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Entraron por un camino rodeado de enormes álamos. Más atrás destacaban cerros con bosques de alerces, eucaliptus y peumos. Por entre los árboles se veían senderos demarcados por pequeños cercos rústicos. Mientras buscaban un espacio para instalar la carpa César hablaba de lo hermoso e inspirador que era volver a la naturaleza. Escogieron debajo de un manzano, acercaron el auto a la zona demarcada y descargaron. Slach inició de inmediato el reconocimiento del lugar. A su disposición había un fogón, un mesón y dos bancas. Felipe no lo veía tan maravilloso como decía su papá, pero no quería echarle a perder el entusiasmo. Intentaba ser amable y le respondía en buen tono, aunque ya estaba aburrido con su monserga de la conexión, la vida natural y el aire puro. Al momento de armar la carpa, César, emocionado, no dejaba de darle instrucciones. Cuando terminaron le pidió que fuera a buscar leña para hacer fuego y preparar el almuerzo. Felipe tomó el hacha y se introdujo en el bosque, buscando cualquier rama o palo que pudiera llevar. A la vuelta le dijo a su papá que él haría el fuego. César asintió, pero al ver que se demoraba le preguntó si necesitaba ayuda. Felipe, molesto, le dijo que no. Mientras almorzaban César le advirtió que en la zona no había internet. El joven, con cierta ironía, le replicó que eso era bueno porque estarían más tranquilos. Terminaron de comer en silencio, mientras Slach olisqueaba entre los matorrales. Más tarde Felipe se puso a leer un cómic.
Luego de reposar César comenzó a organizar las cosas para ir a bañarse a la laguna, que quedaba a unos cien metros de la carpa. Le indicó a su hijo que llevara toalla, bloqueador, agua por si le daba sed, galletas, chalas, polera, sombrero, lentes, un libro y la navaja suiza que le regaló en navidad. En el camino le sugirió que pusiera en práctica lo que había aprendido en la escuela de natación. — Quizá impresiones a una bañista y consigas una amiguita de verano —le dijo. Felipe miró hacia otro lado.
Al borde de la laguna había una zona despejada y con césped donde reposaban unas veinte personas, algunas sentadas y otras tiradas sobre sus toallas. Un pequeño muelle de madera hacía de trampolín donde los niños se lanzaban de pie o tomados de las rodillas. César inspiró profundo, se sacó la polera y se untó el cuerpo con bronceador. A sus cuarenta años todavía se mantenía en buena forma física, y le encantaba asolearse y usar trajes de baño ajustados. Cuando terminó su ritual se ofreció a ponerle bloqueador en la espalda a su hijo, pero Felipe se negó rotundamente, se metió al agua y se escapó a la parte más profunda. César, que no sabía nadar muy bien, avanzó sólo hasta donde el agua le llegaba al pecho. De tanto en tanto se sumergía y salía a la superficie haciendo gran alboroto. Slach, a pesar de los ruegos de su amo, no mostraba interés en el agua y prefería cazar mosquitos. Los demás bañistas eran niños gritones y sus padres solícitos. Un tipo calvo se acercó a César con cierta complicidad y lo invitó a nadar más adentro.
— Es que acabo de almorzar y tengo el estómago algo pesado —se excusó César. Ante la insistencia del tipo, que seguía mirándolo y le levantaba las cejas y le sonreía, se salió del agua. Desde la orilla le avisó a su hijo que se iba a la carpa y que no se olvidara que tenían que inflar los colchones. Felipe le dijo que se quedaría un rato más.
Estaba poniendo cáñamos en las ramas del manzano para tender la ropa mojada cuando llegó Felipe. César le avisó que faltaba una válvula, y que eso era terrible porque no se podía imaginar lo que era dormir con la espalda pegada al piso.
— Tenemos que resolver este problema lo antes posible, pero todavía no se me ocurre cómo. Si quieres me ayudas a pensar —le dijo.
Inflaron el colchón que estaba completo, y para reemplazar la válvula del otro Felipe le propuso hacer un tapón de madera. Cortó un trozo y con su navaja lo redondeó a la medida del agujero. Pusieron el tapón, pero el aire se salía igual. César fue al auto y buscó en la caja de herramientas, sacó una cinta americana y cortó algunas tiritas. Felipe infló, y a una seña de su papá sacó el bombín, César cubrió el agujero con las cintas y examinó si había fugas. No se advertían. Para verificar que no perdía presión se subió al colchón y, recostado, dio unos saltitos. Todo bien. Entonces, satisfecho, dijo que había sido un gran acierto haber traído esa cinta, y que daba gracias a los americanos por hacerla tan resistente. Felipe le aclaró que la cinta era china.
— Entonces agradezco a los chinos por copiar tan bien la cinta americana.
En la noche hizo un frío espantoso y despertaron varias veces, buscaron toallas y ropa para echárselas encima. En una creyeron que había amanecido y abrieron el cierre de la carpa, pero no, estaba oscurísimo, eran las tres de la mañana. Se angustiaron porque quedaban todavía hartas horas gélidas y volvieron a acostarme con pocas esperanzas de dormir.
Se levantaron apenas asomó la primera claridad y Felipe encendió el fuego y César preparó huevos con jamón y café.
— ¿Pipe, pasaste frio? —preguntó César.
— Papá, hizo un frío terrible y apenas pude dormir.
— Sí, yo también pasé mala noche —confesó—. Hoy iremos a comprar frazadas donde sea. No podemos sufrir otra noche como esta.
— No papá, no podemos.
Se calentaron un rato al fuego y César se puso de pie y se estiró.
—A esta hora el paisaje es mágico —dijo, tratando de animarse—. Voy a desentumecer las piernas.
Se alejó de la carpa y se perdió entre los árboles. Al rato Felipe lo vio aparecer cargando unos palos. Le dijo que había descubierto mucha leña seca para la fogata de la noche y que lo acompañara a buscar más. Además, la caminata te serviría para calentar el cuerpo.
Entraron por un sendero, se desviaron a la izquierda y Felipe vio un montón de troncos cortados con motosierra. Miró a su papá, pero César no hizo comentarios. En completo silencio tomaron todo lo que pudieron y lo llevaron al camping. Dejaron la leña al lado del fogón y Felipe recordó lo de las frazadas. Vamos ahora mismo, dijo César.
La ciudad más cercana quedaba a media hora del camping. Consultaron a los oriundos y consiguieron la dirección de una tienda china. A César se le olvidó el arnés de Slach y tuvo que llevarlo en brazos, porque no se atrevió a dejarlo en el auto, hacía un calor terrible y temía que el perro se asfixiara. Afortunadamente Slach era pequeño y no pesaba mucho. Al llegar a la tienda preguntaron al guardia si le permitía entrar con el perro, el hombre dijo que sí, pero que no dejara al animal en el suelo. Pasaron y vieron que había frazadas gruesas y delgadas. Felipe dijo que era mejor asegurarse y llevar dos gruesas, pero César le mostraba que por el precio de las dos gruesas podían llevar cuatro delgadas.
— Papá, esas delgadas no nos servirán —reclamó Felipe.
— Servirán Pipe, servirán. Además, ahorraremos plata.
— Si volvemos a pasar frío esta noche será por tu culpa, por tacaño.
— No pasaremos frío. Confía en mí.
Se llevaron las delgadas. De vuelta al camping, y acalorados por el viaje, arrendaron un bote para recorrer la laguna. Al principio les costó un poco controlarlo y en vez de avanzar se movían de un lado a otro. César alegó que Felipe remaba con poca fuerza, y Felipe que su papá no tenía coordinación. Discutieron un rato hasta que llegaron a un acuerdo tácito y lograron deslizarse. Cuando estaban en medio de la laguna, Slach, curioso y atrevido como era, se paró en la punta del bote, y, a causa de un balanceo brusco, cayó al agua. César intentó agarrarlo, pero el perro se hundió medio metro y no lo alcanzó. Al instante Slach empezó a mover sus patitas y salió a flote, afligido. César le gritó a Felipe que lo tomara del collar. Felipe lo agarró y lo subió al bote. En la angustiosa maniobra perdieron los remos. Para recuperarlos tuvieron que manotear el agua, pero con cuidado, porque el bote era de plástico, delgado e inestable y si se cargaban mucho a un lado podía volcarse. Aunque llevaban puestos los chalecos salvavidas, de sólo imaginar el naufragio, y ya afectado por lo del perro, César se puso a temblar.
De regreso a la carpa vieron que una familia estaba descargando sus cosas e instalándose cerca de ellos. Felipe quedó prendado de la hija, una morena de pelo negro y ondulado que vestía pantalón corto y camiseta ajustadas. Para Felipe era la belleza misma, y sintió un calorcito en el cuerpo y se animó de tal forma que le dieron ganas de hacer cualquier cosa. Le gritó a su papá si necesitaba ayuda, y éste le sugirió que encendiera el fuego. Felipe puso todo su empeño y cuidado para hacerlo bien y rápido. Quería que todos vieran lo bueno que era haciéndolo, sobre todo la morena. En seguida se ofreció a ir por más leña y se internó en el bosque. Bajo los árboles se imaginó que la morena llegaba sonriendo y lo abrazaba y lo besaba apasionadamente, pero nada de eso ocurrió. Al volver con la leña la vio que estaba pelando papas con su mamá. Fue a buscar su mochila, sacó un lápiz y le dijo a César que haría una lista de las cosas que les faltó traer. Anotó frazadas, un bidón para el agua, bolsas para basura, una silla de playa, una tabla para picar, un sartén con tapa, un mantel de plástico, alambre, una caña para pescar, binoculares, un hacha más grande, juegos de mesa, y más frazadas. Después de almorzar se sentó en el suelo con su revista y se puso a leer, pero no podía concentrarse porque ella se paseaba y se reía y él no podía saber de qué. Los vecinos acabaron de comer, sacaron sus toallas y se fueron a la laguna. Felipe se inquietó y le preguntó a su papá a qué hora irían ellos.
— Termino aquí y vamos —le respondió César sin mirarlo, porque estaba acopiando los platos para ir a lavarlos.
— Yo estoy listo. Me adelantaré —Felipe recogió su toalla y sus chalas y se fue apurado a la laguna.
Los vecinos estaban tomando el sol. Ella, al lado de su papá y en traje de baño, recostada boca abajo en su toalla. Felipe, ruborizado, se ubicó a unos metros y no se quitó la polera. A los cinco minutos llegó César y le preguntó por qué no estaba en el agua.
—No tengo ganas —respondió.
—Vamos a dar un paseo entonces —replicó César.
Felipe al principio no quería, pero aceptó únicamente porque pasarían cerca de ella. Al acercarse César los saludó amistosamente a todos, Felipe apenas pudo emitir un hola. A la vuelta ella seguía al sol, pero ahora de frente, y cuando estuvieron cerca le preguntó a César qué había por el sendero y hasta dónde llegaba. César le contó sobre la variedad de líquenes y aves autóctonas, la espesura y las frondosidades. Ella lo miraba embobada, y a Felipe le dieron ganas de matar a su papá, volver a casa, encerrarse en su pieza y dejarse morir de hambre. No le habló en toda la tarde. Para colmo los vecinos abandonaron el camping antes del anochecer.
A pesar de todo, y por efecto también del cansancio, pasaron buena noche. Felipe soñó que estaba en la calle con un amigo sin saber qué hacer con un perrito que agonizaba en sus brazos. Consultaron a un tipo dónde podían encontrar un veterinario, o algo parecido, y el hombre les indicó una clínica para mascotas, pero les advirtió que la mujer que lo atendía era un poco malvada y que tuvieran cuidado con sus diagnósticos y medicinas. Como no había nadie más a quien acudir, y el perrito necesitaba atención inmediata, fueron igual. La clínica estaba en un tercer piso de un estrecho edificio, y cuando subieron las escaleras se sorprendieron de lo pequeño que era todo. Apenas podían atravesar el ceñido pasillo. Tocaron la puerta y adentro era peor, tenían que estarse quietos hombro con hombro porque las paredes estaban atestadas de frascos y cajas y cualquier movimiento podía ocasionar un derrumbe. La veterinaria era joven, delgada, de ojos grandes y expresivos. Felipe se enamoró de inmediato. La mujer revisó al perro y les dijo que viviría siempre y cuando le dieran un jarabe y lo hicieran dormir sobándole el abdomen. Estiró el brazo y sacó un frasquito de los estantes y se los dio. Le pagaron, ella recibió los billetes y al punto se dio media vuelta e inició una conversación con un sujeto que apareció de la nada. Felipe, al salir, lo reconoció. Era su papá. Afuera le confesó a su amigo que no confiaba en una veterinaria que tratase así a sus clientes, de manera tan fría y mecánica, pero ambos sabían que no tenían opción, o hacían lo que les había indicado o el perro moría. Y despertó.
Luego del desayuno Felipe fue a dar un paseo a la laguna, se sentó en el muelle y observó una escena peculiar. Un pato con un pez atravesado en el pico emitió un llamado. Otro le responde desde lejos y nada a su encuentro. El pato con el pez lo espera, y cuando el otro llega, le cede el pez. Felipe pensó que, ante esta escena, su papá habría hecho una larga disquisición sobre el instinto de cooperación, por eso mismo no se la iba a contar.
A la hora de almuerzo tuvieron un altercado. Mientras preparaba la comida César le pidió a su hijo que despejara el mesón, pero Felipe no le contestó porque estaba adentro de la carpa buscando una polera. Entonces César alzó la voz y le reprochó su conducta.
— ¡Pipe, te pedí ayuda! ¡¿Por qué te demoras?!
—Estoy ocupado.
— ¡Siempre que te pido algo estás ocupado y tengo que esperarte!
— Debo terminar lo que estoy haciendo.
— ¡¿Es más importante que limpiar el mesón?!
— ¡Sí!
César, dolido, se quejó de lo paciente que él había sido con su hijo y lo pesado que Pepe había sido con él, que la idea era pasarlo bien juntos y que él se esforzaba pero Pipe no ponía de su parte. Felipe, en tanto, pensaba que su papá, ensimismado como todos los papás, no entendía nada. Pretendía que fuera como él y lo que menos quería Felipe es ser como su papá. Si tan solo dejara de darle órdenes y consejos y explicaciones de todo.
Los enojos de César eran breves, y pronto comenzó a hacerle preguntas a su hijo con la intensión de olvidar la discusión, pero Felipe era más rencoroso y le contestaba con monosílabos, luego se puso los audífonos y subió el volumen de la música.
Afortunadamente, y para sorpresa de ambos, en esos momentos llegó Alberto, amigo íntimo de César. César lo había invitado a pasar unos días con ellos en el camping. No pensaron que llegaría porque Alberto era bastante miedoso y lo aterrorizaba salir sólo a lugares desconocidos, con todo apareció en su auto con lentes oscuros y una amplia sonrisa. Luego de los saludos les contó su travesía, se le había desactivado el GPS y se había metido por un camino oscuro rodeado de árboles. Seguir a ciegas por esa zona tan peligrosa, dijo bajando la voz, era exponerse a un asalto, o a algo peor. Por eso decidió dar la vuelta y regresar. Sin embargo, al llegar a un cruce el GPS se reactivó, Siri habló de nuevo y pudo seguir sus indicaciones hasta el camping. Como bienvenida y para animarlo César le dijo que el lugar era fabuloso y que sin duda valía los peligros de la ruta. Lo llevó a ver algunas zonas que extasiaron a Alberto y, fanático como era de las fotos, se retrató desde todos los ángulos. Con su llegada el ánimo se distendió bastante. César estaba contento por las cervezas y la carne que había traído su amigo. Slach no daba más de alegría, y saltaba a sus brazos y lengüeteaba su cara. Felipe, por su parte, encontraba a Alberto infinitamente más divertido que su papá. Cierto que lo inquietaba dónde iba a dormir, pero se tranquilizó al ver que Alberto sacaba una carpa de su auto y le pedía ayuda para armarla.
Al día siguiente se bañaron en la laguna, se sacaron fotos, grabaron videos, caminaron por senderos y recogieron frutos silvestres. Al regresar Alberto revisó las provisiones y dijo que faltaría vino para el asado de la tarde. Salieron a buscar donde abastecerse. No había muchos negocios cerca, y a medida que avanzaban sin rumbo por caminos pedregosos Alberto se ponía cada vez más nervioso. Vieron a un tipo a caballo y le preguntaron si sabía dónde podían comprar vino, el hombre les señaló con el dedo que un poco más allá y doblando a la derecha. La única casa que encontraron no tenía señales de venta. Estaba el portón abierto, y entraron indecisos y muy despacio porque las gallinas se paseaban por todos lados. Slach les ladraba haciendo gran alboroto. Alberto dijo que él se quedaba dentro del auto cuidando a Slach, porque afuera rondaban unos perros enormes que lo descuartizarían en segundos. César y Felipe se bajaron con cuidado para no tropezar con las aves, perros y cerdos que se habían agrupado al alrededor del auto. Llamaron, y salió a atenderlos un hombre pequeño de unos sesenta años, con chupalla y camisa a cuadros. Les sonrió mostrando sus encías despobladas y los hizo pasar a un cuartucho donde tenía un bolichito con snacks, bebidas, cervezas y, sobre todo, muchas garrafas con vino. Hablaron un rato y César compró una garrafa de cinco litros y Felipe aprovechó de llevarse una bolsa de papas fritas.
En la tarde prepararon el asado. César y Alberto tomaron harto vino y charlaron animadamente, Felipe, en cambio, se aburrió. Como a la una de la mañana César se apartó de la fogata y llamó a sus compañeros y les hizo mirar el cielo. Discurrieron sobre la variedad de estrellas y planetas que había, los millones de galaxias, la insignificancia del ser humano y otras disquisiciones de este estilo. Cuando ya les dolía el cuello se fueron a acostar.
Al otro día después del desayuno abandonaron el camping. César, al despedirse, le dijo al dueño que lo habían pasado muy bien y que iba a recomendar el lugar y que volverían el próximo año. A la salida acordaron irse por la costa para recorrer algunas playas y buscar un lugar donde almorzar. Primero pasaron a una que estaba medio abandonada. A esa hora de la mañana el cielo estaba totalmente cerrado por nubes grises y la camanchaca lo cubría todo. Había poca visibilidad y hacía mucho frío. En la playa sólo se veían cientos de chillonas gaviotas y, en los montículos, negros, enormes e imperturbables jotes. Quisieron explorar un poco la playa y se metieron por un camino arenoso. El auto de Alberto se atascó y se quedó atrás. Estaba aterrado, y tocaba la bocina frenéticamente para que los otros regresaran a socorrerlo. César y Felipe se retrocedieron, empujaron su auto y logró salir en reversa. Con todo, antes de abandonar la playa Alberto se bajó y se sacó algunas fotos con los jotes detrás.
Circularon unos quince minutos por la carretera y llegaron a otra playa, esta sí habitada y con restaurantes y bastante gente paseando por su única avenida. Buscaron un local con vista al mar y con comedor afuera. Hallaron uno con mesas en la arena, techo de paja y una gran vista. Aunque todavía estaba fresco, el sol diluía la bruma y la temperatura empezaba a subir. César amarró a Slach a la pata de su silla. Llegó la camarera y César y Alberto ordenaron mariscal caliente y cerveza. Felipe estaba indeciso, lo pensó un rato y pidió pescado frito y cerveza. Al escucharlo César abrió los ojos.
— No tienes edad para beber alcohol. Además —agregó, serio—, antes debes pedirme permiso. Felipe, de mala gana, cambió la cerveza por una Sprite. Los tres contemplaron el mar en silencio. La comida estuvo excelente, dejaron los platos limpios. Luego fueron a la playa y Felipe se recostó en la arena y se tapó la cara con la toalla. César se sacó la polera y le pidió a Alberto que le echara bloqueador en la espalda. Luego anunció que iría a trotar y se fue por la orilla con Slach apegado a sus pies. Al poco rato volvió porque le había dado un tirón en los gemelos. Se sentó a descansar, advirtió que al fondo había un roquerío y quiso ir a instalarse allí. Felipe, malhumorado, le replicó que estaba muy lejos y que mejor fueran en auto.
— La idea es caminar —le objetó César—, pasear, disfrutar el paisaje.
— Ya ya ya.
Al llegar se dieron cuenta que el cooler con las cervezas se había quedado en el auto de Alberto.
—Les dije que viniéramos en auto —les reconvino Felipe.
Fueron a buscar el cooler y de regreso César se puso el traje de baño y le suplicó a su hijo que le pusiera ojo a Slach, porque él y Alberto estarían en el agua un buen rato. Felipe asintió con la cabeza. Los vio meterse al mar, lentamente, saltando y riendo cuando pasaban las olas. Slach, en tanto, se entretenía jugando con pequeños moluscos aferrados a las rocas. A lo lejos se apreciaban algunos botes y más allá los enormes peñascos que bordeaban la bahía. A veces pasaban parejas de la mano, conversando, o niños tirando a perros obtusos que habían descubierto algo interesante en la arena. Cuando los perdió de vista, Felipe abrió el cooler y sacó una cerveza. Estaba fría. La abrió. La espuma inundó su boca, sintió la picazón en la garganta y luego el amargor. Se la bebió a sorbos largos, tratando de terminarla lo antes posible. Vació la lata, la dobló, escarbó en la arena y la enterró. Después se acostó de lado y se tapó entero con la toalla. Pensó un momento en la morena y en su traje de baño, y al notar la erección le dieron ganas de masturbarse, pero recordó a su padre hablándole y, enfurecido, se levantó, sacó otra cerveza y se la bebió. Ya un poco mareado reconoció que allá en la avenida había contenedores de reciclaje. Desenterró el otro envase y fue a botarlos. Se entretuvo mirando a las chicas que paseaban en grupo y compraban aros y pulseras a los comerciantes ambulantes. Al rato se acordó de Slach y volvió apurado. Alberto estaba secándose.
— ¿Y César? —le preguntó.
— Pero si estaba contigo —le respondió Felipe, sorprendido.
Miraron a todos lados, pero no había rastros de César.
Oyeron los furiosos y tenaces ladridos de Slach entre las rocas, y lo vieron saltar y dar vueltas desesperado. Felipe, de pronto, recordó a su padre sonriéndole por encima del hombro de la veterinaria, y sintió un frío extraño, seguido de una inconfesable alegría y ganas de llorar.

Texto agregado el 31-03-2022, y leído por 181 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
03-04-2022 En general desconfío del narrador omnisciente porque suele meterse él mismo con opiniones o sentencias como para figurar o para decir algo propio y no de los personajes. Claro que este no es el caso, te quedó bien. Me pareció muy bien lograda la relación padre - hijo durante todo el texto. guy
 
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