La última revuelta.


La que portaba la bandera tenía los ojos separados, como una especie de antítesis de cíclope, uno en cada orilla de la cara. Luego venía el corneta, cuya única particularidad era que se le resbalaba la saliva por debajo de los labios con que soplaba. No es que fuera feo, sólo que tenía tal incontinencia salivar. Esa era su marcialidad: el horror que provocaba aquella caterva de frikis. La última de las revoluciones. Su lema se basaba en la supuesta injusticia que había hecho dios con ellos, y que alguien tenía que reparar. No era justo. Por encima de ideologías y de conflictos económicos, estaba el conflicto que aquella gente mantenía con los nacidos sin particularidad. No era justo- se repetían. Iban bizcos, cojos, mancos y barrigudos sin par. Y sólo al final terminaba tal cuerpo de ejército con una mujer extrañamente corriente y normal. La gente, al paso de aquella comitiva, se extrañaba de su presencia ante tanto lisiado y sujeto deforme. Cuestión que solamente se explicaban cuando exhibía sus patejas de alambre. Entonces había comprensión y terminaban las preguntas.
Era justo que aquella caterva de desfavorecidos por la fortuna en el tema estético levantara acta de protesta. Lo correcto- decía el adversario- era protestar contra su progenie, pero entre sus fallas se contaba también la amoralidad y al parecer eran los bien nacidos los culpables de todo aquel tullimiento y deformidad y ahí terminaban las reclamaciones. Los pies planos y otras lindezas habían catalizado tal odio ancestral en aquel movimiento. Pronto se hicieron los dueños de la tierra. Con el tiempo, los dinosaurios, fruto de tales engendros, tuvieron su segunda oportunidad entre nosotros.