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Seducido por esa colección de clásicos, Óscar aceptó la invitación de Emanuelle. Curiosa situación en todo caso, porque una tarde comentaba él a sus compañeros la predilección suya por ese tipo de literatura y quizás los oídos de la mujer captaron esa declaración y es posible que tales libros ya estorbaran en su biblioteca y donarlos a quien sabría apreciarlos resultaba hasta lógico. Lo que intrigaba al hombre era el desconocimiento absoluto que tenía de ella, considerando que en los cinco años que trabajaban allí, jamás se habían topado. Era una buenísima oportunidad para conocerla, abogada de la empresa, alternaba en las más altas esferas y la realidad de ella distaba de la suya, simple empleado de importaciones.
Altísima y delgada y muy seria para su gusto, Óscar convino con ella pasar por su casa para retirar los ansiados libros.
Vivía en la precordillera y llegar allí fue toda una odisea para Óscar. El microbús rodó por los faldeos y cuando el pavimento dio paso a un sendero abrupto, comprendió que el recorrido terminaba allí y el resto del viaje lo haría a pie. Largos veinte minutos bajo la flora silvestre le permitieron respirar profundo, inhalando los embalsamados perfumes de la zona. La casona se destacaba entre la espesa vegetación rodeada de un prolijo césped que la engalanaba.
Antes que su mano se aprestara a pulsar el timbre, la puerta se abrió y Emanuelle asomó su rostro apenas visible entre sus cabellos color marrón. Percatándose de ello, sonrió y con coqueto gesto los ordenó detrás de la nuca mientras le franqueaba el paso. El ambiente era acogedor dentro de su sobriedad. Algunos cuadros de autores desconocidos lucían en una pared, siendo la constante de los demás muros su blanca desnudez. Le invitó a tomar asiento y Óscar se sintió succionado por un mullido sillón.
“¿Te sirves algo? ¿Limonada, algún refresco?”
Aceptó la limonada, estudiando con disimulo las facciones de la mujer. Sin ser bella, su esbelta figura y sus cabellos abundantes le otorgaban un cierto aire majestuoso. Vestía bluyines azules y un suéter café. Una particularidad suya era terminar cada frase con una especie de sonrisa que se desdibujaba al instante y que al principio desconcertaba, pero después se comprendía que sólo podría ser un tic de esos que le brindan una característica especial a cada persona.
Conversaron de cualquier cosa, surgiendo las risas a propósito de alguna situación ocurrida en la empresa.
“¿Querida?”
La voz provino desde una de las habitaciones del fondo. Emanuelle giró su cuello y un imperceptible gesto de desagrado pareció arrugar su frente. Se levantó y una sonrisa suave modeló sus mejillas.
“Permíteme, es mi marido, hoy no vino la enfermera”.
Supo que el esposo estaba postrado hacía varios años producto de un accidente vehicular.
“Creo que será mejor que me retire” expresó preocupado Óscar. Temía importunar. Pero Emanuelle le tranquilizó y una dulce sonrisa iluminó sus ojos oscuros.
“Ven, te presentaré a mi esposo” dijo y le extendió su mano. Intimidado, Óscar se levantó de un salto y la siguió por un corredor.
“Él es Óscar, un compañero de la empresa. Mario, mi esposo”. La mujer los presentó a ambos, quienes estrecharon sus manos en una especie de forzado saludo.
“Don Óscar, encantado” expresó el hombre con una voz arrastrada y poco amable. El don que antecedía su nombre le resultó irónico a Óscar, acaso un recurso suyo para minimizarlo. De todos modos, Mario se veía lamentable en su lecho, un fardo inmóvil que sólo movía sus ojos y las comisuras de sus labios. Su voz resonaba metálica y con un evidente dejo de desencanto.
“Se llevará la colección de clásicos que le regalé. Siempre digo que la cultura no debe quedarse estacionada en un solo lugar”, dijo Emanuelle y el rostro del esposo se mantuvo imperturbable.
“¿Le gusta leer, don Óscar?” preguntó después Mario mientras un temblorcillo leve achinaba sus ojos.
Óscar asintió. Deseaba desaparecer, el motivo que lo había traído a este lugar parecía diluirse ante la presencia del esposo. Intuía ese desagrado embadurnado en la hiel que aún reptaba por su inmovilizado cuerpo.
El bulto de libros era grande y Óscar sintió regocijo al saberse poseedor de algo tan preciado. Pero subsistía en él una especie de pudor por ese inusitado regalo. Se despidió del hombre estrechando una vez más su diestra gélida y sintiendo la frialdad de esas pupilas posadas en las suyas.
“Buen provecho con la lectura, don Óscar”.
Agradeció algo asorochado y se disponía a marcharse pero la mano de Emanuelle le detuvo.
“Espera, te llevo en el auto”.
Descendieron en silencio. Ella atenta a las anfractuosidades del camino. Él, sin saber que decir. Estaba muy agradecido con los libros y era preciso expresarlo. Pero las palabras sonarían vanas y casi innecesarias ante esa majestuosa mujer que conducía imperturbable. Cuando llegaron al paradero, ella apretó el acelerador y continuó conduciendo hasta internarse en un caminillo cubierto de espinos. Detuvo el vehículo y recién entonces, giró su rostro hacia él y sonrió, embelleciendo sus facciones. Óscar tragó saliva. Ella aproximó sus labios y susurró:
“Bésame…”
Temblando, él obedeció tal mandato y pronto supo que aproximar los suyos y sentir la suavidad de aquellos era algo pletórico. La pasión concurrió por derecho propio, ordenando cercanía, plenitud y alborozo.
“Me gustas, me gustas demasiado” expresó ella, con la voz entrecortada.
Sorprendido, Óscar la contemplaba con un cierto arrobamiento que intentaba ocultar bajo la fachada de una corrección que estaba lejos de plasmarse.
Ella desordenó sus cabellos contemplando ensimismada el pardo de sus ojos y sonrió complacida. Óscar, sólo intentaba tantear las formas de ella sobre el suéter, pero se retacaba, temía, se sentía impropio de todo aquello.
“Creo que te amo, Óscar” dijo ella y suspiró.
“¿Qué estamos haciendo?” repuso él con palabras dictadas por una hipócrita sensatez.
“Conocernos, amarnos, eso hacemos”.
“Un esposo siempre se da cuenta de estas cosas”, respondió él, entendiendo acaso que no era partidario de comenzar una aventura que ni siquiera había propiciado. Odiaba el engaño y ahora estaba siendo arrastrado involuntariamente a ese pozo sin fondo.
“No temas, sólo déjate llevar”.
Aquella noche no pudo conciliar el sueño. Recordaba todo aquello con la culpa corroyendo sus entrañas. Contemplaba el atado de libros y las múltiples enseñanzas que ellos invocaban. Sin embargo, todo había sido tan prosaico.
Pesadillas surgieron en ese breve dormitar que acudió antes que arribara la mañana. Aparecía Mario sentado en el borde de su cama contemplándolo con ojos que plasmaban toda su furia y repitiendo como un mantra: “Don Óscar gusta de los clásicos y también de mi mujer”. Y una risa estridente que al despertar recobró su verdadera identidad, era el ladrido furioso de un perro mientras el sol ya amarilleaba detrás de las cortinas de su ventana.
Aquel día, todo fue distinto en la empresa. Imaginaba la mirada irónica de sus compañeros. Esa sobreexcitación suya le impulsó a cometer sendos errores que tardó en recomponer. De cuando en cuando, Emanuelle cruzaba la oficina y le hacía un guiño. Y las miradas de los demás fijas en cada gesto suyo, tornando esa permanencia en una verdadera pesadilla.
A la salida, su nombre fue pronunciado dulce y quedo en los labios de ella. Óscar avanzó resuelto, debería terminar con aquello, confesarle de una buena vez que le incomodaba representar el papel del amante. Pero la mirada de ella pareció encandilarlo: había una súplica, un deseo y un mandato en esas pupilas. Sin ser capaz de expresar nada de lo que pensaba argumentar, subió al coche y se dejó conducir hacia donde el destino fijara.
Se amaron durante largas horas en el cuarto del hotel y cuando sus cuerpos se rindieron a la evidencia que lo habían expresado todo, decidieron abandonarse en un sueño reparador.
“Necesito que me acompañes a mi casa. Tengo un desperfecto en una de las habitaciones y estoy segura que tú lo solucionarás”.
“Vamos”, respondió él, ya sabiéndose esclavo de ese amor impropio.
Al ingresar a la casa, Emanuelle se dirigió a la habitación de su esposo. Óscar la siguió ya sin razonar.
“Esposo mío, he traído a Óscar para que repare ese enchufe”.
Óscar sintió la mirada fría de Mario sobre su humanidad.
“¿Cómo está, don Óscar? De nuevo por acá”
Nada dijo. Preguntó dónde estaban las herramientas y luego comenzó a desarmar el aparato aquel. En el intertanto, apareció Ilse, una señorona alta y robusta que estaba a cargo del cuidado de Mario. Reconectar los cables no significó gran trabajo para Óscar y la paga consistió en un apasionado beso de Emanuelle a espaldas de su esposo, que dormitaba producto de los medicamentos. Esto molestó de sobremanera a Óscar, pero lo disimuló porque habría sido una hipocresía mayúscula encararla a ella, chapoteaba en el mismo fango y se requeriría de una enorme fortaleza para salir de ello.
Antes de marcharse, la mujer lo invitó a una habitación en donde conservaba una colección de armas de fuego. En los muros, colgaban imponentes los rifles de caza y un par de atemorizantes fusiles y dentro de un mueble, una docena de pistolas, revólveres y hasta un arcabuz que era el primero que pasaba por los ojos de Óscar. Él le temía a las armas y el sólo hecho de tocarlas le producía escalofríos.
“Mira, amor, esta es una Luger. Estuvo en las manos de algún oficial alemán en la Segunda Guerra Mundial. Imagina la historia que guarda en su interior esta arma”.
“Un holocausto, diría yo”, afirmó Óscar, contemplando de reojo la pistola.
“Tienes razón. Pero aquello ya sucedió, se zanjó y los culpables lo pagaron caro. Lo que me preocupa es que le temas a estos simples artificios de hierro que ni siquiera portan balas. Ten, no te hará daño”.
Y le extendió la pistola. Óscar titubeó, pero sabía que también en esto debería ceder. Por lo que la refugió en sus palmas y la examinó con la curiosidad de un niño. Luego, la empuñó y apuntó al cielo. Y así lo hizo con todas las demás armas que le ofreció Emanuelle. Al final de cuentas, todo esto tenía su historia y no estaba demás aprender algo nuevo.
Más tarde, el joven se despidió de Mario, quién no le despegaba sus ojos vidriosos. Esta vez no permitió que Emanuelle lo condujese al paradero y caminó bajo la fronda estremecida por el viento y los cantos de los pájaros que tuvieron la virtud de apaciguarlo.
Esa noche, ya en su lecho, recopiló todo lo acontecido en esos últimos días. Las situaciones se precipitaron de tal forma que él jamás lo habría imaginado. ¿Qué vio Emanuelle en él? ¿Cómo supo que gustaba de la lectura y sobretodo, de los clásicos? ¿Realmente lo amaba o todo obedecía a un propósito? ¿Qué sucedía con Mario? ¿Lo amaba ella o era un obstáculo para su existencia? Y antes de dormirse, recordó haber leído alguna novela policial en donde el protagonista era engañado con un supuesto amorío. Pero esas cavilaciones se fueron diluyendo a medida que su conciencia se adormecía y pronto, ya dormía como un bendito.
Despertó de un salto. “¿Y si todo esto es una trama? ¿Si sólo soy un pobre tipo que está siendo utilizado para algún fin que desconozco?”
Sonoros golpes estremecieron la puerta de su casa. Eran las seis de la mañana y tal estruendo lo despertó de golpe.
“¿Quién es” preguntó con voz adormilada.
“Policía. ¿Don Óscar Lastra?”
“Ssoy yo” respondió titubeando.
Abrió la puerta y apreció en la semi penumbra de la madrugada a dos tipos fornidos. La situación era caótica. Le leyeron sus derechos y luego lo encaminaron a la oficina de investigaciones. Creyó estar inmerso en un sueño provisto de tanta consistencia que parecía real. Lo acusaban del asesinato de Mario Órdenes y de provocarle heridas menos graves a su esposa Emanuelle Pastrani. ¡No podía creerlo! Y sin embargo, tuvo atisbos de aquello esa noche cuando se cuestionaba todo lo vivido en estos cortos días.
“¿Quién…quién me acusa de esto?
“La esposa. Asegura que usted estuvo en su casa anoche y que le arrebató una de una de las armas que tiene registradas y les disparó a ambos. Ella salvó por milagro”.
“¡Todo eso es falso! ¡Absolutamente falso!”
Los ojos inquisidores de los policías le aterraron. Ante una acusación de esa laya, tenía todas la de perder. Había sido demasiado ingenuo.
La prensa y la televisión destacaron la noticia con grandes titulares. “Dos importantes personajes de la sociedad sufren ataque a mano armada”. Sufrió el escarnio escrito y hablado de los medios, en rigor, sólo era un simple empleadillo que había asesinado a un connotado personaje y dejando herida a su esposa. La enfermera, Ilse Herman, había declarado haberlo visto ingresar a la vivienda temprano y era casi seguro que había aguardado emboscado para perpetrar el crimen. El revolver que usó para cometer el delito se encontraba en manos de Investigaciones.
El corazón se le encogió. En cada una de las armas estaban sus huellas digitales. “¡Pérfida mujer! ¡Todo lo veía tan claro ahora!”
Despertó empapado. ¡Que horrible sueño! La mente suele entramparnos en este tipo de jugarretas, de tal modo que uno pareciera estar sumido en una existencia paralela. Saltó de la cama dispuesto a aclararlo todo. Se excusaría de ir a trabajar y se dirigiría a la casa de Emanuelle. Era temprano y la encontraría en casa para cerciorarse que la mujer no era tan vil como aquella de la pesadilla.
Cerca de las ocho de la mañana, tocó el timbre de la vivienda. Azorado, con los nervios hecho trizas, aguardó en el portón. La voz de Emanuelle sonó adormilada: “¿Quién es?”
Aún con los sentimientos dislocados por la pesadilla, no hubiera concebido estar enrabiado con ella, sin embargo un rencor nacido desde lo irrazonable, le endureció la voz: “Soy yo. Quiero saber que todo anda bien en tu casa”.
"¿Por qué habría de estar mal?” respondió ella, asomando sus cabellos desordenados.
Un sentimiento extraño recorrió la mente de Óscar. Sabía que debía terminarlo ahora. Pero antes, deseaba despedirse de Mario, apretar su mano inerte y transfundirle como fuese que de algún modo poco claro le estimaba. En el fondo, lo que aborrecía era sentir en su estómago esa pesadez absoluta de establecer el engaño como cosa válida. Y deseaba liberarse de aquello.
Al parecer, Emanuelle también lo comprendió al franquearle el paso. Sonrió con tristeza, porque también parecía haber recobrado el espesor de su propia realidad. El sol alumbró y posó su luz y tibieza sobre esas almas dispuestas a redimirse.

















Texto agregado el 09-04-2022, y leído por 214 visitantes. (7 votos)


Lectores Opinan
17-04-2022 2) Bien por ese hombre capaz de recapacitar y saber lo que está bien y lo que está mal. Es fascinante disfrutar de una mujer prohibida, pero el remordimiento es imposible de soportar. Ya lo decía Borges: mientras dura el remordimiento, dura la culpa. maparo55
17-04-2022 1) El nombre de Emmanuelle, me llevo de inmediato al recuerdo de la peli del mismo nombre que protagoniza Sylvia Kristel. Y por supuesto me imaginé a tu protagonista con el hermoso rostro de ella. Tu cuento me ha gustado mucho, amigo; con una trama interesante y bien urdida. maparo55
15-04-2022 Creí que ella lo utilizaba para matar al marido la narración me llevaba por ahí pero como todo buen cuento la culpa era el problema. Jaeltete
11-04-2022 Vaya historia qué traes, por un momento pensé que Oscar había sido sutilmente utilizado. Cruel pesadilla, pero a la vez bienvenida resulto al alertarlo de que en sus decisiones no todo estaba tan bien ni era tan bello. Muy buena trama, querido Gui. Abrazos Shou
11-04-2022 Qué buen cuento, me encantó y me tuvo en ascuas pensando lo peor jajaja está buenísimo, saludos. ome
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