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La Bertita era mínima, tal si en su mundo interior también hubiese dejado espacio para que gran parte de ella misma se arrellanase y sólo dejado una escasa porción para mostrarse en la vida diaria.
En esos años cincuenta, moraba una casa de dos pisos construida sobre la estrechez del terreno, de tal modo que uno visualizaba un cuadrado que hacía las veces de patio en el que se divisaban a la pasada una artesa bajo un caño y trastos varios como abrazados para no invadir el poco trecho restante.
El segundo piso, acorde a la mezquindad reinante, se alzaba sólo un par de metros sobre la superficie, con la singularidad de un balconcillo que brindaba una lengua de sombra cuando el sol ardía en el cenit. En ese mismo espacio debió haber contemplado la Bertita, con la languidez consuetudinaria de su alma, las copas de los árboles despojados de fronda en las tardes invernales. Acaso fue su marido quien le provocó los mayores dolores, enviciado en el alcohol como tantos otros que encontraban consuelo para su alma, embotados en la miseria, la rutina y la escasez de horizontes.
La pena se definía clara en sus ojeras oscuras y en su cuello quebrándose en un gesto sumiso. Era un dolor sin remisión que se desplazaba eléctrico por la corta longitud de sus brazos para desbordarse en el temblor de sus dedos. Una sombra violácea circundando uno de sus ojos incrementaba la oscuridad de sus ojeras y delataba otra noche de furia y otro dolor arrinconado en un jergón.
Don Tulio se alzaba sólo unos pocos centímetros sobre la Bertita, pero el gesto, su tranco y la mirada torva parecían agregarle mayor altura de la que la naturaleza le mezquinaba. Verlos caminar uno junto al otro significaba graficar el imperio de un alma sobre otra ya destinada a la genuflexión. Los moretones se alternaban en la escualidez de su rostro y sin embargo aquello que podría definirse como familia se mantenía sólo por un respeto ciego a las formas que se estilaban en aquella época.
Los años transcurrieron sin que nada cambiara en esas vidas destinadas a la desdicha. Sólo un crío llegó a sumarse a ese hogar para aumentar las labores de la Bertita, pero en su generosidad de madre el amor no se escatimaba. Tulio fue criado y engalanado como el emperador que invocaba su nombre, pese a que la pobreza tenía visos de un estigma en esa familia.
Pasaron los años y la rutina poco cambió. El esposo perseveraba en su alcoholismo y ahora las víctimas eran Bertita y Tulio. De los gritos a la quebrazón bastaba sólo un gesto irresoluto de la mujer. Después, los golpes y el llanto espontáneo de madre e hijo se mezclaban con los horribles juramentos del hombre. Portazos, una tregua y el regreso del tipo en la madrugada, rubricaban esta jornada de espanto.
Los días siguientes eran de arrepentimiento, de invocaciones a Dios, juramentos escritos en el agua. Bertita contemplaba con tímida esperanza esos actos de contrición de su esposo, sabiendo que sólo una nueva jornada sancionaría el cumplimiento de las promesas o la reiteración de los maltratos.
Una vecina estrelló con desesperación sus nudillos en la puerta de Bertita. Cuando un rechino largo y afilado indicó que ésta se franqueaba, Bertita se encontró con la tensión desdibujando el rostro de quien acudió con la noticia. Tulio padre cruzaba la calle principal en plena madrugada. Es posible que se dirigiera a su hogar, pero para su desgracia, un automóvil, de esos que escaseaban en esos años se topó en su ruta con un ser que sólo caminaba por el vaivén del instinto.
La pena le duró muy poco a la Bertita. Pronto tuvo que salir a buscar algún empleo que le permitiera continuar con su existencia. Aquello le devolvió un aire de esperanza, un olvidado brillo en sus pupilas y una sonrisa que se había desprendido hacía mucho tiempo del cauce de sus comisuras. Tulio, acuciado por los temores, supo que la existencia no se conformaba de episodios violentos ni de gritos ni golpizas. Creció, comprendiendo que a veces la vida puede ser un camino azaroso pero repleto de gratificaciones, estudió y se recibió de ingeniero y cuando él y su madre abandonaron esa vivienda estrecha y copada de malos recuerdos para cambiarse a una más amplia y cómoda, esa pequeña casa pareció encogerse sobre sí misma y cualquiera coincidiría que se había transformado en una triste lápida sombreada por un balcón mínimo.













Texto agregado el 11-12-2021, y leído por 134 visitantes. (5 votos)


Lectores Opinan
14-12-2021 Una de esas historias que puede ocurrir en nuestro propio vecindario. Lo contás de una manera excelente, amigo. Me gusta cuando escribís sobre situaciones asi porque es sacar a la luz algo que siempre tiende a quedarse en la oscuridad entre cuatro paredes. Un gusto leerte, amigo. Abrazo grande. vaya_vaya_las_palabras
14-12-2021 Increíble relato, triste historia. Jaeltete
13-12-2021 Una historia cotidiana llena de agobio y maltratos a la mujer, como hay tantas otras; pero tú has sabido darle la perspectiva necesaria, para hacerla un excelente cuento. Muy bueno, amigo. maparo55
12-12-2021 Tremendo tu relato, agobiante como esa casa. Qué bueno que el final es esperanzador. Abrazo grande. MCavalieri
12-12-2021 —Un relato de situaciones de los cincuenta del siglo pasado, pero con tintes de acualidad y que me trae la memoria aquel refrán que dice: "No hay mal que por bien no venga" lo que me hace pensar en casos como el que relatas, podríamos cambiar la palabra mal por muerte. —Saludos. vicenterreramarquez
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