¿Habrá ido al paso?
Hubo un tiempo en que mi obsesión por el orden llegaba a la exageración. Las fotografías estaban en sus álbumes con etiquetas fechadas, los libros alineados por autor y los cuadernos bien separados: universitarios en un estante, personales en otro. Si compraba un vinilo de mi grupo de rock preferido, de inmediato lo grababa en un casete y sólo ese escuchaba. El original quedaba intocable, protegido de agujas desgastadas y de manos torpes.
Mi fama en el barrio era esa: la colección de vinilos impecables, todos en su repisa con tapa y llave. A un costado, como vitrina de segunda categoría, guardaba los casetes de uso corriente, a la vista y disponibles.
Con el ajedrez ocurría lo mismo. Tenía dos juegos: uno cotidiano, extendido sobre la mesa de centro, siempre listo para una partida improvisada entre cigarros y vasos con posavasos; y otro de colección, comprado a un anticuario célebre por sus piezas exóticas. El de uso común se prestaba a las manos de cualquiera: vecinos, amigos, ociosos que se dejaban caer. Pero el otro, mi joya secreta, era intocable.
Aquel tablero artesanal, con piezas talladas en hueso y casillas incrustadas en maderas finas, lo guardaba en el ropero, tras la ropa colgada y debajo de los zapatos, dentro de una caja firme como un cofre. A veces, cuando la soledad me apretaba, sacaba el tablero, lo desplegaba sobre mi escritorio y jugaba solo. Una partida íntima, silenciosa, casi ritual. Nunca habría permitido que un descuidado dejara caer una torre y la hiciera añicos. Bastaba mirar las piezas mutiladas en los juegos de mis amigos para confirmar que la prudencia era un arte: reyes con corona quebrada, alfiles amputados, caballos rengos.
Cuando terminaba mi contemplación, desarmaba el tablero con la misma solemnidad con que un sacerdote recoge los objetos del altar. Lo devolvía a su escondite bajo los zapatos y la llave de la puerta del ropero iba a parar a otro escondite, tan secreto que ni yo mismo recordaba a veces dónde.
Hasta que una noche, celebrando con tragos y risas, fui a la repisa del comedor en busca de la sopera y los vasos de cristal para preparar un ponche. Abrí la hielera de vidrio, esa que usábamos más como adorno que como utensilio, y me encontré con algo imposible: el caballo negro de mi ajedrez de colección, frío como un témpano, mirándome desde dentro del hielo.
Me quedé inmóvil. Nadie sabía de ese juego. Nadie tenía acceso a la llave. Y, sin embargo, allí estaba la pieza, sacada de su cofre y depositada en el corazón de la hielera, como si hubiera querido dar un salto, salir del tablero y, quién sabe, marchar al paso hacia algún destino que yo aún no podía comprender.
Desde entonces, cada vez que abro el ropero, reviso el tablero con cierta inquietud. No porque falten piezas —siempre están todas—, sino porque me da la impresión de que el caballo negro, en cualquier momento, va a volver a escaparse. |