¡Morir cuando ya estás muerto, qué disparate! Como si la muerte comenzara cuando el cerebro se apaga. ¡Ingenuos! Con cada respiro exhalamos la vida, que se nos dio prestada, que se nos dio sin ser pedida. Desde que damos el primer grito al vernos tirados a este moridero, empezamos una lenta agonía.

Mi desolación no tiene cura, la falta de entusiasmo por existir está incrustado en mi ser más íntimo. He probado muchos analgésicos para paliarla, solo uno ha mitigado las ganas diarias de besar la muerte, no a cuentagotas, sino de una vez por todas. La fantasía del amor, la entrega a esa gran mentira que nos narramos a nosotros mismos y a los otros. Ese alucinógeno que estimula cada célula de nuestro cuerpo, que acelera las neuronas de nuestro cerebro y que parece eliminar el vacío del alma.

Pero también ha sido el amor mi mayor veneno, ni tres días pegado a la botella de ron me han dejado una resaca tan épica como la del amor perdido. Y es que esa ilusión, como toda droga, genera adicción. La falta de ella tiene síntomas de abstinencia tan poderosos como los de la heroína. Hubiera preferido mil veces pinchar mis venas que amar. Seguro la desintoxicación hubiera sido más rápida y la rehabilitación duradera.