludos!!! Clorinda
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