Los zapatos rodaron por la calle cuando la señora gritó:
_¡Los pepes, los pepes!,
Estaban en unas cajitas con visor al abrirse el baúl del auto que los transportaba.
Se estaba mudando del padre de su hija al departamento nuevo, cambiando la casa de dos pisos en la ochava, con dos baños y dos televisores, para no ser monitoreada las 24 horas al día, ni consentir en poner una cámara arriba del modular, “para ver cómo está la nena”.
El policía que guardaba tres armas reglamentarias en su casa, se había tatuado una espada en el pecho que atemorizaba, y sangraba. Amenazaba cualquier clase de venganza iracunda.
Es que la religión católica postula un amor incondicional en las buenas y las malas y él no estaba para desertar sus ideas.
Mientras juntaba las cajitas de sus zapatos, Amanda lloró por primera y última vez,
Ya no vendrá él con su metro noventa y cinco a instar ideas de orden y organización ni a querer enviar a la niña a la escuela bilingüe por la cual abonar una suma exorbitante,
Entró a su nueva casa y, mientras su hija le decía:
_ ¿Y papá dónde está?