La noticia en letras desmesuradas ocupa las portadas de todos los diarios del mundo: Un team de arqueólogos descubre en Jerusalén el cadáver momificado de Jesucristo.
La clamorosa noticia produce un generalizado pánico teológico. Según la antigua leyenda el Cristo, en cuerpo y alma, hace más de 2000 años luz (a la velocidad de la luz, por ser materia) está viajando rumbo al paraíso, pero áun no sale de la Vía Láctea, y las galaxias son centenares de miles de millones. Es decir, el viaje es larguísimo.
Y sucede que el cuerpo aún está aquí en el mundo terrenal y momificado. Pánico teológico generalizado: es necesario cambiar todo a la raíz, antes que el milenario castillos de las creencias comience a crujir.
¿Qué hacer?
De prisa y furia los principales Órdenes religiosos abordan el soprendente y espinudo problema planteado por la singularidad del descubrimiento.
Los franciscanos, todo amor, piedad y generosidad, deciden aceptar el hecho. Observan el martirizado cadáver, reflexionan su martirio por la humanidad, y concluyen que hay que amarlo más aún, porque ni siquiera resucitó. Problema zanjado.
Por su parte, los dominicanos, se preocuparon aún más. Son ellos, como San Tomás de Aquino, los que escriben libros, y deberán cambiar todos los capítulos, desde la resurrección, la ascensión, etc. Deciden hacer una nueva versión, con las modificaciones necesarias, de la Suma Teológica, y el problema no subsiste.
Por su parte, los jesuitas se miran unos con otros, con creciente estupor, y se preguntan: ¿Entonces, Jesucristo realmente existió?
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