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Transcurría el año 1978 y por primera vez en la historia, la Argentina estaba organizando el Mundial de Futbol. Fue en un mediodía de junio.
Con Aníbal nos veíamos esporádicamente, compromisos laborales nos distanciaban aunque manteníamos una inalterable amistad.
Podían pasar días o meses sin vernos, tras el encuentro, nuestra historia continuaba desde el último momento que en habíamos estado juntos.
— ¿Que tenés que hacer hoy?
— Salvo ver el partido de la tarde, nada.
—Tengo una propuesta más que superadora; vamos a ver el partido de Argentina y Perú.
—Es la una, el partido es en Rosario y no tenemos entradas. ¿Tenes alguna solución para sortear estos detalles?
Sabía de antemano que tenía todas la respuestas a mis inquietudes, descabellas o improbables.
Habíamos vivido momentos increíbles por lo que no dudaba de su concreción.
Como cuando tiró el bombo a un juez de línea por cobrar una posición adelantada que no existía, se detuvo el juego y el árbitro corrigió su error.
Tenía la rutina de los documentos; la hacía siempre cuando los controles policiales nos demoraban y nos pedían identificaciones.
Y su respuesta era la misma
—Sabe oficial, no sé dónde los puse
Y empezaba a revisar; cuando la paciencia se le agotaba y el uniformado intentaba secuestrar el vehículo lo sorprendía
—Ya me acordé, los documentos están en el baúl
—Abra el baúl entonces
—No tengo las llaves del baúl
—Entonces va a ir todos detenidos.
—Espere oficial, si sacamos el respaldo del asiento de atrás se ve el interior del baúl. Y ahí estaban los papeles.
Ahora en este plan mundialista me daba las explicaciones:
—Es muy sencillo, estoy tratando de conseguir un auto para ir a Rosario; ya casi tengo convencido a mi tío Sergio de que me lo preste, saldríamos ni bien lo consiga. Ya le avisé a Enrique y Rubén y se prendieron de inmediato; seríamos los cuatro recordando aquellos tiempos. Para las entradas me dieron un dato. En la cancha tenemos que conseguir a un tal Ismael, que por unos pesos nos deja pasar.
—Tenemos que apurarnos, el partido es a las 7 de la tarde y Rosario lo tenemos a 300 kms.
No quería discutir con Aníbal, siempre me iba a convencer, dada las escasas posibilidades de concreción me despedí y me fui a almorzar.
—Me parece bárbaro, ¿me pasas a buscar?
—Estate atento a la bocina
Ese día nuestro seleccionado se jugaba la clasificación para las semifinales de la copa del mundo
Difícil para la Argentina; si bien el rival no era de temer, debíamos ganar por una diferencia de al menos 4 goles para pasar a la final.
Pop pip pip, no parecía cierto pero estaba Aníbal al volante de un Ford Falcon con mis amigos para ir al partido. Busqué un pullover, documentos y dinero y subí con ellos.
Una emoción nos embargaba a todos; era épico, son de esos momentos en que nos sentíamos partícipes de la historia.
De Lanús, nuestra ciudad natal, partimos hacia la capital, debíamos atravesarla y enfilar hacia la Panamericana rumbo al norte.
Como casi todo lo que emprendíamos se nos presentó el primer obstáculo, por Figueroa Alcorta un descomunal embotellamiento en las cercanías del estadio Monumental. No advertimos que a las 15:00 hs había un partido por el mismo mundial en la cancha y el transito estaba intratable. Tuvimos que desviarnos por la Avda. del Libertador, pasamos por la Escuela Mecánica de la Armada y a unos cientos de metros subimos a la autopista.
Ninguno de nosotros conocía Rosario, menos aún el Estadio Mundialista.
Ni bien pisamos la Panamericana el Falcon desplegó sus alas, y el velocímetro alcanzó los 130km por hora, a pesar de los años que tenía.
En las inmediaciones de la ciudad de Baradero una falla fatal en el auto terminó con nuestras esperanzas de llegar al estadio. Un reguero de aceite y pedazos de metales nos confirmaron que nos habían arrancado la ilusión.
Mirábamos el motor como quien mira un reactor nuclear, sin ninguna idea de cómo solucionar el problema.
Nos encontrábamos solos, al costado de la ruta. Faltaba la magia, esa que esperábamos de Aníbal que no salía del asombro.
—Cuando se entere Sergio, me mata; le fundí el motor
En la radio se escuchaba al Relator de América, José María Muñoz, arengando a todo un pueblo por los colores celeste y blanco, en busca del milagro para pasar de etapa.
La tarde agonizaba a la vera de la autopista, en medio del campo, el frío comenzaba a hacerse sentir. Nos metimos todos en el Falcon escuchando los gritos de aliento del locutor, sin siquiera pensar que un auxilio mecánico nos pudiera alcanzar a algún lugar. Todo era un desierto.
Eran las 18:30 y mientras Rosario latía de la emoción, apareció la magia.
— ¿Nos vamos a quedar acá?- Arrancó Aníbal
¿Ven esa luz por allá?, No sé que será pero seguro están viendo el partido. Cerremos el auto y vayamos para allá.
Y seguimos la luz por dos kilómetros hasta que se convirtió en un bar de pueblo, con la tele en el fondo, colmado de personas y tensión.
En el frente un cartel que identificaba el lugar como “la Cueva del Chancho”, una seguidilla de mesas de madera color verde inglés, bancos largos y pisos de tierra recién apisonada. Una barra con el típico estaño botellas con tierra y telas de araña.
Más arriba una prolija hilera de jamones esperando su turno.
Ni bien traspasamos la puerta millones de miradas se posaron en las nuestras.
Con los cabellos hasta los hombros desentonábamos con la escenografía.
-¿Buscan algo caballeros?- Insinuó el parroquiano, vestido con la camiseta argentina, un gorro tipo arlequín de cuatro puntas y una matraca.
— ¿Está abierto? Llegué a balbucear
—Se nos descompuso el auto y no tenemos donde ver el partido.
—Pasen nomás
Fueron solo dos cervezas para que todos al unísono gritáramos y nos abrazáramos.
Con el primer gol de Kempes, el rancho parecía de goma, volaban platos botellas y vasos. A pesar del tanto, era una alegría contenida, porque todavía faltaba; la ilusión asomaba en la tierra bonaerense.
Segundo gol, estallido y nos fuimos gritando para el segundo tiempo. Pudimos compartir momentos con los presentes que representaban todo el abanico de clubes de Argentina, nos unía la pasión por la celeste y blanca. Estábamos luchando por nuestro país.
Nos habíamos mezclados entre las mesas, Enrique propuso que alguien fuera a ver por el auto pero no recibió ninguna aprobación.
Segundo tiempo para la apoteosis; ni bien comenzado a rodar la “tango”, la pelota oficial de la copa, el genio de Kempes nos acercaba a la gloria. Si cerraba los ojos me imaginaba en el Gigante de Arroyito. A los pocos minutos, y sin siquiera acomodarnos en el banco, Luque con una jugada de puro corazón puso el 4-0 que nos llevaba a la final.
Como regalo del cielo aparecieron Houseman y Luque con tremendos golazos y con ellos la gloria.
Nunca habíamos disfrutado tanto de un momento, abrazados y gritando en un paraje solitario. Nos juramos amistad eterna y nos comprometimos a repetir esa experiencia para la final del mundo.
Nos retiramos a las 10 de la noche y volvimos al Falcon a escuchar nuevamente a Muñoz desgañitarse desde el éter, y una arenga a sus oyentes al Obelisco para celebrar esta hazaña que solos los argentinos éramos capaces de alcanzar.
Mientras tanto esperábamos a aquel auxilio que recién a la 1 de la mañana osó auxiliarnos. Nos puso una cuarta de remolque que arrastraba al falcon con cuatro fanáticos gritando y cantando. No hacía poco se había detenido un móvil policial pidiéndonos que nos identifiquemos, miraron el motor se miraron entre si y se fueron.
Con el tiempo llegó el arrepentimiento de no poder cumplir la promesa de repetir la experiencia para la final del mundo.
Había salido como solo a Aníbal le podía salir.
Un día recibí una foto que se había sacado en la NASA con el modulo lunar, nos dijo que había estado en la luna contando toda la epopeya en el satélite.
— ¿Viste extraterrestres?
—Estaba lleno
— ¿Y cómo son?
—Iguales a nosotros, lo que pasa es que con las luces se desfiguran las imágenes y parecen altos o cabezones. Me invitaron a un viaje, ¿puedo contar con Uds.?
—¿Hay que llevar alguna documentación?.

Texto agregado el 13-11-2021, y leído por 52 visitantes. (0 votos)


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