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Ese día Humberto despertó con unas ganas irrefrenables de comer empanadas. Sabía que comerlas le producía uno o dos días de acidez estomacal, pero amaneció de buen humor y le importaba poco lo que hicieran sus tripas mañana o pasado. Además, tenía bien surtida la caja de los remedios con sal de fruta y leche de magnesio.
Bajó de la cama pesadamente y con quejidos y pujos logró ponerse las botas con chiporro. A sus sesenta y dos años su cuerpo estaba sufriendo los efectos de la dieta. Luego descolgó el abrigo y se lo puso encima del grueso piyama, agarró la boina y cubrió su calvicie. Antes de salir a la calle recorrió mentalmente todos los negocios que tenía cerca pero en ninguno logró entrever empanadas en las vitrinas. En su angustia de no hallarlas examinó la opción de prepararlas él mismo, pero recordó que no le quedaba carne molida. Igual fue a echar un vistazo al congelador, por si acaso. Había dos o tres bolsas con algunos trozos, pero en descongelarlos y molerlos se le iría toda la mañana. Entonces recordó haber visto empanadas en una panadería que estaba a unas cuadras y, a pesar de la lejanía, decidió ir allá.
No se veía mucha gente a esa hora de la mañana, el día estaba nublado y gélido. En la noche había llovido un poco y la arcilla, el pasto y los bancos de la plazoleta estaban mojados y bajo los árboles el frío era aún más intenso. Humberto se subió el cuello del abrigo y avanzó alegre por el sendero central. Le encantaban los días así, grises, lluviosos, fríos y solitarios. La plazoleta terminaba en una leve pendiente que daba a la siguiente calle, y antes de bajar Humberto vio en la vereda a un hombre con lentes oscuros, un bastón en la mano derecha y vestido de manera inadecuada para el clima que había. Llevaba puesto un chaleco de lanilla blanco y unos pantalones de mezclilla que debían de hacerle sentir un frío terrible. También se notaba nervioso, puesto que movía la cabeza de un lado a otro para captar los sonidos del ambiente y orientarse. Una vez que estuvo cerca Humberto le habló.
— Hola, ¿necesitas ayuda?
—Sí —le respondió el ciego—, estoy buscando una parada de colectivos.
—Por aquí no hay —le informó Humberto—. Los colectivos pasan lejos de acá, como a cuatro cuadras hacia el poniente —. Vio que el ciego tiritaba— ¿Cómo es que saliste con ropa tan delgada en un día tan frío como este? —y lo miró de pies a cabeza.
—Lo que pasa es que tomé un taxi para ir a la casa de un amigo —contó el ciego—, pero discutí con el conductor y el cretino se enojó tanto que me obligó a bajar aquí y se largó. Mi abrigo y la bufanda se quedaron en el auto.
A Humberto no le interesaba saber de qué habían discutido los dos pelmazos, pero evaluó la situación. El hombre estaba solo, no era del barrio, y era ciego.
—Qué mal —dijo por compromiso—. Y justo ahora se está poniendo feo y creo que va a llover. Mira, yo vivo por acá cerca, en mi casa tengo un abrigo que es como de tu talla. Si quieres vamos y te lo paso para que no te dé una pulmonía. Luego te llevo al colectivo.
El ciego lo pensó un rato, y en verdad sentía que el frío le entraba a los pulmones. Respondió a Humberto que bueno, que si no era molestia lo agradecía mucho. Humberto se acercó, y al verlo tan desvalido le dieron ganas de abrazarlo y meterlo debajo de su abrigo, pero sólo lo agarró del brazo y se presentó.
—Me llamo Humberto, pero dime Beto —le dijo para entrar en confianza—. Mi casa está cruzando la plazoleta —y agregó— Menos mal que salí temprano, a esta hora y con este frío habrías estado aquí un buen rato cagándote sin ayuda —se apegó un poquito más al cuerpo del ciego y empezó a caminar con él—. Qué idiota el taxista. Hay que ser muy mala persona para dejarte aquí, a la intemperie, y llevarse tus cosas ¿Qué más se llevó? —al hacerle esta pregunta le tocó el pecho, tanteó el grosor del chaleco y exclamó— ¡Uf, esto es delgadísimo!
El ciego, un poco tenso, no estaba seguro si era buena idea ir a la casa de un desconocido, por eso iba lento, como frenándose, o dejando abierta la posibilidad de soltarse del brazo. Humberto, en tanto, lo guiaba lo mejor que podía indicándole algún obstáculo del camino, si tenía que dar un paso más largo o más corto o si había en el suelo algún cambio de nivel.
—Yo soy Carlos —indicó el ciego para no mostrar demasiado su recelo. Al fin y al cabo Humberto lo estaba ayudando y debía al menos decirle su nombre. Aun así quería descubrir posibles malas intenciones en los tonos y los silencios de Humberto, de ahí que hablara poco y pusiera mucha atención a sus palabras. Pero percibió el buen humor del otro y eso lo tranquilizó.
—Afortunadamente mi carné y mi plata los tengo en la billetera y no me la quito del bolsillo del pantalón —confesó Carlos—, el granuja se llevó sólo el abrigo y mi bufanda —. Después que dijo esto se arrepintió, porque le estaba dando información valiosa a alguien que podría robarle. Se quedó callado un rato esperando la reacción de Humberto. Nada, seguían caminando. Se revisó el bolsillo y la billetera seguía ahí. Humberto lo vio hacer y le dijo que no se preocupara, que él no era ladrón, y que comprendía su desconfianza.
—Está bien, no es para menos —solidarizó Humberto—. Ya no se puede salir tranquilo a la calle, los delincuentes están en todos lados.
—Ni le cuento —dijo Carlos—, a mí me han asaltado dos veces. No respetan a nadie.
—Así es, hacen lo que quieren —sostuvo Humberto, y luego informó a Carlos que atravesaban la plazoleta y que por eso había más humedad en el aire.
—Sí, la noto —acotó Carlos.
Pero Humberto estaba más preocupado de que no se les cruzara alguien y los viera juntos. Era muy importante que ningún fisgón supiera que entraba con el ciego a su casa. Por eso cuando llegaron al final de la plazoleta empezó a caminar más rápido.
—Estamos casi —le dijo a Carlos para justificar su prisa—, cruzamos la calle y llegamos a mi casa.
Por el apuro no le avisó que iban a bajar a la acera y Carlos dio un mal paso y trastabilló. Humberto lo agarró con fuerza y le pidió perdón. Luego metió la mano libre en el bolsillo de su abrigo, sacó el manojo de llaves y antes de llegar a la reja ya tenía la precisa, abrió lo más rápido que pudo, hizo pasar a Carlos al antejardín, aseguró la reja y miró a todos lados. Abrió la puerta y lo metió a la casa casi empujándolo.
—Pasa pasa —le ordenó.
Una vez adentro y antes de cerrar Humberto volvió a sacar la cabeza para comprobar que nadie los hubiera visto. Cerró con cuidado, tratando de emitir el mínimo de ruido, y activó el doble seguro de las dos cerraduras de la puerta.
—Listo, estamos adentro —dijo, tranquilizándose. Carlos se había quedado estático y no quería mover el bastón para no golpear o romper alguna cosa — Ven, siéntate aquí —Humberto lo toma del brazo y lo lleva al sillón. Carlos, una vez sentado, trata de reconocer ese extraño olor que hay en la casa, pero no logra identificarlo.
—Muchas gracias —le dijo— es usted muy amable.
Humberto lo miró serio, y luego sonrió. Se le acercó, se hincó para verle mejor la cara y hablarle directo.
—No hay de qué —le dijo en un tono enigmático mientras le acariciaba tiernamente la cabeza. Luego puso ambas manos en sus hombros y las bajó por los brazos hasta los codos, como midiendo el ancho del torso— Muy bien —agregó—, creo que el abrigo te quedará perfecto. Te traeré un poco de sopa caliente —se levantó y fue a la cocina. Mientras daba el gas y encendía el quemador escuchó a Carlos decir que no quería sopa y que mejor se iba y que dónde había quedado su bastón. Lo oyó levantarse del sillón y chocar con la mesa de centro, pero no fue a verlo porque estaba contando las gotitas del somnífero que echaba a la sopa. Luego, mientras la revolvía, pensaba en las empanadas que no pudo comprar y se sintió furioso con Carlos.
— ¡¿Le pongo cilantro?! —gritó con rabia desde la cocina.
No hubo respuesta. En su afán por encontrar su bastón el ciego estiraba las manos en todas direcciones, y había botado el cenicero y el control remoto al piso. Humberto vino furioso y le pegó un palmetazo en la cabeza y le dijo que por favor se quedara tranquilo que ya venía con la sopa. Volvió a la cocina y abrió el congelador para calcular el espacio y se alegró de que estuviera casi vacío. Luego abrió el cajón de los servicios y sacó el cuchillo para asados y tanteó el filo. En el comedor Carlos chocaba con los muebles y tiraba adornos y maceteros al suelo.

Texto agregado el 11-11-2021, y leído por 170 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
07-02-2022 Ohhh Dios!!! No quiero creer lo que estoy pensando... Que giro mas grande en el carácter de Humberto... Imagino ese hombre sufre de alguna enfermedad mental***** Muy buena trama... Victoria 6236013
12-11-2021 Me da la sensación de que esta no es la mejor versión de este cuento, como que si ponés un poco más de trabajo te quedaría mejor. Fijate, por ejemplo, la primera oración: creo que «ese día» sobra. guy
12-11-2021 No me digas que lo hizo empanadas al ciego. Jaeltete
 
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