4x8

Tomé mi jeep Willys y salí por la calle principal acelerando, resbalando los neumáticos en el cemento y dibujando la trayectoria con una leve estela de humo negro emitido por el tubo de escape estridente que además del ronquido dispara cada dos segundos más que balazos, cañonazos.

No puedo ir al centro y dejar el jeep estacionado en lugares públicos, ya que lo uso descapotable y así evito a que me roben los marcadores, la radio y hasta los asientos. Por eso lo uso cuando visito a mis clientes que disponen dentro de sus fábricas estacionamientos privados y en lo posible al aire libre.

La rompía, me refiero al silencio, a la paz, al buen ambiente de esas fábrica, que al llegar generaba un trastorno, con la imagen de mezcla de camión chico, tractor transformado, tanque en decadencia, y así. Eso eran los apodos del tarro roto (otro apodo).

Desprestigiado estaba por la cantidad de veces que cambiaba el disco de embriague por los piques falsos, los neumáticos gastados y rajados por los golpes en las cunetas, el cambio de balatas por las frenadas en seco, el gusto por las patinadas en cemento mojado, peor una vez que aparecí con las cadenas puestas, después de subir a la nieve.

Mi padre lo usaba para arrastrar los autos averiados. En el aprendí a manejar y salir con las chicas del barrio. Nunca supuse que un jeep del año cincuenta, con todas sus piezas originales hoy, en pleno siglo veintiuno, sería una potente e envidiada reliquia. Era 4x8. Con tracción en las 4 ruedas, y un segundo cambio de fuerza pura, seguramente un piñón gigantesco y directo, que multiplicaba por dos las revoluciones y por ende la fuerza.

Una vez mi padre me lo pidió, a regañadientes se lo presté. El posteriormente lo vendió, (o lo regaló). Al poco tiempo falleció.
Pero fue. Ya está.