Y cuando llegó la oscuridad, en nuestro cubículo, 
nos revivimos en raíces
enredandonos
desde a dentro de la sangre
hasta el último milímetro
de la separación de nuestra piel con el aire.

Y tú ya estabas.

Eternamente e inmediata en el tiempo.

Y yo llegaba,
desde la ausencia más absoluta
del primer segundo de mi lejania.

Y tú ya estabas, perenne,
estática bajo la losa de la sábana, 
mientras en el instante más indeterminado
de este mundo me enraizaba a ti.

Como nunca.

Como siempre.

Y el sueño pasó a ser parte nuestra
desde el balanceo de tus pestañas.
Y yo llegaba, como siempre.
Como nunca, al lugar del que nunca me fui.

Y te descubrí entera,
como la primavera que aún sangraba
por mis venas olvidadas.